El Valle del Terror ****** Por Arthur Conan Doyle - Maquetado por SherlockHolmes.page - Primera parte La tragedia de Birlstone *** - 1 - El Aviso —Yo me inclino a pensar... —dije. —No estaría de más que lo hiciera —observó impaciente Sherlock Holmes. Creo que soy uno de los mortales más sufridos que puedan existir, pero reconozco que tan sardónica interrupción me molestó. —La verdad, Holmes —dije con severidad—, a veces no resulta nada fácil aguantarle. Estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos para responder en seguida a mi reprimenda. Sin tocar el desayuno, apoyándose con una mano en la mesa, miraba fijamente el pedazo de papel que acababa de sacar del sobre. Luego examinó el sobre, lo miró a contraluz, estudiando tanto el exterior como la solapa. —La letra es de Porlock —dijo, pensativo—. Puedo afirmarlo con seguridad, aunque sólo la he visto otras dos veces. Esa «e»(ε) griega con una floritura singular en lo alto es muy característica. Si es de Porlock, tiene que ser algo de primerísima importancia. Hablaba para sí mismo más que dirigiéndose a mí, pero el interés que suscitaban sus palabras desvaneció todo mi resentimiento. —¿Y quién es Porlock? —pregunté. —Porlock es un seudónimo, Watson, una simple seña de identificación, tras la que se oculta una personalidad cautelosa y evasiva. En una carta anterior me informó con franqueza de que no se llamaba así, y me retó a que le identificase entre los millones y millones que habitan esta ciudad. Porlock es importante, no por sí mismo, sino por el personaje con quien está en contacto. Algo así como el romero y el tiburón, el chacal y el león... lo insignificante en compañía de lo formidable. Y no sólo formidable, Watson, sino siniestro... sumamente siniestro. Por eso entra en mi campo. ¿Me ha oído hablar usted del profesor Moriarty? —El famoso criminal científico, tan famoso entre los canallas como… —Me sonroja usted, Watson —murmuró Holmes en tono compungido. —Iba a decir: «como desconocido para el público». —¡Tiene su sello...! ¡Unas pinceladas distintivas! —exclamó Holmes—. Watson, me está usted saliendo inesperadamente con una vena de humor ladino de la que tendré que resguardarme. Pero al llamar a Moriarty criminal está usted incurriendo a los ojos de la ley en delito de difamación, y ahí estriba lo glorioso y maravilloso del caso. El mayor cerebro de todos los tiempos, el organizador de todo lo diabólico, el que controla todo el mundo subterráneo... un cerebro que podría haber levantado o hundido el destino de naciones enteras. Nuestro hombre es de ese calibre. Pero se encuentra tan por encima de las sospechas de la gente, es tan inmune a toda crítica, y tan admirable es su comportamiento y secreto, que por esas simples palabras que usted ha pronunciado podría llevarle a usted a los tribunales y saldría usted con un año de cárcel y él con su salario de un año como recompensa por la injuria. ¿No es el benemérito autor de La dinámica de un asteroide, libro que se eleva a alturas tan enrarecidas de matemática pura que se dice que no había en toda la prensa científica nadie capaz de hacer una crítica del mismo? ¿Va usted a denunciar a un personaje así? Usted quedaría como un doctor malhablado y él como un profesor insultado. Ahí está el genio, Watson. Pero si no me estorban casos de menor importancia, llegará nuestro momento. —¡Ojalá puedan verlo estos ojos! —exclamé con veneración—. Pero me estaba hablando usted de ese Porlock. —¡Ah, sí! El llamado Porlock es un eslabón de la cadena, no muy lejano de la gran argolla. Entre nosotros, Porlock no es un eslabón muy seguro. A juzgar por las pruebas que hasta ahora he realizado, diríase que es el único fallo de toda la cadena. —Pero ninguna cadena es más fuerte que su eslabón más débil. —Ni más ni menos, mi querido Watson. De ahí la importancia extrema de Porlock. Impulsado por algunas rudimentarias tendencias hacia el bien, y estimulado por el prudente aliciente de algún que otro billete de cien libras que le hice llegar con métodos tortuosos, me ha proporcionado un par de veces datos que han resultado valiosos. Porque siempre es más valioso lo que permite prevenir y evitar el crimen que lo que conduce a castigarlo. No me cabe la menor duda de que si tuviésemos la cifra veríamos que este mensaje es del mismo tipo. De nuevo estiró Holmes el papel sobre el plato sin usar. Me levanté y mirando por encima de su hombro pude ver la curiosa inscripción, que decía así: 534 C2 13 127 36 31 4 17 21 41 DOUGLAS 109 293 5 37 BIRLSTONE 26 BIRLSTONE 9 127 171 —¿Qué deduce usted de eso, Holmes? —Evidentemente, pretende mandar información secreta. —Pero ¿de qué sirve un mensaje cifrado sin la cifra? —En este caso, de nada. —¿Por qué dice «en este caso»? —Porque puedo leer muchas cifras con la misma facilidad con que detecto los apócrifos en la página de necrológicas. Esos mecanismos simples divierten la inteligencia sin cansarla apenas. Pero esto es distinto. Está claro que hace referencia a palabras de cierta página de cierto libro. Hasta que no me digan qué página y qué libro, me encuentro impotente. —¿Y a qué viene lo de «Douglas» y «Birlstone»? —Pues simplemente serían palabras no contenidas en la página en cuestión. —Y entonces, ¿por qué no indica el libro? —Su astucia innata, mi querido Watson, esa perspicacia natural que deleita a sus amigos, sin duda le aconsejaría a usted no incluir la cifra y el mensaje en el mismo sobre. Si se pierde, va usted aviado. En cambio, de esta forma, tienen que perderse los dos e ir a las mismas manos para que usted pueda salir perjudicado. Dentro de poco tiene que venir de nuevo el cartero, y me sorprendería que no nos trajese otra carta explicatoria, o, lo que es más probable, el propio volumen a que se refieren estos signos. El cálculo de Holmes resultó exacto: a los pocos minutos se presentó Billy, el criado, con la carta que aguardábamos. —La misma letra —observó Holmes al abrir el sobre—, y ésta viene firmada —añadió con voz exultante al desplegar la carta—. Esto va bien, Watson. Pero al leer el contenido se le ensombreció el rostro. —Lástima, ¡qué decepción! Me temo, Watson, que todas nuestras esperanzas se han derrumbado. Y confío en que no le ocurra nada malo al tal Porlock. —«Querido Mr. Holmes», dice, «no voy a seguir adelante con este asunto. Es demasiado peligroso. Sospecha de mí. Me he dado cuenta. Se me presentó inesperadamente en el momento en que acababa de escribir su dirección en este sobre para mandarle la clave de la cifra. Pude taparlo. Si lo hubiese visto, lo habría pasado mal. Pero le leí en la mirada que sospecha. Por favor, queme el mensaje cifrado, que ya no puede serle de ninguna utilidad. FRED PORLOCK.» Holmes estuvo un rato sentado, retorciendo la carta, frunciendo el ceño y mirando al fuego. —En definitiva —dijo al cabo—, puede que no suceda nada. Tal vez todo sea debido a su mala conciencia. Como se siente traidor, puede haber leído la acusación en los ojos del otro. —Supongo que el otro es el profesor Moriarty. —Nada menos. Cuando cualquiera de esa banda habla de «él», ya se sabe a quién se refieren. Para todos ellos hay un «él» que les domina. —¿Pero qué puede hacerle? —¡Uf! La pregunta se las trae. Si tiene usted en contra a uno de los primeros cerebros de Europa respaldado por todas las fuerzas de la sombra, hay posibilidades infinitas. En cualquier caso, es evidente que el amigo Porlock se encuentra fuera de sí de pánico. Compare sólo la letra de la nota con la del sobre, que él mismo nos dice había escrito antes de esa visita ominosa. Una es clara y firme; la otra, apenas resulta legible. —Entonces, ¿por qué escribió? ¿Por qué no se limitó a abandonar el intento? —Porque temía que yo hiciese alguna investigación en dirección a él, que le pudiese causar problemas. —Sin duda —dije—. Claro. —Entretanto cogí el primer mensaje, el cifrado, y lo escudriñé—. Es una auténtica frustración pensar que en este trozo de papel puede haber un secreto importante, y que no hay forma humana de captarlo. Sherlock Holmes había apartado el desayuno, intacto, y encendía aquella desagradable pipa que era compañera inseparable de sus meditaciones más profundas. —¡Eso me pregunto! —dijo, echándose para atrás y mirando al techo—. Tal vez se le haya escapado algún extremo a su maquiavélica inteligencia, Watson. Consideremos el problema a la luz de la pura razón. Ese hombre se remitía a un libro. He ahí el punto de partida. —Un punto de partida notablemente vago. —Veamos si podemos circunscribirlo. Concentrando la atención en él, me parece cada vez menos impenetrable. ¿Qué pistas tenemos sobre el tipo de libro? —Ninguna. —Bueno, bueno, no será todo tan negro. El mensaje cifrado empieza con un gran 534, ¿no es así? Tomemos como hipótesis de trabajo que ésa sea la página de la cifra. Por tanto, de momento tendríamos que se trata de un libro voluminoso, y eso ya es algo. ¿Qué más indicios tenemos? El signo que sigue es C2. ¿Qué deduce usted de esto, Watson? —Capítulo segundo, sin duda. —No me convence, Watson. Espero que convenga usted en que si nos dan la página, sobra el número del capítulo. Y además, si la página es la 534, para que esté en el segundo capítulo el primero tendría que ser de una longitud francamente intolerable. —¡Columna! —exclamé. —Muy brillante, Watson. Está usted ocurrente esta mañana. Me llevaría una auténtica decepción si eso no se refiriese a la columna. Entonces, como puede usted ver, tenemos que imaginarnos un libro grande, impreso en doble columna, y en columnas de considerable longitud, pues una de las palabras viene designada en el documento como la doscientos noventa y tres. ¿Hemos llegado al límite de lo que la razón puede indicarnos? —Eso me temo. —No sea injusto consigo mismo, Watson. Démosle otra vuelta a la tuerca. Un impulso cerebral más. Si se tratase de un libro poco usual, me lo habría mandado. Y no tenía esta intención. Antes de que se le hundiesen los planes, pensaba mandarme la clave en este sobre. Lo cual parece indicar que pensó que yo conseguiría el libro en cuestión sin dificultad ninguna. El lo tenía y pensó que yo también lo tendría. En una palabra, Watson, se trata de un libro muy normal. —Parece una hipótesis sumamente plausible. —Por tanto ya hemos limitado el campo de investigación a lo siguiente: tenemos que dar con un libro grande, impreso en doble columna y de uso común. —¡La biblia! —exclamé triunfante. —¡Bien, Watson, bien! Pero yo diría que tiene que afinar usted algo más. Aunque por mi parte lo consideraría una deferencia, creo que difícilmente habrá ningún libro más difícil de encontrar al alcance de la mano de ninguno de los socios de Moriarty. Además, hay tantas ediciones de la Sagrada Escritura que difícilmente podrá suponer que su ejemplar y el mío tenían la misma paginación. Tiene que ser un libro estándar. El estaba convencido de que su página 534 y la mía coincidirían. —Pero esto se da en muy pocos libros. —Exactamente. Ahí está nuestra salvación. Nuestra investigación se ha reducido a libros en serie que sean de uso absolutamente generalizado. —¡El Bradshaw! —Tiene algunas pegas, Watson. El vocabulario del «Bradshaw» es preciso y claro, pero limitado. Difícilmente daría para poder mandar mensajes de tipo general. Eliminemos el Bradshaw. Creo que el diccionario es inadmisible por la misma razón. Entonces, ¿qué nos queda? —Un almanaque. —¡Excelente, Watson! O mucho me equivoco, o acaba de dar en el blanco. ¡Un almanaque! Examinemos la candidatura del Whitakerʼs Almanack. Es muy común. Tiene el número de páginas requerido. Va en doble columna. Aunque al principio tiene un vocabulario muy sobrio, si no recuerdo mal, hacia el fin se explaya mucho más. —Cogió el tomo de encima del escritorio—. Aquí tenemos la página 534, columna 2, una enorme masa impresa, que al parecer trata del comercio y los recursos de la India británica. Anote usted las palabras, Watson. El número trece es «Mahratta». Me temo que no sea un principio muy alentador. El número ciento veintisiete es «gobierno», que al menos tiene algún sentido, aunque un tanto irrelevante para nosotros y para el profesor Moriarty. Probemos suerte de nuevo. ¿Qué hace el gobierno Mahratta? ¡Ay, ay! La palabra siguiente es «cerdas». ¡Estamos perdidos, Watson! Se acabó. Aunque hablaba como quien se lo toma por el lado divertido, el arquearse de sus espesas cejas revelaba decepción e irritación. Quedó abatido y de mal humor, contemplando el hogar. El prolongado silencio se interrumpió con una repentina exclamación de Holmes, que se lanzó hacia un armario, del que sacó un segundo volumen de tapas amarillas. —Watson, hemos pagado el ser demasiado puntuales —exclamó—. Vamos demasiado adelantados, y eso tiene su precio. Como estamos a siete de enero, hemos echado mano del almanaque de este año, como debe ser. Pero es más que probable que Porlock haya entresacado el mensaje del año pasado. Sin duda, lo habría indicado en la carta de explicación que no llegó a escribirnos. Veamos qué nos reserva la página 534. La palabra número trece es «Hay», o sea que promete. El número ciento veintisiete es «un»: «Hay un». La mirada de Holmes brillaba de excitación, y sus dedos finos y nerviosos se retorcían contando las palabras. «Peligro.» ¡Ajá! ¡Fundamental! Anote, Watson. «Hay un peligro... tal... vez... muy... pronto... para... Luego viene el nombre «Douglas»... rica... hacienda... actualmente... en... Birlstone... House... Birlstone... Seguridad... es... urgente.» ¡Ahí tiene, Watson! ¿Qué opina usted de la razón pura y de sus resultados? Si el tendero de la esquina tuviese coronas de laurel, mandaría ahora mismo a Billy(el botones de Holmes y Watson) a comprar alguna. Yo estaba observando el extraño mensaje que había escrito en un pedazo de papel encima de la rodilla mientras él lo descifraba. —¡Qué forma más extraña y torpe de expresar lo que quería decir —dije. —Al contrario, lo ha hecho notablemente bien —dijo Holmes—. Cuando usted busca en una sola columna palabras para expresar algo, no puede pretender encontrar exactamente lo que necesita. Tiene que dejar algo a la inteligencia del corresponsal. El significado es totalmente claro. Intentan hacer daño a cierto Douglas, vaya usted a saber quién es, que vive como rico hacendado en el campo. El que avisa está seguro —«seguridad» es la palabra más aproximada que encontró— de que es urgente. Ése es el resultado que hemos conseguido, y, la verdad, no es un mal trabajo de análisis. Holmes sentía la alegría impersonal del auténtico artista cuando realizaba un buen trabajo, lo mismo que se lamentaba inconsolable cuando quedaba por debajo del elevado nivel al que aspiraba. Todavía estaba relamiéndose del éxito cuando Billy abrió de par en par la puerta para introducir en la habitación al inspector MacDonald, de Scotland Yard. Esto ocurría a finales de los años ochenta, cuando Alec MacDonald distaba mucho de haber alcanzado la fama nacional de que ahora goza. Era un joven miembro de los servicios de investigación que ya merecía la confianza de sus superiores, y se había distinguido en varios casos que le confiaron. Su estampa alta y huesuda denotaba una excepcional fuerza física, mientras que el gran cráneo y los ojos profundos y lustrosos indicaban también a las claras la aguda inteligencia que centelleaba tras aquellas pobladas cejas. Era un hombre callado y preciso, de natural áspero y fuerte acento de Aberdeen. A lo largo de su carrera, en dos ocasiones, había recibido de Holmes preciosa ayuda para conseguir éxitos, sin que mi amigo recibiese más recompensa que el gozo intelectual de resolver el problema. Por este motivo el escocés sentía un profundo afecto y respeto hacia su colega amateur, y lo demostraba con la franqueza con que consultaba a Holmes siempre que chocaba con dificultades. Las medianías no reconocen a nadie como superior, pero el talento reconoce en seguida al genio, y MacDonald tenía el suficiente talento profesional como para darse cuenta de que no tenía nada de humillante recurrir a la ayuda de alguien qué ya era único en Europa tanto por sus dotes como por la experiencia. Holmes no era dado a la amistad, pero se mostraba muy tolerante con aquel escocés alto, y al verle sonrió. —Es usted un pájaro muy tempranero, señor Mac —dijo—. Le deseo suerte con el gusano. Me temo que esto quiere decir que sucede algo malo. —Si en lugar de decir «me temo», dijese «espero», seguramente sería usted más veraz, señor Holmes —repuso el inspector con una sonrisa de complicidad—. Sí, tal vez un pequeño trago sirva para quitarme de encima el frío matinal. No, no voy a fumar, gracias. No debo entretenerme, porque las primeras horas de un caso son las más preciosas, como usted sabe mejor que nadie. Pero... pero... El inspector se había detenido súbitamente, y miraba con enorme asombro un papel que había encima de la mesa. Era el que yo había usado para escribir el enigmático mensaje. —¡Douglas! —recalcó—. ¡Birlstone! Pero señor Holmes, ¿qué es esto? ¿Esto es cosa de brujas? Por lo que más quiera, ¿de dónde sacó usted estos nombres? —Es una cifra que el doctor Watson y yo hemos tenido ocasión de resolver. Pero vamos... ¿qué pasa con esos nombres? El inspector nos miraba alternativamente a Holmes y a mí sin dar crédito a lo que oía y veía. —Sólo esto —dijo—, que esta madrugada señor Douglas, de la Torre del Mayorazgo de Birlstone, ha sido víctima de un asesinato horrible. - 2 - RAZONAMIENTOS DEL SEÑOR SHERLOCK HOLMES Fue uno de esos momentos dramáticos para los que estaba hecho mi amigo. Sería faltar a la verdad decir que la sorprendente noticia le sorprendió o siquiera le excitó. Sin que su singular talante tuviese ni sombra de crueldad, indudablemente había llegado a formar callo por la acumulación de estímulos durante tanto tiempo. Pero si sus emociones eran apagadas, en cambio, tenía una percepción intelectual sobremanera activa. En aquellos instantes no manifestaba ni rastro del terror que sentí yo al oír las palabras del inspector, sino que su rostro mostraba el gesto tranquilo e interesado del químico que observa cómo aparecen los cristales en una solución supersaturada. —¡Curioso! —dijo—. ¡Curioso! —No parece que le sorprenda a usted. —Interesarme, sí me interesa, señor Mac, pero no es que me sorprenda. ¿Por qué? Recibo un aviso anónimo que tiene un origen importante y me dice que cierta persona se encuentra amenazada por un peligro. Al cabo de una hora me entero de que ese peligro se ha materializado, y esa persona murió. Pues claro que me interesa, pero comprenderá usted que no me sorprenda. En pocas palabras le explicó al inspector lo referente a la carta y la cifra. MacDonald permanecía sentado apoyando la barbilla en las manos, y sus grandes cejas color arena se entrelazaban formando una mata amarilla. —Yo me disponía a ir a Birlstone —dijo—. Vine a preguntarles si les importaría acompañarme, usted y su amigo. Pero a juzgar por lo que me dice tal vez podamos trabajar más efectivamente en Londres. —No lo tengo yo muy claro —dijo Holmes. —¡Al cuerno todo, señor Holmes! —exclamó el inspector—. Dentro de un par de días los periódicos llenarán páginas y páginas con el «misterio de Birlstone», pero, ¿dónde está el misterio si hay un hombre en Londres que profetizó el crimen antes de que ocurriese? Lo único que hace falta es echar mano a ese hombre. Lo demás, vendrá solo. —Sin duda, señor Mac, pero ¿cómo se propone usted echar mano al llamado Porlock? MacDonald dio la vuelta a la carta que Holmes le había pasado. —Echada en Camberwell... eso no nos sirve de mucho. Usted dice que el nombre es supuesto. Ciertamente, no tenemos mucho en que apoyarnos. ¿No dijo usted que le había mandado dinero? —Por dos veces. —¿Y cómo? —En envíos a la oficina de Correos de Camberwell. —¿Nunca se ocupó usted de ver quién los recogía? —No. El inspector parecía sorprendido y un tanto perplejo. —¿Cómo así? —Porque yo siempre cumplo lo acordado. La primera vez que escribió le prometí que no intentaría seguirle la pista. —¿Piensa usted que hay alguien detrás de él? —Sé que lo hay. —¿Tal vez el profesor del que me habló alguna vez? —Exactamente. El inspector MacDonald sonrió, me miró y parpadeó. —Señor Holmes, no quiero ocultarle que en el C.I.D.