Espectros modernos 24 de febrero de 2024 --- Desde hace un par de años, no tengo teléfono inteligente ni cuenta en redes sociales (excepto por Telegram, aún). Soy poco más (pero poco) o menos un fantasma desde entonces. No me entero de las suspensiones en el servicio de recolección de basura (donde vivo los avisos municipales «oficiales» sólo ocurren por Facebook). Hace poco me perdí en un centro comercial de otra ciudad, cuyo mapa era accesible sólo a través de un código QR. Fui al cine y en la dulcería había una fila para personas que no podían hacer y pagar su pedido por teléfono. Yo era el único en esa fila. Pasaron como 15 minutos antes de que alguien notara al fenómeno poltergeist esperando comprar una golosina. Los empleados bancarios me piden continuamente que descargue una aplicación en el teléfono para darme mi estado de cuenta. Exhibo entonces mi piedrófono. Se miran. Leo en sus ojos una mezcla de burla y pena por la miseria ajena. Pero son amables. Me toman del brazo con deferencia senil y me señalan una fila donde esperan otras dos momias al empleado que tiene acceso arqueológico a la impresora. En la escuela, para enterarme de lo que pasa, escucho a escondidas las conversaciones de los otros, que ellos sostienen fuera de ahí (copiosamente, recuerdo) por Whatsapp. Una vez una maestra pareció enterarse de mi existencia, sólo para regañarme (como de por sí hacen en el consultorio médico y otras oficinas) por no usar ese servicio de mensajería. «¡En estos tiempos!». Quise hace unos meses aprovechar un servicio de gobierno para fundar un club de lectura, pero gmail y whatsapp y... etcétera. Así voy por ahí, regañado, expulsado, ignorado, en el transporte público, recibiendo estoico el codazo de un señor que llama así la atención del fantasma de junto, sobre un niño que escrolea el celular con determinación de iluminado, para comunicarle que cuánto, por dios, ha avanzado la tecnología en estos tiempos. Sí, ¿verdad?, responde el espectro desolado.