(Departamento de investigación criminal) pensamos que usted tiene una especie de manía en lo concerniente a ese profesor. Yo mismo me ocupé de realizar algunas investigaciones al respecto. Parece un hombre sumamente respetable, erudito e inteligente. —Me alegro de que se hayan dado ustedes cuenta de que tiene talento. —Sería imposible no reconocerlo. Después de oír lo que opinaba usted, decidí verle. Tuve una conversación con él sobre los eclipses —ya no recuerdo por qué nos pusimos a hablar de eso— pero el caso es que sacó una lámpara con pantalla y un globo y me lo aclaró en un minuto. Me dejó un libro, pero no tengo inconveniente en reconocer que es demasiado complicado para mí, aunque tuve una buena educación para Aberdeen. Con su rostro alargado, el pelo gris y la solemnidad con que habla tiene aspecto como de gran dignatario religioso. Cuando al despedirnos me puso la mano en el hombro, parecía un padre que le bendijese a uno antes de penetrar en el mundo frío y cruel. Holmes se relamía de satisfacción, frotándose las manos. —¡Magnífico! —dijo—. ¡Magnífico! Y dígame, amigo Mac-Donald; supongo que esa agradable y conmovedora entrevista se celebró en el despacho del profesor. —Exactamente. —Bonita habitación, ¿no? —Muy elegante, señor Holmes. Y francamente acogedora. —Se sentó usted delante del escritorio. —Exacto. —A usted le daría el sol de cara, y él quedaría en la sombra… —Bien, era de noche, pero recuerdo que la lámpara me daba de cara. —Así sería. ¿Observó usted por casualidad un cuadro colgado encima de la cabeza del profesor? —Observé casi todo, señor Holmes. Tal vez sea una costumbre que me haya enseñado usted. Sí, vi ese cuadro... es una joven con la cabeza en las manos, que le mira a uno de reojo. —Obra de Jean-Baptiste Greuze. El inspector trataba de parecer interesado. —Jean-Baptiste Greuze —prosiguió Holmes, juntando las puntas de los dedos y arrellanándose en el sillón— fue un artista francés que destacó entre mil setecientos cincuenta y mil ochocientos. Naturalmente, me estoy refiriendo a su carrera profesional. La crítica moderna ha llegado a superar la alta estima en que le tuvieron sus contemporáneos. La mirada del inspector estaba perdida. —¿No sería mejor...? —dijo. —Si es a lo que vamos —le interrumpió Holmes—. Todo lo que estoy diciendo tiene una relación directa y vital con lo que usted ha llamado el misterio de Birlstone. En realidad, en cierto sentido, podríamos decir que estamos en el tuétano mismo del problema. MacDonald sonrió levemente, y me miró como quien pide ayuda. —Su pensamiento corre tal vez demasiado para que yo le siga, señor Holmes. Se habrá dejado usted algunos eslabones, y yo no puedo cubrir el hueco. ¿Qué canastos de relación puede tener ese pintor fallecido con el asunto de Birlstone? —Al investigador todo conocimiento le resulta poco —observó Holmes—. Por ejemplo el hecho de que en mil ochocientos sesenta y cinco un cuadro de Greuze llamado «La joven del cordero» fuese tasado en nada menos que mil libras en la subasta de Portalis. Esto podría darle a usted que pensar. Sin duda. El inspector parecía honestamente interesado en el enigma. —Yo le recordaría —continuó Holmes—, que el salario del profesor puede verificarse en diversos libros de contabilidad. Son setecientas al año. —Entonces, ¿cómo pudo comprar...? —Exacto. ¿Cómo pudo hacerlo? —Eso es curioso —dijo el inspector, pensativo—. Siga, señor Holmes. Me está intrigando. Es interesante. Holmes sonreía. Siempre le reconfortaba la admiración sincera... como es propio de todo gran artista. —¿Y qué pasa con Birlstone? —preguntó. —Tenemos tiempo aún —dijo el inspector, mirando el reloj—. Tengo el simón(taxi) a la puerta, y no tardamos más de veinte minutos en llegar a la estación Victoria. Pero en cuanto a ese cuadro... yo creía, señor Holmes, que usted me había dicho en cierta ocasión que nunca había visto personalmente al profesor Moriarty. —No, nunca. —Entonces, ¿cómo conoce sus habitaciones? —¡Ah! Eso es harina de otro costal. He estado tres veces en sus habitaciones, dos de ellas aguardándole con diferentes pretextos y marchándome antes de que llegase. La otra vez... en fin, no es cosa para contársela a un inspector. Fue en esa última ocasión cuando me tomé la libertad de registrar sus papeles, y obtuve resultados insospechados. —¿Encontró algo comprometedor? —Absolutamente nada. Eso fue lo que me sorprendió. Sin embargo, ya ve usted lo curioso que resulta ese cuadro. Demuestra que es un hombre muy rico. ¿Y de dónde ha sacado la fortuna? No está casado. Su hermano menor es un jefe de estación en el Oeste de Inglaterra. La cátedra le proporciona setecientas al año. Y posee un Greuze. —¿Y bien? —Pues que la conclusión es obvia. —Quiere usted decir que tiene grandes ingresos, y que tiene que conseguirlos ilegalmente. —Exacto. Naturalmente, tengo otros motivos para creerlo así... cantidad de hilos insignificantes que conducen vagamente hacia el centro de la tela de araña donde está agazapada inmóvil la criatura venenosa. Sólo le menciono el Greuze porque es algo que usted mismo pudo observar. —Bien, señor Holmes, admito que lo que dice tiene interés. Más que interés... es maravilloso. Pero le agradecería que sea algo más claro, si está en condiciones de serlo. ¿Es un caso de falsificación, de moneda falsa, de atracos? ¿De dónde viene ese dinero? —¿Ha leído usted algo sobre Jonathan Wild? —Pues, el nombre me suena. ¿No es algún personaje de novela? Yo no me dedico mucho a los detectives de novela... Son gente que hacen cosas sin que nunca sepa uno cómo se las arreglan. Eso es tener inspiración, no oficio. —Jonathan Wild no era un detective, ni era un personaje de novela. Era un maestro de criminales que vivió en el siglo pasado... hacia mil setecientos cincuenta o por el estilo. —Entonces no me vale. Yo soy hombre práctico. —Señor Mac, lo más práctico que puede hacer usted es encerrarse tres meses a leer doce horas diarias los anales del crimen. Todo responde a un movimiento cíclico, incluso el profesor Moriarty. Jonathan Wild era la fuerza oculta del mundo criminal de Londres, el que vendía su cerebro y su organización a los demás criminales por una comisión del quince por ciento. La rueda da vueltas y llegamos al mismo radio otra vez. Todo lo que vemos ocurrió otras veces, hace tiempo, y volverá a suceder. Le voy a decir un par de cosas sobre Moriarty que le pueden interesar. —No, si bastante me está usted interesando ya. —Resulta que yo sé quién es el primer eslabón de la cadena... una cadena que enlaza por un lado a ese Napoleón malogrado y por el otro a cien pobres diablos de brega, carteristas, chantajistas, fulleros. En medio, todo tipo de crímenes. El jefe de estado mayor es el coronel Sebastian Moran, tan a salvo, resguardado e inaccesible a la ley como el propio Moriarty. ¿Cuánto cree usted que le paga? —Me gustaría saberlo. —Seis mil al año. A eso se le llama pagar a los cerebros, ya ve, la técnica empresarial americana. Este detalle lo supe de casualidad. Es más que lo que gana el primer ministro. Con esto tiene usted una idea de los beneficios de Moriarty y de la escala a que trabaja. Otro detalle. Recientemente me dio por seguir la pista de los cheques de Moriarty... los cheques normales e inocentes con que paga las cuentas de manutención de la casa. Había talones de seis bancos distintos. ¿No le resulta chocante? —Es raro, ciertamente. Pero ¿qué conclusión saca usted? —Que no quiere que la gente comente sobre su riqueza. Nadie tiene que saber cuánto posee. No me cabe duda de que debe de tener cuentas en veinte bancos distintos... y el grueso de la fortuna en el extranjero, con toda seguridad, en el Deutsche Bank o en el Crédit Lyonnais. Alguna vez, cuanto tenga usted un año o dos libres, dedíquese a estudiar al profesor Moriarty. El inspector MacDonald se había ido interesando más profundamente conforme avanzaba la conversación. Había perdido el mundo de vista. Pero en este momento su inteligencia práctica de escocés le devolvió, con una convulsión de la cabeza, al asunto que tenía entre manos. —Pero eso puede aguardar —dijo—, usted nos ha distraído con sus interesantes anécdotas, señor Holmes. Lo que en realidad cuenta es su observación de que hay alguna relación entre el profesor y este crimen. Lo deduce del aviso que le mandó ese Porlock. ¿Podemos ir más allá de esto, en lo que respecta a nuestras necesidades prácticas inmediatas? —Podemos hacernos alguna idea sobre los motivos del crimen. Según se desprende de lo que dijo usted al llegar, es un asesinato sin explicación, al menos por ahora. Pues bien, si suponemos que el origen del crimen sea el que nos imaginamos, puede haber dos motivos distintos. En primer lugar, le puedo decir que Moriarty domina a los suyos con unas normas de hierro. Su disciplina es tremenda. El código que usa sólo conoce una pena. La muerte. Pues supongamos que ese hombre asesinado... ese Douglas, al que aguardaba una suerte conocida por alguno de sus subordinados archicriminales, había traicionado al jefe de algún modo. Tenía que ser castigado, aunque sólo fuese para atemorizar a los demás, y éstos lo sabían. —Bien, es una posibilidad, señor Holmes. —La otra es que el caso lo haya tramado Moriarty siguiendo su pauta normal de actuación. ¿Hubo algún robo? —No me lo han dicho. —De haberlo, sería un indicio contra la primera hipótesis y a favor de la segunda. Moriarty puede haber planeado el atentado con la promesa de compartir el botín o también es posible que le hayan pagado para planear el asesinato. Caben las dos cosas. Pero en cualquier caso, donde hay que buscar la solución es en Birlstone. Conozco demasiado bien a nuestro elemento como para pensar que haya dejado algún rastro por aquí. —Entonces, ¡vamos a Birlstone! —exclamó MacDonald, poniéndose en pie de un brinco—. ¡Vaya! Es más tarde de lo que me imaginaba. Caballeros, no puedo darles más de cinco minutos para que se arreglen. Sin apelación. —Nos sobra a los dos —dijo Holmes, yendo disparado a cambiarse el batín por la levita—. Señor Mac, le agradecería que durante el trayecto nos ponga al corriente de todo lo que sepa. «Todo lo que sepa» resultó ser de una pobreza decepcionante, pero sin embargo bastaba para cerciorarnos de que el caso merecía ser examinado con la mayor atención y por ojos experimentados. El experto se animó y se frotaba las manos al oír los escasos pero notables detalles. Llevábamos una serie de semanas de esterilidad, y ahora, por fin, había un tema digno de sus grandes cualidades que, como todos los atributos sobresalientes, provocaban la desazón del poseedor cuando no tenían en qué ejercitarse. El agudo filo de aquella mente se oxidaba y hacía romo con la inacción. Cuando algo requería su labor, a Sherlock Holmes le brillaba la mirada, le venía algo de color a las pálidas mejillas, y todo su aspecto lanzaba destellos de una luz interior. En el simón, inclinado hacia adelante, escuchaba atentamente el breve esbozo del problema de Sussex que nos hizo MacDonald. El propio inspector, según nos explicó, no tenía más datos que una relación apresurada que le había traído el tren lechero a primera hora de la mañana. White Mason, el funcionario de la localidad, era amigo personal suyo, por lo que MacDonald había recibido el aviso mucho antes de lo que suele ocurrir en Scotland Yard cuando los de provincias piden ayuda. Al experto metropolitano normalmente se le pide que siga pistas ya muy frías. «Querido inspector MacDonald —decía la carta que nos leyó—, en sobre aparte se solicitan oficialmente sus servicios. Esto es para su información. Telegrafíeme qué tren de la mañana puede coger usted para Birlstone, y le iré a recibir... o mandaré a alguien en caso de encontrarme demasiado ocupado. Este caso es de aúpa. Si puede traerse al señor Holmes, por favor, hágalo, pues sin duda le gustará. Parece como si todo fuese un montaje teatral, o lo parecería de no ser porque hay un hombre muerto por medio. Le digo que es de aúpa.» —Su amigo parece sensato —observó Holmes. —Desde luego, caballero; White Mason es un hombre muy perspicaz, a mi entender. —Bien, ¿sabe usted algo más? —Sólo que cuando lleguemos nos pondrá al corriente de todos los detalles. —Entonces, ¿cómo supo usted de señor Douglas y del hecho de que había sido horriblemente asesinado? —Eso venía en el informe oficial. Y no decía «horriblemente». Ésa no es palabra oficialmente reconocida. Daba el nombre de John Douglas. Señalaba que la herida la tenía en la cabeza y se la había producido una descarga de rifle. También indicaba la hora de la alarma, que fue poco antes de medianoche. Añadía que sin duda se trataba de un asesinato, pero que no se habían efectuado detenciones, y que el caso presentaba algunos rasgos desconcertantes y extraordinarios. Es absolutamente todo lo que sabemos por ahora, señor Holmes. —Entonces, con su permiso, dejémoslo así, señor Mac. La tentación de formar teorías prematuras sobre la base de datos insuficientes es algo vedado a los de nuestra profesión. De momento, sólo parece haber dos cosas ciertas: un gran cerebro en Londres y un hombre muerto en Sussex. Lo que tenemos que descubrir es la cadena que une ambas cosas. - 3 - LA TRAGEDIA DE BIRLSTONE Y ahora voy a pedir licencia para olvidar un momento el proceso seguido por mi insignificante persona, y describir los acontecimientos que habían ocurrido antes de nuestra llegada al escenario, basándome en lo que nosotros supimos luego. Sólo en esta forma podrá el lector hacerse idea cabal de los personajes implicados y de la extraña situación en que el destino les situó. El pueblo de Birlstone es un grupo pequeño y muy antiguo de casitas de campo parcialmente entre bosques, situado en el extremo norte del condado de Sussex. Permaneció intacto durante siglos, pero en los últimos años su aspecto pintoresco y su situación han atraído a cierto número de residentes acomodados, cuyas villas emergen de los bosques vecinos. Bosques que según la tradición local son el borde del gran bosque de Weald, que se estrecha hasta alcanzar las colinas de yeso del Norte. Han aparecido algunas tiendas para satisfacer las necesidades de la creciente población, por lo que hay posibilidades de que Birlstone se transforme pronto de una aldea antigua en un pueblo moderno. Es el centro de una zona considerable, ya que Tunbridge Wells, el poblado más próximo de cierta relevancia, se encuentra quince o veinte kilómetros más al este, lindando con Kent. A cosa de un kilómetro del pueblo, en medio de un antiguo parque famoso por sus enormes hayas, se encuentra la Torre del Mayorazgo de Birlstone. Parte de ese venerable edificio data de los tiempos de la primera cruzada, cuando Hugo de Capus construyó una fortaleza en el centro del señorío, que le había sido concedido por el Rey Rojo. Esta construcción fue destruida en 1543 por un incendio, y algunos de sus ennegrecidos sillares se utilizaron en la época jacobina para levantar una casa de campo de ladrillo sobre las ruinas del castillo feudal. La Torre, con sus numerosos frontones y sus pequeñas ventanas con cuarterones romboidales, conservaba bastante bien el aspecto que le diera su constructor a principios del siglo xvii. De los dos fosos que habían protegido a su más belicoso predecesor, el exterior había sido desecado y reducido a la humilde función de huerto. Pero el interior seguía rodeando toda la casa, con sus doce metros de anchura, aunque ahora tenía poca profundidad. Corría por él un módico caudal, que seguía luego su curso, de forma que aquel agua, aunque turbia, nunca estaba estancada ni era insana. Las ventanas de la planta baja de la casa estaban a unos treinta centímetros de distancia de la superficie del agua. El único acceso a la casa era un puente levadizo cuyas cadenas y torno se habían oxidado y roto hacía mucho tiempo. Sin embargo, los actuales ocupantes de la mansión, con energía característica, lo habían restaurado, y a la sazón el puente no sólo podía levantarse, sino que efectivamente se levantaba cada tarde y bajaba cada mañana. Debido a esta renovación de la costumbre de los tiempos feudales, la Torre quedaba de noche convertida en una isla, hecho que tuvo una implicación directa en el misterio que pronto iba a absorber la atención de toda Inglaterra. La mansión había estado abandonada algunos años, y amenazaba con convertirse en unas ruinas pintorescas, cuando tomaron posesión de ella los Douglas. Esta familia estaba formada sólo por dos individuos, John Douglas y su esposa. Douglas era un hombre notable por su carácter y su personalidad; podía rondar los cincuenta, y tenía recia mandíbula, rostro enérgico y curtido, bigote entrecano, ojos de un gris peculiar y una complexión atlética que no había perdido nada de la fuerza y actividad de su juventud. Era jovial y afable con todo el mundo, pero de modales un tanto extemporáneos, que daban la impresión de que había vivido en ambientes sociales de menos categoría que los hacendados de Sussex. Sin embargo, aunque sus vecinos, más cultivados, le miraban con cierta curiosidad y reserva, adquirió pronto gran popularidad entre los aldeanos, adhiriéndose prontamente a todas las iniciativas locales, asistiendo a los conciertos y demás funciones, en los que siempre estaba dispuesto a obsequiar al auditorio con alguna excelente canción, interpretada con voz de tenor notablemente rica. Parecía muy acaudalado, y se decía que su fortuna provenía de las minas de oro de California. En realidad, tanto él como su esposa habían contado que el hombre había pasado en América parte de su vida. A la buena impresión causada por su generosidad y talante democrático se añadió la fama de ser totalmente indiferente al peligro. Aun siendo mal jinete, participaba en todas las competiciones, y la decisión de dominar la bestia le había producido las caídas más sorprendentes. Cuando se incendió la vicaría, se distinguió también por la valentía con que volvió a entrar en el edificio para rescatar bienes una vez que el jefe local de bomberos había abandonado la labor por imposible. Con todo esto, John Douglas, de la Torre del Mayorazgo, se había labrado en cinco años una considerable reputación en Birlstone. También su esposa era popular entre los que habían trabado conocimiento con ella, aunque, según las costumbres inglesas, era poco frecuente que la gente se relacionase con aquella forastera que se había establecido en el condado sin más presentaciones. Lo cual no le importaba mucho a ella, ya que era de inclinaciones retiradas y daba la impresión de andar muy absorbida por la dedicación al marido y a los deberes domésticos. Se sabía que era una dama inglesa que había conocido en Londres a señor Douglas, viudo para entonces. Era mujer hermosa, alta y morena, delgada, unos veinte años más joven que el marido, disparidad que en modo alguno parecía entorpecer la alegría de su vida familiar. Sin embargo, los que les conocían mejor tuvieron a veces la impresión de que la confianza entre ambos no era completa, ya que la esposa o bien era muy reticente sobre el pasado de su marido o bien, como parecía más probable, estaba muy poco informada al respecto. Algunos pocos, muy observadores, creían haberse percatado también de que en ocasiones mistress Douglas parecía presa de gran tensión nerviosa, y se mostraba sumamente inquieta si el marido ausente regresaba más tarde de lo normal. En un rincón de mundo tranquilo, donde cualquier chisme es bien recibido, esa debilidad de la señora de la Torre no pasaba desapercibida, y la gente lo recordó y amplió cuando se produjeron unos acontecimientos que daban a la cosa especial significado. Había todavía un tercer individuo que, aunque sólo moraba bajo aquel techo de manera intermitente, se encontraba allí en el momento de ocurrir los extraños acontecimientos que vamos a relatar, por lo cual su nombre alcanzó una notable resonancia pública. Se trataba de Cecil James Barker, de Hales Lodge, en Hampstead. La estampa alta y desgarbada de Cecil Barker resultaba familiar en la calle mayor del pueblo de Birlstone, pues era visitante asiduo y bien recibido en la Torre. Se le conocía sobre todo como el único amigo del desconocido pasado de señor Douglas que se dejaba ver en su entorno inglés. Era sin duda inglés, pero de sus observaciones se deducía claramente que había conocido a Douglas en América, y habían sido íntimos allí. Parecía hombre de considerable riqueza, y se le creía soltero. Era más joven que Douglas, de cuarenta y cinco años como mucho, de tipo alto, erguido, ancho pecho, bien afeitado rostro de boxeador, grandes y pobladas cejas negras y un par de imponentes ojos negros capaces de abrirle camino entre una multitud hostil incluso sin el concurso de sus considerables manos. Ni cabalgaba ni cazaba, sino que pasaba el tiempo rondando por el viejo pueblo con la pipa en la boca, o paseando en coche por el campo con su anfitrión, o con la esposa de éste si él se encontraba ausente. «Un caballero agradable y generoso —dijo Ames, el mayordomo—. Pero, palabra, no quisiera ser yo quien lo tuviese por enemigo.» Mantenía íntima amistad con Douglas, y también era buen amigo de la esposa, lo cual debía de haber causado cierta irritación al marido en más de una ocasión, hasta el punto de que incluso los criados habían podido captarlo. Éste era el tercer personaje, como de la familia, cuando sucedió la catástrofe. En cuanto a los restantes habitantes de la vetusta mansión, baste mencionar entre los numerosos criados al pulido, respetable y capaz Ames y a la señora Allen, persona voluminosa y amable que descargaba a la señora de algunos de los cuidados domésticos. Los otros seis criados de la casa no guardan relación alguna con los acontecimientos de la noche del 6 de enero. La primera alarma llegó a las once cuarenta y cinco al cuartelillo de la policía local, cuyo responsable era el sargento Wilson, de la Policía de Sussex. El señor Cecil Barker, muy excitado, llegó lanzado a la puerta y se puso a tocar la campanilla con gran furia. Había ocurrido una terrible tragedia en la Torre, el señor John Douglas había sido asesinado. Ésa fue la noticia que dio jadeando. Se volvió corriendo a la casa, seguido a los pocos minutos por el sargento de policía, que llegó al escenario del crimen poco después de las doce, tras avisar rápidamente a las autoridades del condado de que había un asunto grave. Al llegar a la Torre el sargento había encontrado el puente bajado, las ventanas iluminadas, y a toda la servidumbre sumida en la mayor confusión y alarma. Los lívidos criados formaban un grupo en el vestíbulo, mientras el mayordomo se retorcía las manos a la entrada. Sólo Cecil Barker parecía dominarse y dominar sus emociones. Había abierto la puerta más próxima a la entrada y había indicado al sargento que le siguiese. En aquel momento llegaba el doctor Wood, un despierto y capaz médico de cabecera del pueblo. Los tres entraron juntos en la estancia fatal, siguiéndoles el horrorizado mayordomo, que una vez dentro cerró la puerta para mantener a las criadas al margen de la terrible escena. El difunto yacía de espaldas, con las extremidades extendidas, en el centro de la sala. Todo su atuendo era una bata rosa que cubría el camisón. En los pies llevaba sólo zapatillas. El doctor se arrodilló junto a él, cogiendo para examinarle la lámpara de mano que estaba encima de la mesa. Una mirada a la víctima bastó para convencer al médico de que allí no tenía nada que hacer. Aquel hombre había sufrido heridas terribles. Encima del pecho tenía un arma curiosa, una escopeta con los cañones recortados a treinta centímetros de los gatillos. Era obvio que la habían disparado a quemarropa, y la víctima había recibido toda la carga en el rostro, quedándole la cabeza hecha añicos. Los gatillos estaban atados entre sí con un alambre, para hacer más destructiva la descarga simultánea. El policía rural quedó enervado y apabullado por la tremenda responsabilidad que de repente había caído sobre sus hombros. —No tocaremos nada hasta que no lleguen mis superiores —dijo, en voz baja, mirando con horror aquella cabeza terrible. —Nosotros tampoco hemos tocado nada —dijo Cecil Barker—. Yo respondo de ello. Tal como usted lo ve lo encontré yo. —¿Cuándo fue? —El sargento había sacado la libreta. —Exactamente a las once y media. Yo no había empezado aún a desnudarme, y me encontraba en mi aposento sentado junto al fuego, cuando oí el ruido. No fue muy fuerte, más bien apagado. Bajé corriendo. No creo que hubiesen pasado treinta segundos cuando llegué. —¿Estaba abierta la puerta? —Sí, abierta. Y el pobre Douglas tendido como usted le ve. Encima de la mesa ardía la candela de su dormitorio. Fui yo quien encendió la lámpara pocos minutos más tarde. —¿No vio usted a nadie? —No. Oí que la señora Douglas bajaba por las escaleras detrás mío, y me precipité a impedir que viese este horror. La señora Allen, el ama de llaves, vino y se la llevó. Había llegado Ames, y los dos volvimos a entrar corriendo en esta habitación. —Pero tengo entendido que de noche el puente levadizo está levantado. —Sí, lo estaba hasta que yo lo bajé. —Entonces, ¿cómo pudo escaparse ningún asesino? Es imposible. Tiene que haberse disparado el tiro el mismo señor Douglas. —Eso fue lo primero que pensamos. Pero vea usted —Barker apartó la cortina para mostrar que la alta ventana de pequeños cuarterones se encontraba totalmente abierta—. ¡Y mire esto! —Bajó la lámpara y señaló una mancha de sangre similar a la suela de una bota, en la mesilla de madera de la ventana—. Alguien puso pie aquí al marcharse. —¿Quiere usted decir que alguien se escapó cruzando el foso? —Exactamente. —Entonces, si usted estaba en la habitación medio minuto después del crimen, en ese mismo momento tenía que estar en el agua. —No me cabe duda. Ojalá me hubiese precipitado yo hacia la ventana. Pero la cortina la tapaba, como puede usted ver, y a mí ni se me ocurrió. Luego oí los pasos de la señora Douglas, y no podía dejarla entrar. Hubiera sido demasiado terrible. —¡Desde luego! —dijo el doctor, observando el cráneo destrozado y las terribles señales que lo rodeaban—. Desde el choque de trenes que hubo en Birlstone no he visto heridas como éstas. —Pero vamos a ver —observó el sargento de policía, cuyo lento y bucólico sentido común seguía todavía cavilando sobre la ventana abierta—. Está muy bien lo que dicen de que se escapó un hombre cruzando el foso, pero lo que yo les pregunto es cómo consiguió entrar en la casa si el puente estaba levantado. —Ahí está la cuestión —dijo Barker. —¿A qué hora lo izaron? —A eso de las seis —dijo Ames, el mayordomo. —He oído decir —dijo el sargento—, que normalmente lo levantaban a la caída del sol. En esta época del año, esto quiere decir más bien a las cuatro y media, no a las seis. —La señora Douglas tuvo invitados para el té —dijo Ames—. No pude levantarlo hasta que se fueron. Entonces lo levé yo mismo. —Total —dijo el sargento—. Si vino alguien de fuera —si vino— tiene que haber entrado por el puente antes de las seis, y haberse escondido desde entonces hasta que señor Douglas entró en la habitación, pasadas las once. —Eso mismo. El señor Douglas daba una ronda por la casa cada noche antes de retirarse, para ver si las luces estaban en regla. Por eso vino acá. El hombre estaba esperando y le disparó. Entonces se escapó por la ventana, dejando el arma aquí. Eso es lo que yo deduzco... no hay otra explicación ajustada a los hechos. Él sargento cogió una tarjeta que se encontraba en el suelo, junto al muerto. Llevaba las iniciales V. V. y bajo ellas el número 341, todo ello garabateado rudamente con tinta. —¿Qué es esto? —dijo levantando la tarjeta. Barker lo miró con curiosidad. —No lo había visto nunca —dijo—. Debió de dejárselo el asesino. —Uve, uve trescientos cuarenta y uno. No puedo entender nada. —¿Qué quiere decir uve uve? Tal vez sean algunas iniciales. ¿Qué ha encontrado usted ahí, doctor Wood? Era un martillo de considerable tamaño que estaba delante del hogar. Cecil Barker señaló una caja de clavos con cabeza de cobre que estaba en el tablero de la chimenea. —Ayer señor Douglas estuvo cambiando los cuadros —dijo—. Yo mismo le vi de pie sobre esta silla colocando ahí encima el cuadro grande. Esto da razón del martillo. —Mejor dejémoslo donde lo encontramos —dijo el sargento rascándole perplejo la liada cabeza—. Se necesitarán los mejores cerebros del cuerpo para llegar al fondo de este asunto. Sin duda, acabará siendo cosa de Londres. —Cogió la lámpara de mano y caminó lentamente por la estancia. —¡Hola! —exclamó con excitación apartando la cortina de la ventana. —¿A qué hora corrieron estas cortinas? —Cuando se encendieron las lámparas —dijo el mayordomo—. Serían poco más de las cuatro. —Aquí ha estado escondido alguien, sin duda. —Bajó la lámpara, y resultaron muy visibles unas huellas de botas embarradas, en el rincón—. Tengo que reconocer que esto apoya su teoría, señor Barker. Parece que el hombre hubiese entrado en la casa después de las cuatro, cuando las cortinas estaban corridas, y antes de las seis, cuando se levantó el puente. Se metería en esta habitación por ser la primera que vio. Como no tenía otro lugar donde esconderse, se metió detrás de las cortinas. Todo esto parece bastante claro. Es probable que el objetivo fundamental del hombre fuese robar, pero al descubrirle señor Douglas, le mató y escapó. —Así me pareció a mí —dijo Barker—. Pero lo que yo me pregunto es si no estaremos perdiendo tiempo. ¿No se podría registrar toda la zona inmediatamente, antes de que ese tipo se aleje? El sargento lo pensó un momento. —No hay trenes hasta las seis de la mañana, o sea que no puede irse por ferrocarril. Si va por carretera con las piernas chorreando, es probable que llame la atención. De todos modos, yo no puedo irme de aquí hasta que me releven. Y creo que ninguno de ustedes debería irse hasta que tengamos más claro en qué situación estamos todos. El doctor había cogido la lámpara y estaba examinando cuidadosamente el cadáver. —¿Qué señal es esta? —preguntó—. ¿Puede tener esto alguna relación con el crimen? El brazo derecho del fallecido estaba remangado hasta el codo. En el centro del antebrazo había un curioso dibujo marrón, un triángulo dentro de un círculo, que resaltaba con notable relieve sobre la piel color manteca. —Esto no es un tatuaje —dijo el doctor, mirando con las lentes—. Nunca vi nada parecido. Este hombre fue marcado en alguna época, lo mismo que marcan al ganado. ¿Qué significa esto? —Yo no sé qué significa —dijo Cecil Barker—; pero siempre vi esta señal en el brazo de Douglas, desde hace diez años. —Yo también —dijo el mayordomo—. Lo he observado muchas veces cuando el amo se remangaba. Me pregunté siempre qué podía ser. —Entonces, en cualquier caso no tiene nada que ver con el crimen —dijo el sargento—. Pero no deja de ser algo extraño. En este caso todo es extraño. Bien, ¿qué sucede ahora? El mayordomo había lanzado una exclamación de asombro, y señalaba la mano abierta del difunto. —¡Le han quitado el anillo de boda! —susurró. —¿Cómo? —Sí, lo que oye. El amo siempre llevaba el anillo de boda, de oro, plano, en el dedo meñique de la mano izquierda. Ese anillo que tiene un nudo grueso estaba encima del otro, y el anillo con la serpiente retorcida en el dedo de en medio. Están los otros dos, pero falta el de boda. —¡Tiene razón! —dijo Barker. —¿Y me dice usted —dijo el sargento—, que el anillo de boda estaba debajo del otro? —Siempre. —Entonces el asesino, o quien fuese, primero sacó este anillo que usted llama del nudo, luego el de boda, y luego puso otra vez el anillo de nudo. —Así es. El valioso policía rural meneó la cabeza. —A mí me parece que cuanto antes se meta Londres en este caso, mejor —dijo—. White Mason es muy perspicaz. Ha estado a la altura de todos los trabajos locales. Pronto estará aquí para echarnos una mano. Pero me imagino que para poder resolver este asunto tendrá que recurrir a Londres. En cualquier caso, yo no tengo reparos en reconocer que esto es demasiado espeso para un hombre como yo. - 4 - OSCURIDAD A las tres de la madrugada, el principal investigador de Sussex, respondiendo a la llamada urgente del sargento Wilson, de Birlstone, llegaba desde la jefatura en un coche ligero del que tiraba un trotón sin aliento. Mandó el mensaje a Scotland Yard en el tren de las cinco cuarenta, y a las doce en punto se encontraba en la estación de Birlstone para recibirnos. señor White Mason era una persona tranquila, de aspecto apacible, traje amplio de tweed, rostro colorado y bien afeitado, cuerpo recio y vigoroso, piernas arqueadas calzadas con botas de media caña. Tenía el aspecto de un pequeño campesino, un guarda rural retirado o cualquier otro oficio imaginable salvo el de un buen espécimen de funcionario provincial de asuntos criminales. —Un caso verdaderamente de aúpa, señor MacDonald —seguía repitiendo—. En cuanto se enteren los periodistas, vamos a tenerlos encima como moscones. Espero que hayamos hecho nuestro trabajo antes de que vengan a meter la nariz y borrar todas las pistas. Yo no puedo recordar nada parecido a esto. Hay algunos extremos que si no me equivoco le corresponderán a usted, señor Holmes. Y otros a usted, doctor Watson, porque los médicos tendrán bastante que decir en el curso de la investigación. Se alojan ustedes en el Westville Arms. No hay otro lugar, pero me han dicho que es limpio y con buen servicio. Este hombre les llevará el equipaje. Por aquí, caballeros, pasen ustedes, por favor. Aquel investigador de Sussex era un personaje muy activo y genial. A los diez minutos estábamos en nuestros aposentos. Diez minutos más tarde nos encontrábamos sentados en el salón de la posada para recibir un breve esbozo de los acontecimientos que se han explicado en el capítulo anterior. MacDonald tomaba ocasionalmente alguna nota, mientras que Holmes permanecía absorto con la expresión de sorpresa y reverente admiración con que examina un botánico alguna flor rara y preciosa. —¡Curioso! —dijo, cuando se terminó la relación de hechos—. ¡Sumamente curioso! Me resulta difícil evocar ningún caso de rasgos tan peculiares. —Me imaginé que diría usted algo así, señor Holmes —dijo sumamente complacido White Mason—. En Sussex estamos muy al día. Les he contado a ustedes lo que había hasta el momento en que me informó el sargento Wilson, entre las tres y las cuatro de esta mañana. Palabra que le arreé a la vieja jaca todo lo que pude. Pero resultó que no hacía falta apresurarse tanto, pues en lo inmediato no podía dar ningún paso. El sargento Wilson había recogido todos los datos. Yo los verifiqué y analicé, y tal vez añadí alguno más. —¿Cuál más? —preguntó ávido Holmes. —Bien, en primer lugar hice examinar el martillo. Pude contar con la ayuda del doctor Wood. No encontramos en él ningún signo de violencia. Yo pensé que si el señor Douglas se había defendido con el martillo podría haber dejado señalado al asesino antes de caer derribado. Pero no había manchas. —Naturalmente, esto no demuestra nada —observó el inspector MacDonald—. Ha habido muchos asesinatos con martillo que no han dejado trazas en éste. —Exactamente. Eso no demuestra que no se utilizase. Pero podría haber habido manchas, y eso nos hubiera ayudado. De hecho, no las había. Entonces examiné el arma. Llevaba cartuchos de grueso calibre y, tal como había observado el sargento Wilson, los gatillos se encontraban atados entre sí con alambre, de forma que con apretar uno se descargaban los dos cañones. El que preparó lodo esto estaba decidido a que no se le escapase la presa. Como llevaba los cañones recortados, la escopeta no medía más que sesenta centímetros, con lo que se podía llevar cómodamente bajo la levita. No aparecía ninguna marca completa, pero en las estrías de en medio de los cañones se podían leer las letras PEN. El resto del nombre estaba borrado. —¿Una «P» grande con una floritura en lo alto... la «e» y la «n» pequeñas? —preguntó Holmes. —Exactamente. —Pennsylvania Small Arm Company... una firma americana muy conocida —dijo Holmes. White Mason contemplaba a mi amigo como el médico de aldea mira al especialista de Harley Street que con una palabra puede resolver dificultades para él insuperables. —Esto es un buen dato, señor Holmes. Sin duda tiene usted razón. ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! ¿Se sabe usted de memoria los nombres de todos los fabricantes de armas del mundo? Holmes eludió el tema con un ademán. —No cabe duda de que es un arma americana —continuó White Mason—. Creo haber leído que la escopeta de cañones recortados es un arma que se utiliza en algunas partes de América. Esto se me había ocurrido incluso antes de saber lo del nombre que viene en el arma. En definitiva, hay indicios de que ese individuo que entró en la casa y mató al dueño era un americano. Mac Donald meneó la cabeza. —Pero hombre, va usted demasiado aprisa —dijo—. Todavía no tengo ninguna prueba de que apareciese por la casa ningún forastero. —La ventana abierta, la sangre en el alféizar, esa tarjeta rara, huellas de botas en el rincón, el arma. —Todo eso puede ser un montaje. El señor Douglas era americano, o había vivido mucho tiempo en América. Lo mismo que el señor Barker. No es necesario importar ningún americano para explicar los indicios americanos. —Ames, el mayordomo… —¿Qué hay de él? ¿Es de fiar? —Estuvo diez años con sir Charles Chandos... es firme como una roca. Ha estado con Douglas desde el mismo momento en que se quedó con la Torre, hace cinco años. Nunca ha visto un arma de este tipo en la casa. —Es un arma ideada para que se pueda ocultar. Por eso llevaba los cañones recortados. Podía caber en cualquier cajón. ¿Cómo puede jurar que no había un arma así en la casa? —Bien, en cualquier caso él nunca la había visto. MacDonald meneó su obstinada cabeza de escocés. —Todavía no estoy convencido de que haya entrado ningún forastero en esa casa —dijo—. Les ruego que consideren... —conforme se enfrascaba en la argumentación, se le notaba más el acento de Aberdeen—. Les ruego que consideren lo que significa suponer que esa escopeta la introdujo en la casa alguien de fuera y que todo eso lo hizo alguien de fuera. ¡Pero es que es inconcebible! Atenta contra el sentido común. Señor Holmes, quiero plantearle los problemas que veo a partir de lo que nos han contado. —Bien, defienda su posición, señor Mac —dijo Holmes con el más rancio tono judicial. —Suponiendo que ese individuo exista, no es un ladrón. Lo del anillo y la tarjeta sugieren que se trata de un asesinato premeditado por razones personales. Muy bien. Entonces tenemos a un hombre que se introduce furtivamente en una casa con la intención deliberada de perpetrar un asesinato. Lo primero que ese hombre tendrá en cuenta es que le resultará difícil escapar porque la casa está rodeada de agua. ¿Qué arma se le ocurre elegir? Lo normal sería escoger el arma más silenciosa del mundo. Con eso tendría esperanzas de que una vez cometido el asesinato podría escapar sigilosamente por la ventana, cruzar el foso y alejarse tranquilamente. Sería razonable. Pero es incomprensible que se le ocurra llevarse el arma más ruidosa que pudo encontrar, sabiendo que al usarla todos los habitantes de la casa se precipitarían hacia el lugar de los hechos, ¡y que con toda probabilidad le descubrirían antes de poder cruzar el foso. ¿Resulta esto creíble, señor Holmes? —Bien, ha argumentado usted con fuerza —señaló mi amigo, pensativo—. Desde luego, la hipótesis del forastero exige explicar muchas cosas. Señor White Mason, ¿puedo preguntarle si examinó usted inmediatamente el borde exterior del foso, para ver si había señales de que alguien hubiese trepado por allí saliendo del agua? —No había ninguna señal, señor Holmes. Pero es una pared de piedra, y difícilmente pueden quedar huellas en ella. —¿Ninguna huella? ¿Nada? —Nada. —¡Ajá! señor White Mason, ¿tendría usted inconveniente en llevarnos ahora mismo a la casa? Es posible que encontremos algún detalle significativo. —Es lo que iba a proponer, señor Holmes, pero pensé que era mejor ponerles en antecedentes previamente. Supongo que si usted encuentra algo que le llame la atención... —White Mason miraba indeciso al amateur. —Yo he trabajado anteriormente con señor el Holmes —dijo el inspector MacDonald—. Es del oficio… —Entendido a mi manera, de todos modos —dijo Holmes sonriendo—. Cuando yo me meto en un caso lo hago para colaborar con los objetivos de la justicia y con el trabajo de la policía. Si alguna vez me he separado de los funcionarios, se debió a que ellos se separaron antes de mí. No quiero apuntarme ningún tanto a expensas de ellos. Al mismo tiempo, señor White Mason, yo reclamo el derecho a trabajar a mi modo y ofrecer mis conclusiones en el momento que me parezca oportuno... mejor conclusiones completas que paso a paso. —Ni que decir tiene que para nosotros es un honor su presencia y el hacerle partícipe de todo lo que sabemos —dijo cordialmente White Mason—. Vamos, doctor Watson, que todos esperamos tener a su tiempo un lugar en su libro. Caminamos por la pintoresca calle del pueblo, que tenía una hilera de olmos podados a cada lado. Al final, encontramos dos antiguos pilares de piedra, desgastados por el tiempo y llenos de líquenes, que en lo alto ostentaban un bulto informe, en tiempos el león rampante de Capus de Birlstone. Dimos un breve paseo por el camino serpenteante, bordeado por matorrales y robles como los que se suelen ver en la Inglaterra rural; luego dimos un brusco viraje y apareció delante nuestro la baja y alargada mansión jacobea de ladrillo ocre descolorido, con jardín de tejos recortados, al modo antiguo, a ambos lados. Al acercarnos, vimos el puente levadizo de madera y el amplio y hermoso foso, tan calmo y luminoso como el mercurio cuando le da el frío sol de invierno. Por aquella vetusta Torre del Mayorazgo habían pasado tres siglos, cientos de nacimientos y escenas familiares, danzas campestres y reuniones de cazadores de zorros. Resultaba insólito que ahora, en la vejez, aquellos venerables muros se viesen ensombrecidos por aquel siniestro asunto. Y sin embargo, aquellas bóvedas puntiagudas y aquellos descoloridos frontones eran rincón apropiado para una intriga sórdida y terrible. Al contemplar las hundidas ventanas y la larga fachada descolorida y gastada por mil aguas, tuve la sensación de que no podía haber escenario más idóneo para una tragedia como aquella. —Ésa es la ventana —dijo White Mason—; la primera a la derecha del puente. Está abierta tal como la encontraron anoche. —Parece bastante estrecha como para que pase un hombre. —Bien, lo que está claro es que no sería un hombre gordo. Para eso no se precisaba su talento deductivo, señor Holmes. Pero usted o yo podríamos escabullimos perfectamente por ahí. Holmes caminó hasta el borde del foso y contempló el espacio que le separaba de la casa. Luego examinó el borde de piedra y la hierba que lo rodeaba. —He mirado bien, señor Holmes —dijo White Mason—. Ahí no hay nada; ninguna señal de que alguien pueda haber salido del agua. Pero no tenía por qué dejar señales. —Exactamente. No tenía por qué. El agua, ¿está siempre turbia? —Suele tener este color. Esta corriente trae arcilla. —¿Qué profundidad tiene? —Unos sesenta centímetros a los lados y noventa en el centro. —O sea que podemos descartar la posibilidad de que el individuo se haya ahogado al atravesarlo. —Claramente; ni un chiquillo se ahogaría. Cruzamos el puente, y fuimos recibidos por una persona escuálida, avejentada y seria, que era el mayordomo, Buttler. El pobre hombre aún estaba lívido y tembloroso de resultas del golpe. El sargento del pueblo, hombre alto, formal y taciturno, todavía hacía guardia en la estancia fatal. El doctor se había ido. —¿Algo nuevo, sargento Wilson? —preguntó White Mason. —No, señor. —Entonces puede irse a casa. Bastante ha aguantado ya. Si le necesitamos, le llamaremos. Mejor que el mayordomo vigile afuera. Dígale que advierta al señor Cecil Barker, a la señora Douglas y al ama de llaves que tal vez nos interese hablar con ellos. Y ahora, caballeros, tal vez me permitirán que les exponga los puntos de vista a que he llegado, para que ustedes puedan hacerse su propia idea. Aquel especialista rural me impresionaba. Se aferraba a los hechos y tenía un cerebro frío, claro, de gran sentido común. Podía llegar lejos en la profesión. Holmes le escuchaba con atención, sin ninguna señal de esa impaciencia que frecuentemente le producían los elementos oficiales. —¿Es suicidio o es asesinato?... Ésta es la primera pregunta que tenemos que hacernos, ¿no les parece, caballeros? Si fuese suicidio, tendríamos que creer que ese hombre empezó por quitarse el anillo de boda y ocultarlo; luego se vino aquí en bata, pateó con botas embarradas el rincón de detrás de la cortina para simular que le había estado aguardando alguien, abrió la ventana, puso sangre en ella… —Esto podemos descartarlo con seguridad —dijo MacDonald. —Lo mismo pienso. El suicidio está descartado. Entonces ha habido asesinato. Y tenemos que determinar si lo hizo alguien de dentro de la casa o de fuera. —Bien, oigamos su razonamiento. —Por los dos lados chocamos con dificultades importantes, pero tiene que ser una de las dos cosas. En primer lugar supondremos que el crimen lo cometió alguna persona o personas de dentro de la casa. Trajeron a este hombre aquí en una hora en que todo estaba silencioso, pero nadie dormía todavía. Entonces procedieron a conseguir su objetivo con el arma más rara y ruidosa del mundo, como para advertir a todo el mundo de lo que había sucedido. Un arma que no había sido vista anteriormente en la casa. De entrada, yo diría que no parece muy verosímil. —Ciertamente. —Bien, luego, todo el mundo está de acuerdo en que a partir de la alarma no pasó ni un minuto antes de que acudiese toda la servidumbre, y no sólo el señor Cecil Barker, aunque él afirma que fue el primero, pero vinieron también Ames y todos los demás. No me van a decir ustedes que en ese tiempo el culpable se las arregló para poner huellas en la esquina, abrir la ventana, poner sangre en la mesilla, quitarle al difunto el anillo de boda, etcétera. ¡Es imposible! —Esto es claro —dijo Holmes—. Me inclino a darle la razón. —Bien, entonces tenemos que pasar a la teoría de que lo hizo alguien de fuera. Tenemos también algunos problemas importantes pero que, de todos modos, han dejado de resultar imposibles. El hombre entró en la casa entre las cuatro y media y las seis, es decir entre el atardecer y el momento en que se levantó el puente. Había habido visitas, y la puerta estaba abierta, o sea que muy bien podía entrar. Pudo ser un ladrón común, o bien alguien que tuviese algo personal contra señor Douglas. Como señor Douglas pasó la mayor parte de su vida en América, y esa arma parece americana, la teoría de un ajuste de cuentas personal parece muy verosímil. Entró en esta habitación porque fue la primera que encontró, y se metió detrás de la cortina. Permaneció allí hasta pasadas las once de la noche. Entonces entró señor Douglas en la estancia. Hablaron poco, si es que hablaron, pues la señora Douglas afirma que su marido la había dejado unos pocos minutos antes de oírse el tiro. —Esto lo revela la candela —dijo Holmes. —Exactamente. La candela, que era nueva, no ardió más de un centímetro. Tuvo que dejarla en la mesa antes de ser atacado, pues de otro modo habría ido a dar en el suelo con él. Esto muestra que no fue atacado en el instante en que entró en la habitación. Cuando señor Barker llegó, encendió la lámpara y apagó la candela. —Todo bastante claro. —Bien, entonces podemos reconstruir lo ocurrido de la siguiente forma. El señor Douglas entra en la habitación. Deja la candela. Sale un hombre de detrás de la cortina. Lleva esa arma. Le pide el anillo de boda... Dios sabe por qué, pero tuvo que ser así. El señor Douglas se lo entrega. Entonces, bien a sangre fría, bien en el curso de una lucha —Douglas pudo coger el martillo que se encontró en el hogar— mató a Douglas de esta terrible forma. Dejó el arma y al parecer también esa extraña tarjeta «V. V. 341», a saber qué significa, y se escapó por la ventana y cruzando el foso en el mismo momento en que Cecil Barker descubría el crimen. ¿Qué tal, señor Sherlock Holmes? —Muy interesante, pero no acaba de convencerme. —Pero hombre, sería completamente absurdo, a no ser que cualquier otra explicación resulte peor aún —exclamó MacDonald—. Alguien mató a este hombre, pues bien, fuese quien fuese tendría que haberlo hecho de otra forma. ¿Qué significa dejar que le puedan cortar la retirada? ¿Qué significa utilizar esta arma cuando la única oportunidad para escapar era el silencio? Vamos, señor Holmes, creo que tiene que darnos usted alguna pista, ya que dice que la teoría del señor White Mason no acaba de convencer. Holmes había estado todo el rato con mucha atención, moviendo la mirada en todas direcciones, al tiempo que no se perdía palabra. Tenía la frente fruncida, arqueaba las cejas. —Querría tener algunos datos más antes de establecer una teoría, señor Mac —dijo, arrodillándose junto al cadáver—. ¡Por Dios! Esta herida es realmente impresionante. ¿Podría venir un instante el mayordomo?... Ames, tengo entendido que usted vio muchas veces esta insólita señal en el brazo de señor Douglas, un triángulo marcado a fuego dentro de un círculo. —Muchas veces, señor. —¿No oyó nunca ninguna suposición sobre lo que significaba? —No, señor. —Tuvo que causar un gran dolor en el momento de grabarlo. Sin duda, está hecho con hierro de marcar. Vamos a ver, Ames, observo que en la esquina de la mandíbula señor Douglas lleva un pedacito de esparadrapo. ¿Observó usted esto en vida? —Sí, señor; ayer por la mañana se hizo un corte al afeitarse. —¿Le había ocurrido otras veces? —Hacía mucho tiempo que no se cortaba, señor. —¡Interesante! —dijo Holmes—. Naturalmente, cabe que sea una simple coincidencia, pero puede indicar cierto nerviosismo, y por tanto que es posible que tuviese conciencia de peligro. ¿Notó usted algo inusual en su comportamiento ayer, Ames? —Me llamó la atención que parecía un tanto inquieto y excitado, señor. —¡Ajá! Tal vez el ataque no fuese completamente inesperado. Yo diría que algo avanzamos, ¿no? Tal vez prefiera hacer preguntas usted, señor Mac. —No, señor Holmes. Hay quien atina más. —Bien, bien, entonces pasemos a esta tarjeta: «V. V. 341». Es una cartulina gruesa. ¿Tienen material de este tipo en la casa? —Creo que no. Holmes fue hasta el escritorio y echó algo de tinta de cada tintero en el secante. —Esto no está escrito en esta habitación —dijo—; es tinta negra, y la otra roja. Lo escribieron con una pluma gruesa, y estas son finas. No, esto se hizo en otra parte, a mí entender. ¿Entiende usted algo de esta inscripción, Ames? —No, señor, nada. —¿Qué piensa usted, señor Mac? —Me da la impresión de algún tipo de sociedad secreta. Lo mismo que el emblema del brazo. —Eso pienso yo también —dijo White Mason. —Bien, podemos adoptar esta hipótesis de trabajo, y ver hasta qué punto hemos resuelto los problemas. Un agente de esa sociedad penetra en la casa, aguarda a señor Douglas, casi le arranca la cabeza con esa arma y se escapa cruzando el foso, después de dejar al difunto una tarjeta que cuando sea mencionada en los periódicos advertirá a todos los demás miembros de la sociedad de que la venganza se ha consumado. Todo esto encaja. Pero ¿y por qué esa arma? —Exactamente. —¿Y por qué falta el anillo? —Exacto. —¿Y por qué no se ha detenido a nadie? Ya son más de las dos. Doy por supuesto que desde la madrugada todos los policías en setenta kilómetros a la redonda están tratando de dar con un forastero mojado. —Así es, señor Holmes. —Pues entonces, a no ser que tenga un refugio próximo o una muda preparada, difícilmente puede escapárseles. Y sin embargo, hasta ahora se les ha escapado. —Holmes había ido a la ventana y estaba examinando con la lente la huella de sangre de la ventana—. Esto es claramente una señal de calzado. Es muy ancha... Más bien induce a pensar en un calzado flexible, que se ensancha. Y en cambio, las huellas del rincón parecen denotar un calzado más ajustado. Sin embargo, ciertamente, son muy borrosas. ¿Qué es eso que está debajo de la mesa lateral? —Las pesas del señor Douglas —dijo Ames. —Pesa... aquí sólo hay una. ¿Dónde está la otra? —No lo sé, señor Holmes. Es posible que sólo hubiese una. Hace meses que no las veía. —¡Una pesa!... —dijo Holmes, muy serio, pero sus observaciones fueron interrumpidas por unos golpes en la puerta. Apareció un hombre alto, tostado, de aspecto respetable, bien afeitado. No me costó imaginar que era el Cecil Barker de que había oído hablar. Sus ojos imponentes recorrieron rápidamente todos los rostros, con expresión interrogativa. —Lamento interrumpir su consulta —dijo—. Pero tienen que saber ustedes la última noticia. —¿Una detención? —No ha habido tanta suerte. Pero han hallado la bicicleta. Ese hombre se dejó la bicicleta. Vengan ustedes a ver. Está a menos de cien metros de la puerta de entrada. Encontramos a tres o cuatro mozalbetes y mirones en el camino, observando una bicicleta que habían sacado de unos matorrales donde estaba escondida. Era una Rudge-Whitworth muy usada, sucia como por un largo viaje. Llevaba una bolsa lateral con una llave y algo de aceite, pero no había indicación alguna sobre el propietario. —Sería una gran ayuda para la policía —dijo el inspector—, que estas cosas estuviesen numeradas y registradas. Pero tenemos que agradecer lo que hemos encontrado. Si no podemos saber a dónde se fue, al menos es muy posible que averigüemos de dónde vino. Pero por todos los diablos, ¿a qué viene que ese sujeto se dejase la bicicleta? ¿Y cómo consiguió irse sin ella? No conseguimos ni un rayo de luz en este caso, señor Holmes. —¿Usted cree? —respondió mi amigo, pensativo—. No lo tengo tan claro. - 5 - LOS PERSONAJES DEL DRAMA —¿Han visto ustedes todo lo que desean del estudio? —preguntó White Mason cuando volvimos a entrar en la casa. —Por el momento —dijo el inspector; y Holmes asintió. —En tal caso, tal vez deseen oír el testimonio de alguna gente de la casa... Podríamos usar el comedor, Ames. Por favor, venga usted primero y díganos lo que sabe. La relación del mayordomo fue simple y clara, y daba una convincente impresión de sinceridad. Le habían contratado cinco años antes, cuando el señor Douglas se instaló en Birlstone. Tenía entendido que el señor Douglas era un caballero rico que había hecho fortuna en América. Era un patrón amable y considerado... tal vez no correspondía exactamente a los hábitos de Ames, pero no se puede pedir todo. Nunca había visto en señor Douglas señales de aprensión... al contrario, era el hombre más valiente que había conocido. Ordenó que se levase el puente cada noche porque era la antigua costumbre de la mansión, y le gustaba mantener los usos antiguos. El señor Douglas rara vez iba a Londres ni dejaba el pueblo, pero el día antes del crimen había estado de compras en Tunbridge Wells. A partir de aquel día, él, Ames, había observado cierta inquietud y excitación en el señor Douglas, pues parecía impaciente e irritable, cosa extraña en él. La noche de los hechos él no se había acostado, sino que estaba en la trasera de la casa, en la antecocina, guardando la vajilla de plata, cuando oyó que tocaban la campanilla con gran violencia. No oyó ningún disparo, pero era difícil que lo oyese, pues la cocina y dependencias anejas se encuentran al fondo de la casa, y había varias puertas cerradas y un largo pasillo en medio. El ama de llaves había salido de su aposento, atraída por los campanillazos. Fueron juntos hacia la parte delantera de la casa. Al llegar al pie de la escalera vieron que la señora Douglas bajaba. No, no iba muy aprisa ni le pareció que estuviese particularmente agitada. En el momento en que ella llegaba al pie de la escalera el señor Barker salió corriendo del estudio. Detuvo a la señora Douglas y le rogó que se apartase. —¡Por el amor de Dios, vuelva a su habitación —exclamó—. El pobre Jack ha muerto. No puede usted hacer nada. ¡Por el amor de Dios, vuélvase! Después de insistir un poco, la señora Douglas se volvió. No gritó. No dio ningún grito. La señora Allen, el ama de llaves, se la llevó arriba y estuvo con ella en el dormitorio. Ames y el señor Barker volvieron entonces al estudio, donde hallaron todo exactamente como lo vio la policía. La candela no estaba encendida entonces, la lámpara sí. Habían mirado por la ventana, pero la noche era muy oscura y no se podía ver ni oír nada. Luego habían salido corriendo al vestíbulo, y Ames le dio al torno que bajaba el puente. Entonces, el señor Barker se fue a toda prisa hacia la policía. En lo fundamental, este fue el testimonio del mayordomo. La declaración de la señora Allen, el ama de llaves, corroboraba la de su compañero de servicio en los extremos que ella conocía. Su aposento se encontraba algo más cerca de la fachada que de la parte posterior de la casa donde había estado trabajando Ames. Se estaba disponiendo a acostarse cuando le llamaron la atención unos fuertes campanillazos. Era un poco dura de oído. Tal vez por eso no había oído el disparo, pero de todos modos el estudio quedaba algo lejos. Recordaba haber oído algo que se imaginó sería un portazo. Pero había sido mucho antes... por lo menos media hora antes de que tocase la campanilla. Cuando señor Ames corrió hacia la entrada de la casa, fue con él. Vio al señor Barker, muy pálido y excitado, que salía del estudio. Interceptó a la señora Douglas, que bajaba por la escalera. La conminó a que se volviese, y ella le respondió, pero el ama no pudo oír lo que decía. —¡Llévela arriba! ¡Quédese con ella! —dijo el hombre a la señora Allen. Ella la condujo a la habitación y se esforzó por consolarla. La dama se encontraba muy excitada, temblaba de pies a cabeza, pero no hizo ningún nuevo intento de ir abajo. Permaneció sentada en el tocador anejo al dormitorio, con la cabeza hundida entre las manos. La señora Allen pasó con ella la mayor parte de la noche. En cuanto al resto de la servidumbre, se habían ido a acostar, y la alarma no les llegó hasta poco antes de que viniese la policía. Dormían en el extremo trasero de la casa, y no podían oír nada. Esto contó el ama de llaves, que al hacerle preguntas fue incapaz de añadir otra cosa que lamentos y expresiones de asombro. El señor Cecil Barker sucedió como testigo a la señora Allen. En cuanto a lo sucedido la noche anterior, tenía muy poco que añadir a lo que había contado ya a la policía. Personalmente, estaba convencido de que el asesino se había escapado por la ventana. Al respecto, la mancha de sangre era en su opinión una prueba incontestable. Además, como el puente estaba levantado no había otra escapatoria. No podía explicar qué se había hecho del asesino, por qué no se había llevado la bicicleta, si efectivamente era suya. Era imposible que se hubiese ahogado en el foso, que en ningún punto tenía más profundidad que noventa centímetros. Sus reflexiones le habían conducido a una teoría muy definida sobre el asesinato. Douglas era un hombre muy reservado, y nunca hablaba de ciertos capítulos de su vida. Había emigrado muy joven de Irlanda a América. Le fue bien, y Barker le conoció en California, donde se hicieron socios en un yacimiento que fue un éxito, en un lugar llamado Cañón de Benito. El negocio prosperaba, pero de repente Douglas vendió y se fue a Inglaterra. En aquella época era viudo. Barker realizó más tarde el valor de su parte y se vino a vivir a Londres. Con esto reanudaron la antigua amistad. Douglas le había dado la impresión de estar amenazado por algún peligro, y a él siempre le dio que pensar la repentina marcha de California, y también el que alquilase una casa en un lugar tan tranquilo de Inglaterra. Lo relacionaba con ese supuesto peligro. Imaginaba que había alguna sociedad secreta, alguna organización implacable, que seguía la pista de Douglas dispuesta a no descansar hasta matarle. Es lo que le habían sugerido algunas afirmaciones de él, aunque él nunca le dijo de qué sociedad se trataba, ni qué tenía contra él. No podía menos de suponer que la inscripción de la cartulina hacía referencia a tal sociedad secreta. —¿Cuánto tiempo estuvo usted con Douglas en California? —preguntó el inspector MacDonald. —Cinco años en total. —¿Dice usted que era soltero? —Viudo. —¿Ha oído usted decir de dónde provenía su primera esposa? —No; recuerdo que él dijo que era de origen sueco, y vi un retrato de ella. Era una mujer muy hermosa. Murió de tifus el año antes de conocer yo a Douglas. —¿No relaciona usted el pasado de Douglas con ninguna parte concreta de América? —Le había oído hablar de Chicago. Conocía bien esa ciudad y había trabajado allí. También le oí hablar de los distritos del carbón y el hierro. En su tiempo debió de viajar mucho. —¿Era político? ¿Tenía que ver algo con la política esa sociedad? —No; no le importaba en absoluto la política. —¿No tiene usted razón ninguna para pensar que fuese un criminal? —Al contrario, en mi vida he conocido hombre más recto. —¿Tenía algo de particular su vida en California? —Prefería permanecer en nuestro yacimiento, en las montañas, trabajando. Si podía evitarlo, nunca iba a lugares donde hubiese gente. Es lo primero que me hizo pensar en que alguien le perseguía. Luego se fue tan de repente para Europa que me convencí de que así era. Creo que debió de tener algún tipo de aviso. No había pasado una semana desde su marcha cuando media docena de hombres se presentaron preguntando por él. —¿Qué tipo de hombres? —Pues eran un grupo de gente hosca y fuerte. Vinieron al yacimiento a averiguar dónde estaba. Les dije que se había marchado a Europa y que no sabía dónde se le podía encontrar. No le buscaban para nada bueno, eso se echaba de ver. —Esa gente, ¿eran americanos? ¿californianos? —Californianos, no sé. Pero americanos, sí. Ahora bien, no eran mineros. No sé qué eran, y me alegró mucho que desapareciesen de allí. —Eso fue hace seis años… —Casi siete. —Y estuvieron cinco años juntos en California, o sea que este asunto viene desde hace por lo menos once años. —Así es. —Tiene que haber una cuenta pendiente muy seria para que se hayan mantenido tan constantes, y tan resueltos. No sería una nadería. —Creo que le ensombrecía toda la vida. No se lo debía poder quitar nunca totalmente del pensamiento. —Pero si un hombre se encuentra amenazado, y lo sabe, ¿no cree usted que recurriría a la policía pidiendo protección? —Tal vez era un peligro contra el que no cabía protección. Hay algo que deberían ustedes saber. Siempre iba armado. Nunca se sacaba el revólver del bolsillo. Pero desgraciadamente, anoche iba en bata, y había dejado el arma en el dormitorio. Me imagino que una vez levado el puente se consideraba a salvo. —Querría precisar un poco esos datos —dijo MacDonald—. Hace más de seis años que Douglas dejó California. Usted le siguió al año siguiente, ¿no? —Así es. —Y lleva cinco años casado. Usted debió de regresar más o menos para la época del matrimonio. —Cosa de un mes antes. Yo era su mejor amigo. —¿Conocía usted a la señora Douglas antes del matrimonio? —No, no la conocía. Yo llevaba diez años fuera de Inglaterra. —Pero luego la ha tratado mucho… Barker miraba al inspector con dureza. —Luego le he tratado mucho a él —contestó—. Si la he tratado a ella es porque no puede uno visitar a un hombre sin conocer a su esposa. Si imagina usted que hay alguna relación… —No imagino nada, señor Barker. Pero tengo que hacer todas las investigaciones que puedan guardar relación con el caso. De todos modos, no pretendo ofenderle. —Algunas preguntas son ofensivas —dijo Barker irritado. —Lo único que quiero es establecer los hechos. Le interesa a usted y a todo el mundo que se aclaren. ¿Aprobaba el señor Douglas enteramente la amistad de usted con su esposa? Barker palideció, y entrelazó convulsivamente sus grandes y fuertes manos. —¡No tiene usted derecho a hacer estas preguntas! —exclamó—. ¿Qué tiene que ver esto con la materia que usted investiga? —Tengo que repetirle la pregunta. —Pues yo me niego a responder. —Usted puede negarse, pero debe ser consciente de que su negativa constituye por sí misma una respuesta, pues no se negaría si no tuviese algo que ocultar. Barker quedó un instante paralizado, con el rostro sombrío e inmóvil y las recias y negras cejas bajas, reflexionando intensamente. Luego levantó la mirada y sonrió. —Bien, caballeros, supongo que ustedes no hacen más que cumplir con su deber, al fin y al cabo, y que no tengo derecho a obstaculizarlo. Sólo les pido que no incomoden a la señora Douglas en relación con esto, pues bastante atribulada se encuentra ya. Puedo decirles que el pobre Douglas tenía un solo defecto, que eran los celos. Estaba encantado conmigo... no hay amigo que pueda estarlo más. Y completamente entregado a su mujer. Le gustaba que yo viniese aquí, y siempre andaba mandándome recado de que viniese. Y sin embargo, si su esposa y yo hablábamos o parecía haber alguna simpatía entre nosotros, le arrebataba una ola de celos y era capaz de perder los estribos al momento y decir toda especie de sandeces. Más de una vez juré que no volvería debido a esto, pero entonces me escribía unas cartas tan llenas de arrepentimiento y súplicas que tenía que venir. Pero caballeros, tengo que declararles a ustedes con toda seriedad que nunca tuvo nadie una esposa más amante y fiel... y también puedo decir que nunca hubo amigo más leal que yo. Lo dijo con fervor y sentimiento, y sin embargo el inspector MacDonald no quiso dejar aún el tema. —Usted es consciente —dijo—, de que al difunto le quitaron de la mano el anillo de boda. —Eso parece —dijo Barker. —¿Qué quiere decir usted con eso de que «parece»? Sabe usted que es un hecho. El hombre pareció confundido e indeciso. —Al decir «parece» quería decir que era posible que él mismo se hubiese quitado el anillo. —El mero hecho de que falte el anillo, lo haya quitado quien lo haya quitado, puede sugerir que el matrimonio y la tragedia guardan relación, ¿no es así? Barker encogió sus amplios hombros. —Yo no sé lo que eso sugiere —respondió—. Pero si pretende usted insinuar que esto puede comprometer de algún modo el honor de esa dama —los ojos le brillaron un instante, y luego siguió con un esfuerzo evidente por controlar sus emociones—, pues están ustedes siguiendo una pista falsa, eso es todo. —Creo que de momento no tengo nada más que preguntarle —dijo fríamente MacDonald. —Un pequeño detalle —terció Sherlock Holmes—. Cuando entró usted en la habitación sólo había una candela encendida, ¿no es así? —Sí, así es. —Fue con esa luz como vio usted que había ocurrido un terrible accidente… —Exactamente. —¿Corrió enseguida a buscar ayuda? —Sí. —¿Y vinieron rápidamente? —En cosa de un minuto. —Y cuando llegaron encontraron la candela apagada y la lámpara encendida. Parece muy curioso. Barker mostró de nuevo cierta indecisión. —No veo qué puede tener de curioso, señor Holmes —respondió, tras una pausa—. La candela iluminaba muy poco. Mi primer pensamiento fue ir a por otra. Como estaba la lámpara encima de la mesa, la encendí. —¿Y apagó la candela? —Exactamente. Holmes no hizo ninguna pregunta más, y Barker, mirando deliberadamente a cada uno de nosotros con cierto aire que a mí me pareció de desconfianza, se dio vuelta y salió de la habitación. El inspector MacDonald había mandado una nota indicando que estaba dispuesto a entrevistarse con la señora Douglas en la habitación de ésta, pero ella contestó que iría a vernos al comedor. Entró entonces. Era una mujer alta y bella, de unos treinta años, reservada y con notable dominio de sí, muy distinta de la estampa trágica y delirante que me había imaginado. Cierto que el rostro estaba lívido y chupado, pero mantenía compostura y la mano finamente torneada que posó en el borde de la mesa era tan firme como la mía. Sus ojos tristes y conmovedores recorrieron nuestros rostros con una curiosa expresión inquisitiva. Esta interrogación se transformó de pronto en una frase abrupta. —¿Han averiguado ustedes ya algo? —preguntó. ¿Fueron imaginaciones mías lo de que esa pregunta tenía cierto tono más de miedo que de esperanza? —Hemos dado todos los pasos posibles, señora Douglas —dijo el inspector—. Puede tener usted la seguridad de que no ahorraremos esfuerzos. —No ahorren ustedes dinero —dijo, con tono apagado y uniforme—. Quiero que se haga todo lo humanamente posible. —Tal vez pueda usted contarnos algo que arroje luz sobre el asunto. —Me temo que no, pero todo lo que sé está a su disposición. —El señor Cecil Barker nos ha informado de que usted no llegó a ver... de que no pisó la habitación en que ocurrió la tragedia. —No; me hizo volver escaleras arriba. Me pidió que volviese a la habitación. —Exactamente. Usted había oído el disparo y bajó inmediatamente. —Me puse la bata y bajé. —¿Cuánto tiempo pasó desde que oyó usted el disparo hasta que el señor Barker la detuvo al pie de la escalera? —Tal vez un par de minutos. Es tan difícil medir el tiempo en momentos así... Él me suplicó que no siguiese. Me aseguró que no podía hacer nada. Entonces la señora Allen, el ama de llaves, me llevó de nuevo arriba. Fue como una terrible pesadilla. —¿Puede darnos usted una idea de cuánto tiempo llevaba el señor Douglas abajo en el momento en que oyó usted la detonación? —No se lo puedo decir. Él se fue a su tocador, y yo no le oí salir. Cada noche daba una ronda a la casa, por miedo a los incendios. Es lo único que le inquietó en todo el tiempo que le he conocido. —Es precisamente el punto al que quería llegar, señora Douglas. Si no me equivoco, conoció a su marido sólo en Inglaterra. —Sí. Llevábamos cinco años casados. —¿Le oyó usted hablar de algo ocurrido en América que le pudiese traer algún peligro? La señora Douglas pensó atentamente antes de responder. —Sí —dijo al cabo—. Siempre tuve la impresión de que le amenazaba algún peligro. Él se negaba a hablar de esto. No era por falta de confianza en mí —reinaba entre nosotros el mayor amor y confianza— sino por deseo de evitarme toda inquietud. Pensaba que si sabía todo me preocuparía, y por tanto callaba. —Entonces, ¿cómo lo supo usted? La cara de la señora Douglas se iluminó con una sonrisa. —¿Podría un marido guardar un secreto toda la vida sin que la mujer que le quiere llegue a sospecharlo? Lo sabía por muchas cosas. Por su negativa a hablar de ciertos episodios de su vida americana. Por ciertas precauciones que tomaba. Y lo sabía por algunas palabras que había dejado caer. También por la forma en que miraba a los forasteros que se presentaban de improviso. Yo estaba totalmente segura de que él tenía enemigos poderosos, que creía que le seguían la pista, y que siempre estaba en guardia contra ellos. Tan segura estaba que llevo años aterrorizada cada vez que él llegaba a casa más tarde de lo previsto. —¿Podría preguntarle —dijo Holmes— cuáles fueron las palabras que le llamaron a usted la atención? —«El Valle del Terror» —contestó la dama—. Fue una expresión que dijo cierta vez que le pregunté. «Yo he estado en el Valle del Terror. Y todavía no he salido del todo». «¿Es que nunca podremos salir del Valle del Terror?» le preguntaba yo cuando le veía más serio de lo normal. «A veces pienso que nunca lo conseguiremos», me contestó. —Sin duda le preguntaría usted qué significaba eso del Valle del Terror. —Claro; pero se puso tremendamente serio y meneó la cabeza. «Bastante malo es que uno de nosotros haya estado bajo su sombra», dijo. «Dios quiera que nunca caiga encima de ti.» Era algún valle real en que él había vivido y donde le había ocurrido algo terrible. De eso estoy segura, pero no puedo decir nada más. —¿Ha mencionado nombres alguna vez? —Sí; en cierta ocasión estaba delirando de fiebre, cuando hace tres años tuvo el accidente cazando. Recuerdo que entonces le venía a los labios constantemente un nombre. Lo pronunciaba con rabia y con una especie de horror. Ese nombre era McGinty... el maestro McGinty. Cuando se recuperó, le pregunté quién era el maestro McGinty, y de qué organización era maestro. «¡De la mía nunca, gracias a Dios!» respondió con una carcajada. Fue todo lo que pude sacarle. Pero hay relación entre el maestro McGinty y el Valle del Terror. —Otro extremo —dijo el inspector MacDonald—. Usted conoció al señor Douglas en una casa de huéspedes de Londres, ¿no es así? Y se prometieron allí. ¿Hubo algo de misterioso, secreto o romántico en la boda? —Sí, claro que hubo algo romántico. Siempre sucede. Pero nada misterioso. —¿No tenía él ningún rival? —No; yo era totalmente libre. —Sin duda le habrán dicho a usted que ha desaparecido el anillo de boda. ¿Le sugiere esto algo a usted? Suponga que algún enemigo de su vida anterior le había seguido y cometió este crimen. ¿Qué razón podía tener para quitarle el anillo de boda? Por un instante podría haber jurado que a los labios de la mujer asomó una sombra de sonrisa. —Realmente no puedo decirle —respondió—. Ciertamente, es muy extraordinario. —Bien, no queremos entretenerla a usted más, y lamentamos haberla incomodado en estos momentos —dijo el inspector—. Sin duda, habrá más, pero podremos plantearle a usted las cosas conforme averigüemos. Ella se levantó y yo capté de nuevo aquella mirada rápida e inquisitiva: «¿Qué impresión les ha causado mi declaración?” Como si lo hubiese dicho. Luego, con una inclinación de cabeza, salió de la habitación. —Es una mujer hermosa... muy hermosa —dijo MacDonald, pensativo, una vez cerrada la puerta—. Ese hombre, Barker, ha estado mucho aquí, es claro. Es un hombre que puede resultar atractivo. Admite que el difunto sentía celos, y tal vez él puede saber más sobre el motivo de esos celos. Luego tenemos el asunto del anillo de boda. No podemos pasar esto por alto. El hombre que le quita un anillo de boda a un difunto... ¿Qué dice usted a esto, señor Holmes? Mi amigo se encontraba sentado, con la cabeza entre las manos, sumido en la más profunda meditación. En este momento se levantó y tocó la campanilla. —Ames —dijo, cuando entró el mayordomo—, ¿dónde se encuentra ahora el señor Cecil Barker? —Voy a ver, señor. Volvió al momento a decirnos que señor Barker se encontraba en el jardín. —¿Puede recordar usted, Ames, qué calzado llevaba anoche el señor Barker cuando usted le encontró en el estudio? —Sí, señor Holmes. Unas zapatillas de dormitorio. Yo le traje las botas cuando tuvo que ir a avisar a la policía. —¿Dónde están ahora esas zapatillas? —Todavía se encuentran bajo el sillón del vestíbulo. —Muy bien, Ames. Naturalmente, a nosotros nos interesa saber qué huellas corresponden a señor Barker, y cuáles pueden ser de fuera. —Sí, señor. Puedo decirle que advertí que las zapatillas estaban manchadas de sangre, lo mismo que las mías. —Eso es muy natural, teniendo en cuenta el estado de la habitación. Muy bien, Ames. Si lo necesitamos le llamaremos. Unos minutos más tarde nos encontrábamos en el estudio. Holmes había llevado las zapatillas que se encontraban en el vestíbulo. Como había señalado Ames, las dos suelas estaban oscurecidas por la sangre. —¡Curioso! —murmuró Holmes, en pie ante la ventana, examinando las zapatillas a la luz—. ¡Sumamente curioso! Agachándose con uno de sus bruscos movimientos felinos, colocó la zapatilla encima de la señal de sangre del alféizar. Se ajustaba exactamente. Sonrió en silencio a sus colegas. El inspector se transfiguró de excitación. Su acento nativo martilleaba como un palo que da en unos rieles. —¡Hombre! —exclamó—. ¡No cabe duda! Barker puso la huella ahí. Es mucho más ancha que la de una bota. Recuerdo que usted dijo que era un calzado flexible, y aquí tenemos la explicación. ¿Pero cuál es el juego? Señor Holmes, ¿cuál es el juego? —¡Ah! ¿Cuál es el juego? —repitió mi amigo, pensativo. White Mason bufaba y se frotaba las manos gordezuelas con satisfacción profesional. —¡Si dije yo que era de aúpa! —exclamaba—. ¡Y es de aúpa! - 6 - DESTELLOS DE ALBORADA Los tres investigadores tenían que verificar muchas cuestiones de detalle, por lo cual volví sólo a nuestras modestas habitaciones de la posada del pueblo; pero antes me di una vuelta por el curioso jardín de viejos tiempos que flanqueaba la casa. Lo rodeaban hileras de tejos muy antiguos, recortados siguiendo extraños patrones. En el interior había una hermosa extensión de césped, con un reloj de sol antiguo en el centro, y el conjunto producía un efecto sedante y reparador que falta les hacía a mis nervios un tanto fuera de tono. En aquella atmósfera profundamente tranquila era posible olvidar, o al menos recordar sólo como una pesadilla fantástica aquel estudio en penumbra con el cuerpo lleno de sangre tendido en el suelo. Y sin embargo, al dar una vuelta por allí intentando hundir el alma en el bálsamo del lugar, ocurrió un extraño incidente que me devolvió a la tragedia y dejó en mi mente una impresión siniestra. He dicho que el jardín estaba rodeado por un decorado de tejos. En el extremo más alejado de la casa éstos se espesaban y constituían un seto continuo. Al otro lado del seto, oculto a las miradas de cualquiera que se acercase desde la casa, había un banco de piedra. Al aproximarse al lugar capté voces, ciertas observaciones en tonos graves masculinos y a los que respondía el arroyo cantarín de una risa de mujer. Un instante más tarde daba yo vuelta al extremo del seto y podía contemplar a la señora Douglas y Barker antes de que ellos fuesen conscientes de mi presencia. Su aspecto me produjo gran impacto. En el comedor ella había estado discreta y mesurada. Ahora había perdido toda sombra de pena. Los ojos le brillaban con la alegría de vivir, y su rostro se estremecía todavía divertido por alguna observación de su compañero. Estaba sentada, echada hacia adelante, con las manos entrelazadas y los antebrazos sobre las rodillas, dirigiendo una sonrisa llena de calor al rostro bien proporcionado y enérgico del acompañante. Al percibir mi presencia, en un instante volvieron a asumir sus solemnes máscaras, pero fue un instante demasiado tarde. Se intercambiaron con premura algunas palabras, y entonces Barker se levantó para salir a mi encuentro. —Perdone, caballero —dijo—, ¿me estoy dirigiendo al doctor Watson? Hice una leve inclinación de cabeza con frialdad que sin duda demostraba muy a las claras la impresión que me habían causado. —Pensábamos que debía de ser usted, pues es bien conocida su amistad con el señor Sherlock Holmes. ¿Le importaría a usted venir un momento a hablar con la señora Douglas? Le seguí con cara malhumorada. Mi mente contemplaba con toda claridad aquella figura destrozada del suelo del estudio. Y allí, a las pocas horas de la tragedia, su esposa y su mejor amigo estaban juntos riéndose tras unas matas, en el que había sido su jardín. Saludé a la dama con reserva. Me había conmovido con su dolor en el comedor. Pero ahora su atractiva mirada encontró en mis ojos la más indiferente respuesta. —Me temo que piense usted que soy muy insensible y no tengo sentimientos —dijo. Me encogí de hombros. —No es asunto mío —dije. —Tal vez algún día me haga usted justicia. Si supiese usted… —No hay necesidad de que el doctor Watson sepa nada —dijo Barker rápidamente—. Como él mismo ha dicho, esto no es asunto suyo. —Exactamente —dije—, por tanto les ruego que me permitan reanudar mi paseo. —Un momento, doctor Watson —exclamó la mujer con voz suplicante—. Hay una pregunta que usted puede contestar con más autoridad que nadie, y que a mí puede importarme mucho. Usted conoce al señor Holmes y sus relaciones con la policía mejor que persona alguna. Suponiendo que se le ponga en conocimiento confidencialmente de algún asunto, ¿es absolutamente necesario que él informe a los policías? —Eso, exactamente —dijo Barker muy interesado—. ¿Actúa por su cuenta, o está totalmente asociado a ellos? —Realmente, no sé si yo soy quién para tratar esa cuestión. —Doctor Watson, se lo suplico, le imploro que lo haga. Le aseguro que nos puede ayudar... me puede ayudar mucho si nos orienta en este punto. La voz de aquella mujer tenía tal tono de sinceridad que por un instante olvidé toda su frivolidad y no pude dejar de acceder a sus deseos. —El señor Holmes es un investigador independiente —dije—. Trabaja por su cuenta, y actúa según le guía su propio juicio. Al mismo tiempo, naturalmente, es leal para con los funcionarios que están trabajando en el mismo caso, y no les ocultaría nada que pueda servir para llevar a un criminal ante los tribunales. Más allá de esto, no les puedo decir, y si quieren más información, tengo que remitirles al propio señor Holmes. Dicho lo cual me quité el sombrero y les dejé sentados tras aquel seto. Al llegar al extremo de éste volví la cabeza y pude ver que seguían hablando muy animadamente, y, a juzgar por las miradas que me dirigían, era claro que el tema de discusión era la entrevista que acabábamos de mantener. —No deseo ninguna confidencia que venga de ellos —dijo Holmes cuando le informé de lo sucedido. Había pasado toda la tarde en la Torre consultando con los dos colegas, y regresó a eso de las cinco con un voraz apetito por el opíparo té que le encargué—. Ninguna confidencia, Watson, porque resultaría muy desagradable si nos conduce a una detención por conspiración y asesinato. —¿Cree usted que llegaremos a esto? Estaba de excelente humor, muy jovial. —Mi querido Watson, cuando haya exterminado este cuarto huevo estaré en condiciones de ponerle al corriente de toda la situación. No digo que hayamos llegado al fondo, ni mucho menos, pero cuando descubramos la pesa que falta… —¡La pesa! —Vaya, Watson, ¿es posible que no haya caído usted en la cuenta de que todo este caso pende de la pesa que falta? Bien, bien, de todos modos no se le puede culpar mucho a usted, porque, entre nosotros, creo que ni el inspector Mac ni el excelente funcionario local han captado toda la importancia de este detalle. ¡Una pesa, Watson! Imagínese a un atleta con una sola pesa. ¿Se da cuenta del desarrollo unilateral que tendría... del peligro inminente de una desviación de columna? ¡Sorprendente, Watson, sorprendente! Se quedó contemplando mi confusión mental, con la boca llena de tostadas y la mirada llena de malicia. Sólo ver el excelente apetito que tenía era una garantía de éxito, porque yo recordaba muy claramente días y noches sin ni pensar en comer, cuando su mente perpleja andaba peleándose con algún problema, y las facciones delgadas y enérgicas se le acentuaban cada vez más por la ascesis de una concentración mental total. Finalmente, encendió la pipa, se sentó en el rincón del hogar de la vieja posada y se puso a hablar sobre el caso lentamente y sin mucho orden, más como si pensase en alto que como quien hace una declaración circunstanciada. —De entrada, Watson, nos encontramos con una mentira... una enorme mentira, tremenda, aplastante, descarada. Hay que partir de ahí. Toda la historia contada por Barker es una mentira. Pero la señora Douglas corrobora la historia de Barker. Por tanto también ella miente. Los dos mienten y eso es una conspiración. O sea que el problema es claro: ¿por qué mienten y cuál es la verdad que tanto se esfuerzan por tapar? Vamos a ver, Watson, si entre usted y yo podemos reconstruir la verdad que esa mentira nos oculta. »¿Que cómo sé que está mintiendo? Pues porque han hecho una invención torpe, que simplemente no puede ser verdad. ¡Fíjese! Según la historia que nos han vendido, el asesino tuvo menos de un minuto tras cometer el asesinato para coger el anillo, que estaba debajo de otro anillo, volver a poner éste en el dedo del difunto... algo que sin duda no tendría que haber hecho, y dejar esa singular tarjeta junto al cuerpo de la víctima. Yo digo que esto es obviamente imposible. Puede usted argumentar, pero yo, Watson, espero de su buen juicio que no lo intente, que el anillo se lo podían haber quitado antes de matarle. El hecho de que la candela estuviese tan poco tiempo ardiendo indica que no hubo ninguna entrevista larga. Por lo que hemos oído sobre el carácter sin miedo de Douglas, ¿era hombre como para entregar su anillo de boda porque le dijesen cuatro cosas? ¿lo hubiera entregado nunca? No, no, Watson, el asesino tuvo que estar a solas con el cadáver cierto tiempo, con la lámpara encendida. De eso no me cabe ninguna duda. Pero al parecer, la causa de la muerte fue el disparo. Por lo tanto, éste tiene que haberse producido algún tiempo antes de lo que nos han dicho. Y en eso no puede haber habido error. Por lo tanto, nos encontramos ante una conspiración deliberada de parte de las dos personas que oyeron el tiro: ese Barker y la señora Douglas. Si además de todo esto puedo comprobar que la señal de sangre del alféizar fue colocada allí deliberadamente por Barker para dar a la policía una pista falsa, entonces admitirá usted que ese hombre lo tiene muy negro. »Ahora tenemos que preguntarnos a qué hora ocurrió realmente el asesinato. Hasta las diez y media los criados andaban por la casa, por tanto no pudo ser antes de esa hora. Para las once menos cuarto se habían retirado todos a sus aposentos con excepción de Ames, que estaba en la antecocina. Esta tarde, después de irse usted, hemos estado haciendo algunos experimentos, y he descubierto que ningún ruido que hiciese MacDonald en el estudio podía llegarme a la antecocina cuando todas las puertas se encontraban cerradas. Ya no sucede lo mismo con el aposento del ama de llaves. No está a mucha distancia, y desde ahí yo podía escuchar vagamente las voces, si eran muy fuertes. El ruido del disparo resulta hasta cierto punto amortiguado cuando es a quemarropa, como sin duda fue en este caso. No se oiría mucho, pero sin embargo, en el silencio nocturno podía llegar fácilmente hasta la habitación de la señora Allen. Según ella nos contó, es algo sorda, pero aun así mencionó que oyó algo parecido a un portazo media hora antes de que se diese la alarma. Media hora antes de la alarma serían las once menos cuarto. No me cabe duda de que ella oyó el ruido de la escopeta y que ese fue el momento del asesinato. Si esto es así, nos queda por determinar qué pudieron hacer el señor Barker y la señora Douglas, suponiendo que no sean los asesinos, entre las once menos cuarto, cuando el ruido del disparo les hizo bajar, y las once y cuarto, cuando tocaron la campanilla para avisar a los criados. ¿Qué estuvieron haciendo y por qué no dieron la alarma al instante? Eso es lo que hay que resolver, y cuando lo consigamos sin duda habremos avanzado mucho en nuestro problema.» —Por mi parte —dije—, estoy convencido de que esas dos personas están conchabadas. Y ella tiene que ser una desalmada para estar ahí riéndose de cualquier gracia a las pocas horas de la muerte de su esposo. —Exactamente. Ni siquiera en su propia relación aparece ella como una buena esposa. Como bien sabe usted, Watson, yo no soy ningún admirador encendido de las mujeres en general. Pero mi experiencia de la vida me ha enseñado que pocas esposas que sientan algo por sus maridos permitirían que las palabras de ningún hombre se interpongan entre ellas y el cuerpo sin vida de sus maridos. Si alguna vez llego a casarme, Watson, espero inspirar a mi esposa el sentimiento suficiente para impedir que un ama de llaves pueda apartarla en caso de que mi cadáver esté tendido a pocos metros de ella. Esto fue una escenificación muy mala, porque el más tosco de los investigadores quedará sorprendido por la falta de los habituales lloros femeninos. Aunque no fallase nada más, sólo ese detalle indicaría a mi entender que todo estaba acordado previamente mediante una conspiración. —Entonces, decididamente, ¿piensa usted que Barker y la señora Douglas son culpables de asesinato? —Sus preguntas tienen una franqueza conmovedora, Watson —dijo Holmes golpeándome levemente con la pipa—. Me llegan como si fuesen balas. Si usted me dice que la señora Douglas y Barker saben la verdad sobre el asesinato y están conspirando para ocultarla, yo le puedo responder con plena certeza. Pero su aventurado planteamiento ya no es tan claro. Analicemos un instante las dificultades que presenta. —Supongamos que esa pareja están unidos por los vínculos de un amor culpable y que habían decidido librarse del hombre que se interponía entre ambos. Es mucho suponer, porque una discreta investigación entre los criados y otras personas no ha podido corroborarlo de ningún modo. Al contrario, hay muchas pruebas de que los Douglas estaban muy unidos. —Esto yo estoy seguro de que no es cierto —dije, pensando en el bello rostro sonriente del jardín. —Bien, por lo menos era la impresión que daban. Sin embargo, supongamos que eran una pareja extremadamente astuta, que engañaron a todo el mundo respecto de eso y conspiraron para asesinar al marido. Resulta que él es un hombre sobre el que pesa la amenaza de cierto peligro… —Eso sólo nos consta por las declaraciones de ambos. Holmes estaba pensativo. —Ya veo, Watson. Está usted esbozando una teoría según la cual todo lo que nos han dicho es falso de punta a cabo. Según esta idea, nunca hubo amenaza oculta ni sociedad secreta, ni Valle del Terror, ni maestro McGinty ni nada más. Bien, es una generalización decidida y firme. Veamos a dónde puede conducirnos. Inventan esa teoría para explicar el crimen. Luego dan aspecto de realidad a la idea dejando la bicicleta en el parque como prueba de la existencia de alguien de fuera. La mancha de la ventana va a lo mismo. E igualmente la tarjeta al lado del cadáver, que pudo ser preparada en la casa. Todo eso encaja con su hipótesis, Watson. Pero entonces tropezamos con algunos fragmentos angulosos e ineludibles que no hay manera de colocar en el rompecabezas. ¿Por qué una escopeta de cañones recortados? ¿Y americana? Es el arma peor. ¿Cómo podían estar seguros de que el ruido no iba a atraer a nadie? En realidad, fue una simple casualidad que la señora Allen no saliese a ver la razón del portazo. ¿Por qué actuaron así su pareja de culpables, Watson? —Confieso que no puedo explicarlo. —Sigamos. Si una mujer y su amante conspiran para asesinar al marido, ¿van a dejar indicios de su culpabilidad quitándole al muerto el anillo de boda? Eso llama mucho la atención. ¿Le parece muy probable, Watson? —No, ciertamente. —Y hay más. Si se le hubiese ocurrido a usted dejar una bicicleta, ¿le habría parecido conveniente, al pensar que incluso el investigador más torpe diría a la primera que eso es una coartada, porque lo primero que necesitaba el fugitivo para escapar era la bicicleta? —No se me ocurre ninguna explicación. —Y, sin embargo, no puede haber combinación ninguna de acontecimientos a la que la inteligencia humana no pueda hallar explicación. Como simple ejercicio mental, sin afirmar en modo alguno que sea lo cierto, permítame indicarle una posible línea de pensamiento. Admito que es simplemente algo imaginario, pero ¡cuántas veces la imaginación es la madre de la verdad! —Supondremos que había efectivamente un secreto culpable, un secreto realmente vergonzoso en la vida de ese hombre, Douglas. Esto conduce a que lo asesine alguien que podemos suponer un vengador... alguien de fuera. Ese vengador, por alguna razón que confieso no estoy todavía en condiciones de explicar, cogió el anillo de boda del difunto. Cabe pensar que la vendetta databa de la época del primer matrimonio, y le quitaron el anillo por una razón de ese tipo. Antes de que el vengador se fuese, Barker y la esposa llegaron a la habitación. El asesino les convenció de que cualquier intento de detenerle conduciría a la publicación de algún escándalo siniestro. Les convenció y prefirieron dejarle marchar. Al efecto probablemente bajarían el puente, cosa que se puede hacer sin ruido, y lo volverían a levantar. El hombre escapó, y por alguna razón pensó que iría más seguro a pie que en bicicleta. Por tanto dejó la máquina en un lugar en que no podrían encontrarla hasta que él se hubiese puesto a salvo. Hasta aquí nos movemos dentro de los límites de lo posible, ¿no? —Bien, es posible, sin duda —dije, con ciertas reservas. —Watson, debemos recordar que cualquier cosa que haya sucedido tiene que tener algo de extraordinario. Bien, continuando con la suposición, la pareja —no necesariamente una pareja culpable—, una vez el asesino se hubo marchado se dio cuenta de que se encontraban en una situación en que les podía ser difícil demostrar que no habían cometido ellos mismos el delito ni habían sido cómplices del mismo. Hicieron frente a la situación con prisas y cayendo en algunas torpezas. Pusieron en la mesilla de la ventana la huella ensangrentada para dar a entender cómo se había escapado el fugitivo. Como obviamente eran ellos dos los que tenían que haber oído el disparo, dieron la alarma exactamente en la forma en que lo habrían hecho, pero media hora después de lo sucedido. —¿Y cómo se propone usted demostrar todo esto? —Bien, si hubo uno de fuera, es posible seguirle la pista y detenerle. Sería la más efectiva de todas las pruebas. Pero de lo contrario... en fin, los recursos de la ciencia distan mucho de haberse agotado. Creo que una noche en soledad en ese estudio me sería muy útil. —¡Una noche en soledad! —Pienso irme ahora para allá. Me he puesto de acuerdo con el valioso Ames, que de ningún modo las tiene todas consigo en relación a Barker. Me sentaré en esa habitación a ver qué me inspira el ambiente. Soy un convencido del genius loci(espíritu del lugar). Se sonríe usted, amigo Watson. Pues veremos. Por cierto, ¿tendrá usted aquí su gran paraguas, no? —Aquí está. —Pues me lo presta, si no tiene inconveniente. —Sin duda... pero ¡menuda arma! Si hay algún peligro… —Ningún peligro serio, mi querido Watson, de lo contrario no tenga duda que le pediría ayuda. Pero me llevaré el paraguas. Ahora sólo estoy aguardando que nuestros colegas vuelvan de Tunbridge Wells, donde se encuentran atareados tratando de hallar a quién pudo pertenecer la bicicleta. Era ya de noche cuando el inspector MacDonald y White Mason volvieron de su expedición, y llegaron exultantes, informando de grandes avances en nuestra investigación. —¡Hombre! Yo admito que tenía mis dudas sobre la intervención de alguien de fuera —dijo MacDonald—, pero ya se me han desvanecido. Hemos identificado el vehículo, y tenemos una descripción del hombre que buscamos, o sea que hemos dado un gran paso. —Me da que puede ser el principio del fin —dijo Holmes—; naturalmente, les felicito a los dos con toda mi alma. —Bien, yo partí del hecho de que el señor Douglas había parecido turbado desde la víspera, en que estuvo en Tunbridge Wells. Por tanto, era en Tunbridge Wells donde había tomado conciencia de cierto peligro. En consecuencia, era claro que si alguien había venido en bicicleta, cabía suponer que venía de Tunbridge Wells. Nos llevamos la bicicleta y la enseñamos en las fondas. El director del Águila Comercial la identificó inmediatamente como perteneciente a un hombre llamado Hargrave que había alquilado una habitación allí dos días antes. Todas sus pertenencias eran esa bicicleta y un maletín. Se registró como proveniente de Londres, pero no indicó dirección. Él maletín estaba fabricado en Londres y los contenidos eran británicos, pero el hombre era sin duda americano. —Bien, bien —dijo Holmes, exultante—, realmente han hecho ustedes un trabajo positivo, mientras yo estaba aquí sentado enhebrando teorías con mi amigo. Me ha dado usted una lección de hombre práctico, señor Mac. —Eso, exacto, Mr. Holmes —dijo el inspector lleno de satisfacción. —Pero todo esto puede encajar en sus teorías —observé. —Puede que sí, o que no. Pero dejemos que el señor Mac termine. ¿No había nada que pudiese identificar a ese hombre? —Tan poco que resultaba evidente que se había prevenido cuidadosamente contra la posibilidad de ser identificado. No había papeles ni cartas, ni etiquetas en la ropa. En la mesa del dormitorio tenía un mapa ciclista del condado. Había salido en bicicleta del hotel ayer por la mañana, y no habían sabido nada más de él hasta que llegamos preguntando. —Eso es lo que me desconcierta, señor Holmes —dijo White Mason—. Si el tipo no quería provocar alarmas, cabría imaginar que hubiese vuelto al hotel permaneciendo allí como turista inofensivo. En cambio, de este modo tiene que saber que el director del hotel va a informar a la policía sobre él, y que su desaparición se va a relacionar con el asesinato. —Cabría imaginarlo. Sin embargo, lo cierto es que por ahora no ha resultado imprudente, porque no ha sido detenido. ¿Y la descripción? ¿Qué hay de eso? MacDonald echó mano de la libreta. —Aquí está lo que hemos podido saber. No parece que se fijasen mucho en él, pero aun así, el portero, el administrativo y la camarera han coincidido en las apreciaciones. Era un hombre de aproximadamente metro setenta y cinco de altura, unos cincuenta años de edad, pelo levemente grisáceo, mostacho entrecano, nariz curvada y rostro que todos ellos describían como fiero y terrible. —En fin, y con perdón, casi parece la descripción del propio Douglas —dijo Holmes—. Tiene poco más de los cincuenta, pelo un poco gris, bigote y aproximadamente la misma estatura. ¿Averiguaron ustedes algo más? —Llevaba un traje gris grueso con chaqueta cruzada, un abrigo corto amarillo y sombrero flexible. —¿Y del arma? —No llega a los sesenta centímetros. Podía caber perfectamente en el maletín. Y la podía llevar dentro del abrigo sin dificultad. —¿Cómo creen que afecta todo esto al conjunto del caso? —Pues, Mr. Holmes, cuando tengamos al hombre que buscamos —dijo MacDonald—, y puede estar seguro de que a los cinco minutos de oír esta descripción la había telegrafiado, podremos juzgar mejor. Pero ya ahora creo que hemos andado un buen trecho. Sabemos que hace dos días llegó a Tunbridge Wells un americano que se hacía llamar Hargrave, con bicicleta y maletín. En éste iba la escopeta de cañones recortados, o sea que vino con propósito deliberado de cometer el crimen. Ayer por la mañana se fue en su bicicleta, con el arma escondida en el abrigo. Por lo que de momento sabemos, nadie le vio llegar, pero para dirigirse a las puertas del parque no tenía ninguna necesidad de pasar por el pueblo, y en la carretera hay muchos ciclistas. Presumiblemente escondió en seguida la bicicleta entre los laureles, donde la encontraron, y posiblemente se escondió también él, para vigilar la casa a la espera de que saliese el señor Douglas. La escopeta de cañones recortados es un arma muy rara para usarla en un interior, pero pretendía utilizarla fuera, y ahí tenía ventajas obvias, pues era imposible fallar, y el ruido de disparos es tan habitual en una zona inglesa de descanso que nadie habría hecho caso. —¡Muy claro todo! —dijo Holmes. —Bien, el señor Douglas no apareció. ¿Qué iba a hacer? Dejó la bicicleta y se aproximó a la casa al atardecer. Encontró el puente bajado y nadie por allí. Se arriesgó, pensando sin duda en excusarse si daba con alguien. No topó con nadie. Se introdujo en la primera habitación que vio y se escondió tras la cortina. Desde allí pudo ver que levaban el puente, y con eso supo que la única salida era cruzar el foso. Aguardó hasta las once y cuarto, cuando el señor Douglas entró en la habitación al realizar la habitual ronda nocturna. Le mató y escapó tal como había pensado. Era consciente de que la gente del hotel describiría la bicicleta y eso podía comprometerle, por lo que prefirió dejarla y dirigirse por otros medios a Londres o a algún refugio seguro previamente preparado. ¿Qué tal, señor Holmes? —Bien, señor Mac, el desarrollo está bien y es muy claro. Y usted termina la historia en esa forma. Yo la termino del siguiente modo: el crimen fue cometido media hora antes de lo que se ha informado; la señora Douglas y el señor Barker son culpables de conspiración por ocultar algo; ayudaron al asesino a escaparse... o, por lo menos, llegaron a la habitación antes de que él escapase... y fabricaron pruebas de que se había escapado por la ventana cuando en realidad lo más probable es que ellos mismos le dejasen salir bajando el puente. Así leo yo la primera mitad. Los dos inspectores menearon la cabeza. —Pero, señor Holmes, si esto es cierto, salimos de un misterio para meternos en otro —dijo el inspector de Londres. —Y casi sería un misterio peor —añadió White Mason—. La señora no ha estado en su vida en América. ¿Qué relación podía tener con un asesino americano para darle cobijo? —Admito todas las dificultades —dijo Holmes—. Me propongo realizar cierta investigación por mi cuenta esta noche, y es posible que contribuya algo a la causa común. —¿Podemos ayudarle, señor Holmes? —¡No, no! Me basta la oscuridad y el paraguas del doctor Watson. No necesito más. Y a Ames... el fiel Ames. Sin duda me echará una mano. Todas mis líneas de razonamiento me conducen invariablemente a una pregunta fundamental: ¿por qué iba a desarrollar su musculatura un hombre atlético con un instrumento tan antinatural como una sola pesa? Holmes volvió de su solitaria excursión a altas horas de la noche. Dormíamos en una sola habitación con dos camas, que era lo mejor que nos podía ofrecer aquella pequeña posada rural. Yo estaba ya dormido, cuando medio me desveló con su llegada. —Y bien, Holmes —musité—, ¿ha encontrado usted algo? Se sentó a mi lado en silencio, con la candela en la mano. Luego inclinó hacia mí su alta y flaca figura. —Oiga, Watson —susurró—, ¿tendría usted miedo de compartir habitación con un lunático, con un hombre que tenga chavetas sueltas, con un idiota fuera de sí? —De ningún modo —respondí, desconcertado. —Ah, menos mal —dijo, y aquella noche no se pronunció ni media palabra más. - 7 - LA SOLUCIÓN A la mañana siguiente, después de desayunar, encontramos al inspector MacDonald y al señor White Mason enfrascados en intensa consulta en el pequeño despacho del sargento de policía local. Tenían encima de la mesa montones de cartas y telegramas, que seleccionaban y anotaban cuidadosamente. Habían colocado tres a un lado. —¿Todavía siguiendo la pista del escurridizo ciclista? —preguntó Holmes afablemente—. ¿Cuáles son las últimas noticias que se tienen del rufián? MacDonald señaló malhumorado el montón de correspondencia. —Le han detectado en Leicester, Nottingham, Southampton, Derby, East Ham, Richmond, y catorce lugares más. En tres de ellos —East Ham, Leicester y Liverpool— hay acusaciones claras contra él y ha sido detenido. Todo el país parece lleno de fugitivos con abrigos amarillos. —¡Vaya por Dios! —dijo Holmes comprensivo—. Pues bien, señor Mac, y usted, señor White Mason, yo quiero hacerles una pequeña advertencia y les rogaría encarecidamente que me hagan caso. Sin duda recordarán que cuando me metí en este caso con ustedes, acordamos que no les iba a presentar teorías a medio demostrar, sino que trabajaría según mis propias ideas hasta que comprobase que eran correctas. Por este motivo, en este momento, no les digo lo que me ronda la cabeza. Pero también dije que iba a jugar limpio con ustedes, y no creo que fuese limpio permitir ni por un instante que ustedes malgasten innecesariamente sus energías en trabajo inútil. Por eso he venido aquí a avisarles. El aviso se puede resumir en tres palabras: abandonen el caso. MacDonald y White Mason miraron desconcertados a su famoso colega. —¿Lo considera usted sin esperanzas? —exclamó el inspector. —Considero que no tiene esperanzas su caso. No considero que sea imposible llegar a la verdad. —Pero ese ciclista no es ninguna invención. Tenemos su descripción, el maletín, la bicicleta. El sujeto tiene que estar en algún lado. ¿Por qué no podemos dar con él? —Sí, sí; claro que está en alguna parte, y que vamos a dar con él, pero no quiero que malgasten sus energías buscándole en East Ham o en Liverpool. Estoy convencido de que podemos encontrar un atajo que nos lleve más directamente al resultado. —Usted se guarda algún dato. Esto no es muy limpio, señor Holmes. —El inspector estaba irritado. — Señor Mac, usted conoce mis métodos de trabajo. Pero voy a guardarme ese dato el menor tiempo posible. Sólo quiero verificar los detalles en un sentido, cosa que puede hacerse rápidamente, y entonces les saludaré a ustedes y me volveré a Londres, dejando mis resultados totalmente a su disposición. Les debo a ustedes demasiado como para actuar de otro modo, pues en toda mi experiencia no puedo recordar ningún estudio más singular e interesante. —Me desborda usted claramente, señor Holmes. Le vimos a usted anoche, a la vuelta de Tunbridge Wells, y parecía estar de acuerdo en general con nuestros resultados. ¿Qué ha sucedido desde entonces para que se haya formado una idea enteramente nueva sobre el caso? —Pues ya que me lo pregunta, le diré que anoche pasé algunas horas en la Torre, tal como les dije que haría. —Bien, ¿y qué ocurrió? —¡Ah! Por el momento, sólo le puedo dar una respuesta muy general. Por cierto, he estado leyendo un estudio sobre el vetusto edificio, muy breve, pero claro y sumamente interesante. Lo venden por la modesta suma de un penique en el estanco local. —A esto, Holmes se sacó del bolsillo del chaleco un pequeño folleto, adornado con un tosco grabado de la antigua Torre—. Mi querido señor Mac, familiarizarse conscientemente con la atmósfera histórica del entorno contribuye tremendamente a dar aliciente a una investigación. No ponga usted esa cara de impaciencia, porque le aseguro que incluso una relación tan somera como ésta le da a uno cierta idea del pasado. Permítame que le dé un ejemplo: «Erigida en el año V del reinado de Jaime I, y enclavada sobre los restos de una edificación muy anterior, la Torre del Mayorazgo de Birlstone ofrece uno de los más exquisitos ejemplos que nos quedan de residencia jacobina fosada...» —Se está usted burlando de nosotros, señor Holmes. —¡Ea, ea, señor Mac! Es la primera vez que le veo una salida temperamental. Bien, ya que se lo toma con tanta animosidad no voy a leérselo. Pero le diré que aquí se relata que en 1644 tomó el lugar un coronel del Parlamento, que Carlos estuvo escondido ahí durante varios días durante la guerra civil, y finalmente el segundo Jorge lo visitó. Admitirá que esa antigua Torre tiene unas evocaciones históricas significativas. —No lo dudo, señor Holmes, pero eso no nos importa. —¿No? ¿Usted cree? Mi querido Mac, la amplitud de visión es una de las cosas esenciales en nuestra profesión. Con frecuencia es de sumo interés relacionar ideas y buscar las ramificaciones de nuestros conocimientos. Me perdonará que le haga estas observaciones, pero, aunque mero aficionado a la ciencia del crimen, soy algo mayor e incluso es posible que tenga algo más de experiencia que usted. —Soy el primero en admitirlo —dijo el investigador, con franqueza—. Admito que usted llega a donde quiere ir, pero tiene una forma tan condenadamente rebuscada de hacerlo… —Bien, bien, dejaré la historia pasada para atenerme a los hechos actuales. Como les dije, anoche fui a la Torre. No vi ni a señor Barker ni a la señora Douglas. No tenía necesidad de molestarles, pero me complació saber que la señora no parecía muy destrozada y había compartido una excelente cena. Yo quería visitar sobre todo al bueno de señor Ames, con el que departimos amigablemente, hasta el punto de que me permitió permanecer solo durante un tiempo en el estudio, sin informar a nadie. —¡Cómo! ¿Con aquello? —salté. —No, no; ya está todo en orden. Me han informado de que usted dio permiso para que se hiciese así, señor Mac. La habitación se encontraba en el estado normal, y pasé allí un instructivo cuarto de hora. —¿Qué hacía usted allí? —Bien, no hay que hacer un misterio de algo tan sencillo. Estaba buscando la pesa que faltaba. Siempre le di mucha importancia en mi apreciación del caso. Acabé por dar con ella. —¿Dónde? —¡Ah! Ahí llegamos al borde de lo inexplorado. Permítame avanzar algo más, muy poco más, y le prometo que compartirá usted todo lo que sé. —Bien, no tenemos más remedio que aceptar sus condiciones —dijo el inspector—; pero cuando se le ocurre decirnos que abandonemos el caso... ¿Por qué demonios íbamos a abandonar el caso? —Por la simple razón, mi querido señor Mac, de que todavía no tienen idea de qué están investigando. —Estamos investigando el asesinato del señor John Douglas, de la Torre de Birlstone. —Sí, sí; en eso están: pero no se molesten en seguir la pista del misterioso caballero de la bicicleta. Les aseguro que por ahí no van a sacar nada. —Entonces, ¿qué propone que hagamos? —Si me hacen caso, les voy a decir exactamente qué han de hacer. —Bien, tengo que reconocer que siempre he visto que tras sus extrañas formas de proceder, al final tenía razón. Haré lo que aconseje. —¿Y usted, señor White Mason? El investigador rural, abrumado, les miraba alternativamente a uno y otro. El señor Holmes y sus métodos le resultaban nuevos. —Pues lo que está bien para el inspector está bien para mí —dijo al cabo. —¡Fundamental! —dijo Holmes—. Bien, entonces les recomiendo a los dos que se dan un agradable y confortante paseo por el campo. Me han dicho que desde Birlstone Ridge se ve un panorama excelente del Weld. Sin duda podrían almorzar en alguna fonda recomendable, aunque mi desconocimiento del país no me permite indicarles ninguna. A la tarde, cansados pero felices… —¡Hombre! ¡Una cosa son las bromas, y otra pasarse! —exclamó MacDonald levantándose irritado. —Pues bien, pasen ustedes el día como quieran —dijo Holmes dándole una palmadita cariñosa en el hombro—. Hagan lo que quieran y vayan a donde quieran, pero reúnanse ustedes conmigo aquí sin falta antes de anochecer... Sin falta, señor Mac. —Esto parece más razonable. —Todo lo que he dicho eran consejos excelentes, pero no voy a insistir con tal de que ustedes estén aquí a la hora en que voy a necesitarles. Pero ahora, antes de despedirnos, querría que le escribiesen una nota al señor Barker. —¿Cómo? —Si le parece, voy a dictársela. ¿Está a punto? «Querido señor: »He llegado a la convicción de que tenemos el deber de vaciar el foso, con la esperanza de poder encontrar...» —Es imposible —dijo el inspector—; ya he investigado. —¡Ea, ea, mi querido señor! Por favor, haga lo que le pido. —Bien, siga. «...con la esperanza de poder encontrar algo que sea útil a nuestra investigación. He dispuesto lo necesario, y los obreros iniciarán la labor mañana por la mañana a primera hora, desviando la corriente...» —¡Imposible! «...desviando la corriente, por lo cual me pareció mejor informarle a usted previamente.» —Ahora, fírmelo, y mándelo a mano a eso de las cuatro. A esa misma hora nos volveremos a reunir en esta habitación. Hasta entonces, pueden hacer ustedes lo que quieran, pues les aseguro que esta investigación está claramente en un compás de espera. Nos encontramos de nuevo a la caída de la tarde. Holmes tenía aspecto muy serio, yo estaba curioso, y los inspectores obviamente críticos e irritados. —Muy bien, caballeros —dijo gravemente mi amigo—. Ahora les ruego que comprueben todo rigurosamente conmigo, y ustedes mismos juzgarán si las observaciones que he realizado justifican las conclusiones a que llego. Hace una tarde fría, y no sé cuánto puede durar nuestra expedición, por tanto les pediría que lleven las prendas de más abrigo. Es de la mayor importancia que hayamos llegado al lugar antes de que anochezca, por lo tanto, con su permiso, partiríamos inmediatamente. Bordeamos los límites del parque de la Torre hasta que llegamos a un punto en que había una brecha en la valla. Nos deslizamos por allí y luego, en una creciente oscuridad, seguimos a Holmes hasta llegar a unos matorrales que se encuentran casi enfrente de la puerta principal y el puente levadizo. Éste no había sido levantado. Holmes se agachó tras la pantalla de laurel, y los otros tres seguimos su ejemplo. —Bien, ¿qué tenemos que hacer ahora? —preguntó MacDonald con cierta acritud. —Armarse de paciencia y hacer el menor ruido posible —respondió Holmes. —¿Pero a qué hemos venido? Creo que podría ser usted más franco con nosotros. Holmes se rió. —Watson está empeñado en que yo soy un dramaturgo en la vida real —dijo—. Debo llevar dentro alguna vena de artista que anda siempre exigiendo una buena escenificación. Señor Mac, está claro que nuestra profesión sería agobiante y sórdida si a veces no montásemos un escenario para dar realce a nuestros resultados. La acusación descarnada, la brutal palmada en el hombro... ¿qué se puede hacer con desenlaces de ese tipo? En cambio, la deducción ágil, la trampa sutil, la previsión perspicaz de lo que va a suceder, la reivindicación triunfante de teorías atrevidas... ¿no es todo eso el orgullo y la justificación del trabajo de toda una vida? En este momento vibra usted con el hechizo de la situación, como un cazador a la espera. ¿Cómo iba a sentir esa emoción si yo hubiese sido tan claro como un calendario? Sólo le pido un poco de paciencia, señor Mac, y lo verá usted todo muy claro. —Bien, espero que consigamos el orgullo, la justificación y todo lo demás antes de que nos muramos todos de frío —dijo el inspector londinense, con cómica resignación. Todos teníamos motivos sobrados para compartir esa esperanza, pues la vigilia fue larga y desapacible. Lentamente se fueron oscureciendo las sombras sobre la fachada alargada y sombría de la antigua casa. Del foso se elevaba una niebla fría y húmeda que nos helaba hasta los huesos y nos hacía castañetear de dientes. Encima de la puerta había una sola lámpara, y en el estudio fatal un globo luminoso. Todo lo demás estaba oscuro y en calma. —¿Cuánto va a durar esto? —preguntó de repente el inspector—. ¿Y qué estamos vigilando? —Sé tan poco como usted lo que va a durar esto —respondió Holmes con cierta aspereza—. Si los criminales anunciasen siempre la hora en que van a actuar, como los ferrocarriles, sin duda nos iría mucho mejor a todos. En cuanto al motivo de nuestra vigilancia... Bien, ése es el motivo. Conforme hablaba, la brillante luz amarilla del estudio quedó tapada por alguien que pasaba delante de ella para un lado y para el otro. Los laureles tras los que nos encontrábamos se hallaban justo enfrente de la ventana y a no más de treinta metros de ella. Ésta se abrió completamente, con un chirrido de las bisagras, y pudimos entrever la silueta oscura de la cabeza y hombros de un hombre asomado a la oscuridad. Estuvo unos minutos mirando furtivamente, como quien quiere asegurarse de que no le observa nadie. Luego se inclinó hacia adelante y en aquel profundo silencio tuvimos conciencia del suave chapoteo de agua agitada. Parecía como si estuviese removiendo el agua con algo que tuviese en la mano. Luego, de repente, sacó algo como el pescador que tira del sedal... un objeto grande, redondeado, que tapó la luz al pasar por el vano abierto de la ventana. —¡Ahora! —exclamó Holmes—. ¡Ahora! Nos pusimos todos en pie, y le seguimos tambaleándonos por el entumecimiento de las piernas mientras él, con una de aquellas erupciones de energía nerviosa que en ocasiones eran capaces de convertirle en el hombre más activo y fuerte que haya conocido nunca, corría desalado por el puente y tocaba enérgicamente la campanilla. Del otro lado se oyó el chirrido de cerrojos, y apareció en la entrada el desconcertado Ames. Holmes le apartó a un lado sin decir palabra y, seguido por todos nosotros, se precipitó en la habitación que había ocupado el hombre al que vigilábamos. El resplandor que habíamos visto desde fuera correspondía a la lámpara de aceite de encima de la mesa. Ahora la tenía en la mano Cecil Parker, y cuando entramos la levantó en dirección a nosotros. La luz daba relieve al rostro recio, decidido, afeitado de aquel hombre, y a sus ojos amenazadores. —¿Qué diablos significa todo esto? —exclamó—. ¿Qué buscan ustedes? Holmes examinó rápidamente la habitación y se agachó para coger un hato sucio atado con una cuerda, que se hallaba oculto bajo el escritorio. —Eso es lo que buscamos, señor Barker. Este hatillo, lastrado con una pesa, que acaba usted de sacar del fondo del foso. Barker miraba a Holmes con el mayor asombro. —¿Cómo truenos llegó usted a tener idea de esto? —preguntó. —Por la sencilla razón de que yo lo puse ahí. —¡Que usted lo puso ahí! ¡Usted! —Tal vez hubiera debido decir que yo lo volví a poner ahí —dijo Holmes—. Inspector MacDonald, usted recordará que a mí me llamó la atención la falta de una pesa. Se lo hice observar, pero con la presión de otros acontecimientos no tuvo usted mucho tiempo para analizar esto con detención y poder sacar conclusiones. Cuando hay agua cerca y falta un peso no es muy aventurado pensar que haya algo hundido en el agua. Por lo menos, valía la pena comprobarlo, y por tanto, con ayuda de Ames, que me dio entrada a la habitación, y con el gancho del paraguas del doctor Watson, anoche pude pescar e inspeccionar ese hato. Sin embargo, era de la mayor importancia poder demostrar quién lo había puesto ahí. Esto se ha conseguido con el sencillo truco de anunciar que mañana se secaría el foso, lo cual tenía que provocar que el que hubiese ocultado el hatillo tuviese que retirarlo en el momento en que la oscuridad se lo permitiese. Tenemos nada menos que cuatro testigos de quien aprovechó la ocasión para cogerlo, de modo, señor Barker, que creo que ahora le toca a usted explicarse. Sherlock Holmes puso el hato chorreante encima de la mesa, junto a la lámpara, y desató la cuerda. Extrajo una pesa, que puso en un rincón junto a la pareja. Luego sacó un par de botas. —Americanas, como pueden ver ustedes —observó, señalando las puntas. Luego dejó en la mesa un cuchillo largo, temible, enfundado. Finalmente desplegó un lío de ropa, que incluía una muda interior completa, calcetines, un traje gris de tweed y un abrigo amarillo corto—. La ropa es común —observó Holmes—, con excepción del abrigo, lleno de connotaciones sugerentes. —Lo sostuvo con cuidado delante de la luz, mientras sus dedos largos y finos lo revolvían—. Aquí, como pueden ver, está el bolsillo interior, prolongado de tal forma que da amplio espacio para alojar la escopeta de cañones recortados. En el cuello lleva la etiqueta del sastre: Neale, Sastre, Vermissa, U.S.A. He pasado una tarde instructiva en la biblioteca del párroco, y he aprendido cosas como el hecho de que Vermissa es una floreciente población situada en la cabeza de una de las cuencas de carbón y hierro más conocidas de los Estados Unidos. Señor Barker, creo recordar que usted asoció los distritos del carbón con la primera esposa de señor Douglas, y sin duda no sería demasiado deducir que V.V., la inscripción de la tarjeta, puede significar Valle de Vermissa, ni que ese mismo valle, que envía emisarios asesinos, pueda ser el Valle del Terror de que oímos hablar. Todo esto parece bastante claro. Pero la verdad, señor Barker, tengo la impresión de que estoy impidiendo que usted nos de una explicación. Era digno de verse el expresivo rostro de Cecil Barker durante aquella exposición del gran detective. Rabia, asombro, consternación e indecisión se iban alternando. A fin se refugió en una ironía un tanto acre. —Ya que usted sabe tantas cosas, señor Holmes, tal vez fuese mejor que nos contase algunas más —espetó. —No le quepa duda de que podría contar muchísimas, señor Barker, pero usted puede hacerlo con más gracia. —¿Ah, sí? ¿Usted cree? Bien, todo lo que yo puedo decir es que si aquí hay algún secreto, no me pertenece, y yo no voy a traicionar a nadie. —Señor Barker, si toma usted esta actitud —dijo tranquilamente el inspector—, tendremos que tenerle a la vista hasta que consigamos un mandato para detenerle. —Haga usted como le dé la condenada gana —dijo Batker, desafiante. Las diligencias parecían haber terminado en cuanto a él se refería, pues bastaba con mirar aquel rostro de granito para saber que no había suplicio capaz de hacerle declarar contra su voluntad. Pero salimos del punto muerto gracias a una voz de mujer. La señora Douglas había estado escuchando por la puerta entreabierta, y en ese momento entró en la habitación. —Bastante ha hecho ya por nosotros, Cecil —dijo—. Ocurra lo que ocurra en el futuro, usted ha hecho ya todo lo que podía. —Todo lo que podía y más —subrayó Sherlock Holmes, gravemente—. Señora, siento la mayor simpatía por usted, y le ruego encarecidamente que tenga alguna confianza en el sentido común de nuestra profesión y se confíe plenamente a la policía por propia voluntad. Es posible que yo sea culpable por no haber hecho caso de la insinuación que me hizo llegar usted a través de mi amigo el doctor Watson, pero en aquel momento todo me inducía a creer que usted estaba directamente implicada en el crimen. Ahora estoy convencido de que no es así. Al mismo tiempo, quedan muchas cosas por explicar, y le recomendaría con toda mi alma que le pida usted al señor Douglas que nos cuente su propia historia. Al oír las palabras de Holmes, la señora Douglas dio un grito de asombro. Los inspectores y yo podríamos haberlo coreado, pero en ese momento tuvimos conciencia de que había un hombre que parecía salido de alguna pared, y que se dirigía hacia nosotros desde la oscura esquina por la que había aparecido. La señora Douglas se volvió y al instante le rodeó con sus brazos. —Es mejor así, Jack —repetía la esposa—. Estoy segura de que es mejor. —Sin ninguna duda, señor Douglas —dijo Sherlock Holmes—. Estoy convencido de que no se arrepentirá. Él hombre nos miraba parpadeando, como quien sale de la oscuridad. Tenía un rostro de gran personalidad, con francos ojos grises, bigote grisáceo fuerte, muy recortado, mentón cuadrado y saliente, y boca jovial. Nos contempló pausadamente a todos y luego, con gran sorpresa mía, se me acercó y me dio un legajo de papeles. —He oído hablar de usted —dijo con una voz ni totalmente inglesa ni totalmente americana, pero en conjunto suave y agradable—. Usted es el historiador de este enredo. Pues bien, doctor Watson, apostaría hasta el último dólar a que nunca ha pasado por sus manos una historia como ésta. Cuéntela a su manera, pero aquí tiene los hechos, y una vez en su poder no sabrá estar mucho tiempo sin darlos a conocer al público. He pasado dos días encerrado, y he aprovechado las horas de luz —la luz que puede haber en aquella ratonera— para poner esos hechos por escrito. Están a su disposición, y a disposición de su público. Aquí tiene la historia del Valle del Terror. —Eso es cosa del pasado, señor Douglas —dijo Sherlock Holmes, pausadamente—. Lo que ahora deseamos es que nos cuente la historia del presente. —Y lo voy a hacer, caballero —dijo Douglas—. ¿Puedo fumar mientras hablo? Gracias, señor Holmes; usted también es un fumador, si no recuerdo mal, y podrá hacerse una idea de lo que es pasar dos días con tabaco en el bolsillo pero con miedo de que el humo le delate a uno. —Se apoyó en el tablero de la chimenea y aspiró el cigarro que Holmes le había dado—. Había oído hablar de usted, señor Holmes; nunca me imaginé que nos encontraríamos. Pero cuando empiece a leer esto —señaló mis papeles— se dará cuenta de que ha dado con un filón nuevo. El inspector MacDonald había estado mirando al recién llegado con el mayor asombro. —¡Vaya! ¡Pues sí que está esto bien! —exclamó al fin—. Si usted es el señor John Douglas, de la Torre de Birlstone, entonces ¿qué muerte hemos estado investigando estos dos días, y de dónde diablos sale usted ahora? Me pareció como si saliese del suelo, al estilo de los pajaritos del reloj. —¡Ah, señor Mac! —dijo Holmes, blandiendo el índice como para regañarle—, usted no quiso leer el excelente resumen local que describía cómo se ocultó el Rey Carlos. En aquella época la gente no se escondía más que en escondrijos realmente de fiar, y el escondrijo que sirvió una vez puede ser utilizado de nuevo. Yo había llegado a la convicción de que encontraríamos a señor Douglas bajo este techo. —¿Y cuánto tiempo ha estado usted jugándonos esta broma, señor Holmes? —dijo el inspector airado. ¿Cuánto tiempo ha dejado que nos dedicásemos intensamente a una investigación que sabía que era absurda? —Ni un solo instante, mi querido señor Mac. Sólo anoche llegué a formarme una idea del caso. Y como no se podía demostrar hasta esta tarde, les invité a usted y a su colega a que se tomasen un día de descanso. Dígame qué más podía hacer. Cuando encontré esas ropas en el foso me resultó evidente en seguida que el cadáver que habíamos encontrado no podía ser en absoluto el del señor John Douglas, sino que tenía que ser el del ciclista de Tunbridge Wells. No cabía otra conclusión. Por tanto, tuve que pensar dónde estaría el propio señor Douglas, y llegué a concluir que lo más probable era que con la connivencia de su esposa y su amigo se hubiese ocultado en una casa que ofrecía recursos para ello, aguardando a tiempos más tranquilos para escapar. —Pues imaginó bastante bien —dijo el señor Douglas asintiendo—. Pensé en burlar la ley inglesa, porque no estaba seguro de cuál era mi situación respecto de ella, y también porque vi una ocasión de borrarles para siempre mis huellas a esos perros ventores. Con todos mis respetos, en todo este caso, desde el principio hasta el fin no hay nada de que me avergüence, volvería a hacer lo mismo. Pero ustedes mismos podrán juzgar mejor cuando les cuente la historia. No se moleste en advertirme, inspector; estoy dispuesto a atenerme puntualmente a la verdad. »No voy a empezar por el principio. Está todo ahí —señaló el legajo de papeles—. Y sin duda les resultará sorprendente. En definitiva: hay cierta gente que tienen muchos motivos para odiarme y que darían hasta el último dólar para saber que me han dado caza. Mientras ellos y yo estemos vivos, no hay en el mundo lugar seguro para mí. Me persiguieron de Chicago a California; luego me echaron de América; pero cuando me casé y me instalé en este lugar tranquilo pensé que mis últimos años serían tranquilos. Nunca le expliqué a mi esposa la situación. ¿Para qué iba a meterla en eso? No tendría ya un momento de sosiego, sino que siempre imaginaría peligros. Creo que ella sabía algo, porque yo debí dejar caer una palabra acá y otra allá... pero hasta ayer, después de que ustedes, caballeros, se entrevistasen con ella, ella no sabía de qué iba eso. Les contó todo lo que sabía, y lo mismo hizo Barker, pues la noche en que ocurrió todo eso hubo muy poco tiempo para explicaciones. Ahora ella está al corriente de todo, y ya habría sido más prudente si se lo hubiese contado antes. Pero era una cosa muy dura, querida —le asió un instante la mano— y pensé que sería mejor así. »Bien, caballeros, el día anterior a los hechos estuve en Tunbridge Wells y pude entrever en la calle a un hombre. Fue sólo un instante, pero tengo buen ojo para esas cosas, y le identifiqué sin ninguna duda. Era el peor enemigo que tenía yo entre esa gente... uno que me ha estado persiguiendo durante todos estos años como persigue al caribú un lobo hambriento. Sabía que habría problemas y vine a casa a prepararme. Me dispuse a librar la batalla yo solo. Hubo un tiempo en que todos los Estados Unidos se asombraron de mi buena estrella. Nunca dudé de que seguía teniéndola. »Estuve todo el día siguiente en guardia, y no salí al parque. Menos mal, pues de lo contrario me habría disparado con esa escopeta de postas antes de que pudiese ni siquiera detectarle. Una vez levado el puente —yo siempre estaba más tranquilo en la noche, cuando se levantaba el puente— me quité eso de la cabeza. Nunca se me ocurrió que pudiese entrar en la casa a apostarse. Pero al hacer la ronda, en bata, como solía, tan pronto como entré en el estudio me olí el peligro. Supongo que cuando un hombre ha pasado por muchos peligros en su vida —y en tiempos atravesé más trances difíciles que nadie— se desarrolla como un sexto sentido que ante el peligro levanta una bandera roja. Sentí claramente la alarma, aunque no podría decir cómo ni por qué. Al instante percibí una bota bajo la cortina de la ventana, y entonces lo vi todo claro. »Sólo tenía la candela que llevaba en la mano, pero por la puerta abierta entraba bastante luz de la lámpara del vestíbulo. Dejé la candela en la mesa y me lancé de un salto a por el martillo que había dejado sobre la repisa de la chimenea. En el mismo momento se abalanzó hacia mí. Vi el brillo de un cuchillo y me lancé hacia él con el martillo. Le di en algún lado, porque el cuchillo cayó al suelo. Él rodeó la mesa rápido como una anguila, y al instante se sacó la escopeta de debajo del abrigo. Oí que la martillaba, pero la así antes de que pudiese disparar. Yo la tenía cogida por el cañón, y los dos tratamos de torcerla durante un minuto o más. El que la soltase era hombre muerto. Él no la soltó, pero mantuvo la culata hacia abajo un momento demasiado largo. Tal vez apreté el gatillo yo. O simplemente lo disparamos entre los dos. En cualquier caso, recibió los dos cartuchos en pleno rostro, y yo me encontré allí, contemplando lo que quedaba de Ted Baldwin. Le había reconocido en el pueblo, y también cuando saltó sobre mí, pero tal como estaba no le hubiera reconocido nadie. Estoy hecho a todo, pero tuve que apartar la mirada. »Estaba apoyado en la mesa cuando llegó corriendo Barker. Oí que venía mi esposa, y corrí a la puerta a detenerla. No era espectáculo para una mujer. Le prometí que en seguida iba a donde ella. Le dije un par de palabras a Barker —que se hizo cargo de la situación con una mirada— y aguardamos a que viniesen los demás. Pero no aparecía nadie. Entonces comprendimos que no podían oír el disparo, y que los únicos que sabíamos lo ocurrido éramos nosotros. »Fue en ese instante cuando se me ocurrió la idea. Era tan brillante que me deslumbre. Al hombre se le había subido la manga, y en su antebrazo se veía la señal de la Logia. Vean». El hombre al que conocíamos como Douglas se remangó levita y camisa para enseñarnos el antebrazo: llevaba un triángulo marrón dentro de un círculo, exactamente igual que el que habíamos visto en el difunto. —Al ver esto fue cuando se me ocurrió. En seguida me pareció todo claro. Tenía mi estatura y un pelo y complexión parecidos. Nadie podía aventurar qué cara tenía, ¡pobre diablo! Le quitamos toda esa ropa y en un cuarto de hora Barker y yo le habíamos puesto la bata y lo dejamos como ustedes lo encontraron. Formamos un hatillo con todo esto y lo lastré con el único peso que pude encontrar. Lo tiramos por la ventana. La tarjeta que pretendía dejar sobre mi cadáver la dejamos junto al suyo. Le puse mis anillos pero al llegar al de boda —nos mostró su mano musculosa— como pueden ver ustedes, choqué con un obstáculo. No lo he tocado desde el día que me casé, y hubiera necesitado una sierra para quitármelo. De todos modos, tampoco sé si hubiera querido desprenderme de él, pero aun queriendo no podía. Por tanto, tuvimos que dejar que este detalle se las compusiese como pudiese. Por lo demás, bajé un trozo de esparadrapo y se lo puse en el mismo lugar en que pueden ver que llevo yo uno. Aquí resbaló usted, señor Holmes, con toda su inteligencia, porque si por casualidad llega a levantar ese parche se habría encontrado con que no había herida debajo. »Bien, ésta era la situación. Si podía agazaparme un tiempo y luego irme lejos, a donde pudiese seguirme mi esposa, tendríamos la posibilidad de vivir al fin en paz el resto de nuestras vidas. Esos demonios no me dejarían en paz en tanto yo anduviese bajo el sol, pero si veían en la prensa que Baldwin había abatido a su presa, todos mis problemas se habrían terminado. No tuve mucho tiempo para explicárselo a Barker y a mi esposa, pero comprendieron lo suficiente como para poder ayudarme. Yo conocía todos los rincones de esta casa-escondite, y también Ames, pero a él ni se le ocurrió relacionarlo con el asunto. Me metí en el escondrijo, y dejé que Barker se ocupase de lo restante. »Creo que ustedes mismos pueden darse cuenta de lo que hizo. Abrió la ventana y puso en la mesilla la huella para dar a entender cómo se había escapado el asesino. Era difícil de creer, pero no había otra salida, porque el puente estaba levantado. Luego, cuando todo estuvo preparado, tocó la campanilla con todas sus fuerzas. Lo que ocurrió luego lo saben ustedes, y por tanto caballeros, pueden hacer lo que les plazca, pero yo les he contado la verdad, y la verdad entera, y ahora, ¡que Dios me ayude! Lo que quería preguntarles era cuál es mi situación ante la ley inglesa.» Hubo un silencio, interrumpido por Sherlock Holmes. —En lo fundamental, la ley inglesa es una ley justa. No le va a dar ningún castigo inmerecido. Pero yo quería preguntarle cómo sabía ese hombre que usted vivía aquí, o la forma de entrar en su casa y esconderse para poderle atacar. —No tengo ni la menor idea de todo esto. La cara de Holmes estaba muy pálida y grave —Me temo que esta historia no ha terminado todavía —dijo—. Puede usted topar con peligros mayores que la ley inglesa, y más terribles incluso que sus enemigos de América. Presiento que va usted a tener problemas, señor Douglas. Hágame caso, y manténgase en guardia. Y ahora, mis sufridos lectores, les voy a pedir que se vengan conmigo un tanto lejos, lejos de la Torre del Mayorazgo de Birlstone, en Sussex, y lejos también del año de gracia en que hicimos el accidentado viaje que terminó con la extraña historia del hombre al que conocíamos como John Douglas. Les propongo viajar veinte años atrás en el tiempo y bastantes miles de kilómetros en el espacio, para poderles presentar una narración singular y terrible, tan singular y terrible que es posible les resulte difícil creer que todo ocurrió tal como lo cuento. No crean que estoy metiéndome en otra historia antes de haber puesto fin a la primera. Conforme lean se darán cuenta de que no es así. Y cuando les haya puesto en antecedentes de esos distantes acontecimientos y hayan resuelto ustedes ese misterio del pasado, volveremos a encontrarnos en esas salas de Baker Street donde tendrá fin éste como tantos otros acontecimientos maravillosos. SEGUNDA PARTE LOS SCOWRERS *** Nota del traductor: en esta parte aparece cierta cantidad de jerga americana de principios de siglo. Comprenda el lector las licencias de traducción necesarias. - 8 - EL HOMBRE Era el cuatro de febrero de 1875. Había hecho un invierno duro, y la nieve era aún espesa en el fondo de las gargantas de la Sierra de Gilmerton. Pero el quitanieves de vapor había mantenido abierta la vía férrea, y el tren de la tarde que enlaza la larga hilera de minas de carbón y ferrerías estaba subiendo lentamente a gruñidos las pronunciadas pendientes que conducen de Stagville, en el llano, a Vermissa, el poblado central situado en la cabeza del Valle de Vermissa. A partir de ahí, los raíles se hundían de nuevo en dirección a Bartonʼs Crossing, Helmdale y el condado puramente agrícola de Merton. Era una vía sencilla, pero tenía muchos apartaderos, y en cada uno de ellos aguardaban largas filas de plataformas repletas de carbón y mineral de hierro, señal de la oculta riqueza que había llevado una población ruda y una vida exuberante al rincón más desolado de los Estados Unidos de América. Porque era realmente desolado. El primer pionero que lo atravesó nunca hubiera podido imaginar que las mejores praderas y los pastos más abundantes carecían de valor en comparación con aquella tierra sombría de negros peñascos y bosques intransitables. Por encima de las laderas boscosas, a ambos lados del valle, se elevaban las cimas desnudas de los montes, blanca nieve y rocas desabridas. En el centro, serpenteaba un valle alargado y tortuoso. Por él trepaba lentamente aquel trenecillo. Acababan de encender las lámparas de aceite en el primer vagón de viajeros, un carruaje largo y desnudo en que iban sentadas veinte o treinta personas. La mayor parte de ellos eran obreros que volvían de trabajar en el segmento inferior del valle. Doce por lo menos tenían que ser mineros por los rostros tiznados y las linternas de seguridad que llevaban. Estaban sentados formando un grupo y hablaban en voz baja, echando de cuando en cuando miradas a los dos hombres del extremo opuesto del vagón, a los que uniforme y chapas delataban como policías. El resto del pasaje lo formaban algunas mujeres de la clase trabajadora y un par de pasajeros que podían perfectamente ser tenderos locales, a los que había que añadir un joven solitario sentado en un rincón. Este hombre es el que nos interesa. Obsérvenle bien, pues merece la pena. Es un joven de tez fresca y estatura media, que a juzgar por el aspecto ronda los treinta años. Tiene grandes ojos grises, maliciosos y alegres, que parpadean inquisitivos de cuando en cuando al mirar por las gafas a la gente que le rodea. Se echa de ver que es persona de talante sociable y posiblemente sencillo, deseoso de ser amigo de todo quisqui. Se le podría tomar de entrada por hombre de hábitos gregarios y natural comunicativo, de ingenio pronto y sonrisa a flor de labios. Sin embargo, quien le estudiase más de cerca podría distinguir cierta firmeza en la mandíbula y una tensión en los labios que advertían que tras esa primera impresión había profundidades desconocidas, y que muy posiblemente aquel agradable joven irlandés de pelo castaño dejase su impronta, para bien o para mal, en cualquier sociedad a la que se incorporase. Tras hacer un par de observaciones al minero más próximo en plan de tanteo y recibir sólo respuestas breves y hoscas, el viajero se resignó a un silencio no natural en él, dedicándose a observar malhumorado el paisaje fugitivo. No era una perspectiva halagadora. En medio de una oscuridad creciente destacaban intermitentemente los resplandores rojizos de los hornos de las laderas. A ambos lados se sucedían enormes montones de escombro y depósitos de ceniza, sobre los que se elevaban los respiraderos de las minas. De cuando en cuando aparecían desordenados grupos de casitas de madera, cuyas ventanas empezaban a iluminarse, y sus habitantes se aglomeraban en los frecuentes apeaderos del trayecto. Los valles de hierro y carbón del distrito de Vermissa no eran parajes para gente acomodada ni culta. Todo estaba lleno de señales inequívocas de una durísima batalla por la vida, del duro trabajo que había que hacer y de los rudos y recios obreros que lo hacían. El joven viajero contemplaba aquel país deprimente con expresión que combinaba la repulsión y el interés, evidenciando que el espectáculo le resultaba nuevo. De vez en vez se sacaba del bolsillo una gruesa carta de presentación y garrapateaba en los márgenes algunas notas. En un momento dado se sacó de la espalda del chaleco algo que difícilmente hubiera uno esperado ver en manos de un hombre de maneras tan suaves. Era un revólver gris-morado de los grandes. Al girarlo oblicuamente a la luz, los destellos del borde de las cápsulas de cobre de dentro del tambor dejaron ver que estaba completamente cargado. Lo volvió a meter rápidamente en el bolsillo secreto, pero ya había sido observado por un trabajador sentado en el banco vecino. —¡Hala, compañero! —dijo—. Parece que andamos alerta y preparados. El joven le sonrió con aspecto embarazado. —Sí —dijo—; en el lugar de donde vengo a veces lo necesitamos. —¿Qué lugar puede ser ese? —Ahora vengo de Chicago. —¿Forastero aquí? —Sí. —Pues igual lo necesitas aquí también —dijo el trabajador. —¡Ah! ¿Sí? —El joven pareció interesarse. —¿No has oído hablar de cómo están las cosas por aquí? —Nada de particular. —Vaya, pues yo creía que todo el país andaba lleno de estas historias. Pronto te enterarás. ¿A qué has venido? —Oí decir que aquí siempre hay trabajo para el que quiera hacerlo. —¿Eres de la Unión del Trabajo? —Claro. —Entonces supongo que tendrás trabajo. ¿Tienes amigos? —Todavía no, pero tengo forma de conseguirlos. —¿Cómo así? —Soy de la Orden Antigua de los Hombres Libres. No hay villa que no tenga una logia, y si hay una logia tendré amigos. Esta observación produjo un efecto notable en el compañero. Miró en torno con recelo. Los mineros seguían hablando en voz baja. Los policías dormitaban. El hombre cruzó el pasillo, se sentó junto al joven viajero y extendió la mano. —Pon la tuya ahí —dijo. Se dieron un apretón. —Veo que dices la verdad. Pero hay que asegurarse. Se llevó la mano derecha a la ceja derecha. El viajero levantó inmediatamente la mano izquierda hasta la ceja izquierda. —Las noches oscuras son desagradables —dijo el obrero. —Sí, para que los extraños viajen —contestó el otro. —Vale con esto. Soy el Hermano Scanlan, de la logia trescientos cuarenta y uno, del Valle de Vermissa. Me alegro de verte por aquí. —Gracias. Soy el Hermano John McMurdo, de la logia veintinueve, de Chicago. Maestro: J. H. Scott. Ha sido una suerte encontrar tan pronto a un hermano. —Bien, aquí somos muchos. En ninguna parte de los Estados hallarás a la Orden más floreciente que acá. Pero unos cuantos como tú nos pueden ir bien. No entiendo que un tipo despierto de la Unión del Trabajo no encuentre ocupación en Chicago. —Tenía todos los empleos que quisiese —dijo McMurdo. —Entonces, ¿por qué te fuiste? McMurdo señaló con la cabeza a los dos policías y sonrió. —Seguro que a ésos les gustaría saberlo —dijo. Scanlan dio un bufido de simpatía. —¿Apuros? —preguntó susurrando. —Tremendos. —¿Cosa de penal? —Y más. —¿No será una muerte? —Es muy pronto para hablar tanto —dijo McMurdo con el aspecto de quien de repente se da cuenta de que ha hablado más de lo conveniente—. Tenía buenos motivos para irme de Chicago. Te puede bastar con esto. ¿Quién eres tú para ponerte a preguntar todo eso? Tras las gafas se dejaba ver el brillo de unos ojos repentinamente llenos de una ira peligrosa. —Está muy bien, compañero. No quería ofenderte. Los muchachos no te mirarán mal, hayas hecho lo que hayas hecho. ¿A dónde te diriges ahora? —A Vermissa. —Es la tercera estación. ¿Dónde vas a parar? McMurdo sacó el sobre y lo acercó a la mugrienta lámpara de aceite. —Aquí está la dirección: Jacob Shafter, calle Sheridan. Es una casa de huéspedes que me recomendó un tipo que conocí en Chicago. —No la conozco, pero yo no soy de allí. Vivo en Hobsonʼs Patch, que es el pueblo al que estamos llegando. Pero mira, antes de separarnos te voy a dar un pequeño consejo. Si tienes problemas en Vermissa, vete derecho a la Casa del Sindicato, a ver al jefe McGinty. Es el Maestro de la Logia de Vermissa, y en esta zona no puede suceder nada sin permiso del negro Jack McGinty. Esto es todo, compañero. Tal vez nos veamos en la Logia cualquier noche. Pero recuerda lo que te he dicho: si tienes problemas, ve a donde el jefe McGinty. Scanlan bajó, y McMurdo quedó de nuevo solo con sus pensamientos. Era ya noche cerrada, y las llamas de los frecuentes hornos rugían y saltaban en la oscuridad. Sobre ese fondo rojizo se recortaban figuras oscuras encorvadas, tensas, retorcidas, giratorias, que seguían el movimiento del torno o el malacate, al ritmo de un martilleo y un rugido eternos. —Apostaría a que el infierno tiene un aspecto así —dijo una voz. McMurdo se volvió y vio que uno de los policías había cambiado de postura y estaba contemplando aquella extensión salvaje. —Bien, en realidad —repuso el otro policía—, yo diría que el infierno tiene que ser algo así. Me sorprendería francamente que allá abajo haya diablos peores que algunos que podría mencionar. Apostaría a que es usted nuevo en la zona, ¿no, joven? —Y si lo soy, ¿qué? —respondió McMurdo con voz segura. —Sólo una cosa, señor; que le aconsejaría que lleve ojo al elegir amigos. En su lugar, yo no empezaría por Mike Scanlan o su banda. —¿Qué cuernos le importa a usted los amigos que yo tenga? —rugió McMurdo con una voz que hizo se volviesen en redondo todas las cabezas del vagón para contemplar el altercado—. ¿Le he pedido yo a usted consejo? ¿O me ha tomado por un tonto que no puede prescindir de sus consejos? Hable usted cuando alguien se lo pida, y si tengo que ser yo, Dios sabe que le va a salir barba de tanto esperar. Echó la cabeza hacia adelante y les hizo a los policías una mueca como de perro que ladra. Los dos policías, hombres pesados y de buen natural, se hicieron atrás ante la extraordinaria vehemencia con que resultaban rechazadas sus amigables advertencias. —No queríamos ofenderle, forastero —dijo uno de ellos—. Era una advertencia que le hicimos por su bien al ver que tenía aspecto de ser nuevo en el lugar. —Y soy nuevo en el lugar, pero no me resultan nuevos ustedes ni los de su especie —gritó McMurdo presa de rabia fría—. Juraría que son iguales en todas partes, siempre dando consejos cuando nadie los pide. —Tal vez nos veamos las caras pronto —dijo uno de los policías sonriendo—. O me equivoco o es usted una buena pieza. —Lo mismo estaba yo pensando señaló el otro—. Apostaría a que nos volveremos a ver pronto. —Si piensan que les tengo miedo, quítenselo de la cabeza —gritó McMurdo—. Me llamo Jack McMurdo, para que vean. Si desean encontrarme, búsquenme en casa de Jacob Shafter, en la calle Sheridan, de Vermissa. ¿No me estoy escondiendo, verdad? Yo a la gente como ustedes les miro a la cara lo mismo de día que de noche. No se confundan ustedes. La osadía del recién llegado arrancó un murmullo de simpatía y admiración por parte de los mineros, mientras los dos policías se encogieron de hombros y volvieron a sus conversaciones. Pocos minutos más tarde el tren hacía su entrada en la mal iluminada estación, donde poco menos que se vació, pues Vermissa era con diferencia el mayor poblado del trayecto. McMurdo cogió el bolso de mano de cuero y se disponía a salir a la oscuridad cuando se le acercó uno de los mineros. —Demonios, compañero, tú sabes cómo hay que hablarles a los bofios —dijo con gran respeto—. Daba gusto escucharte. Deja que te lleve el bolso y te muestre el camino. Tengo que pasar por casa de Shafter de camino para mi chamizo. Al salir del andén, los otros mineros les dieron un «Buenas noches» a coro. Antes incluso de haber puesto el pie en Vermissa, el turbulento McMurdo se había convertido en un personaje de la localidad. Aquel país había resultado un lugar terrible, pero el pueblo era casi más depresivo todavía. Por lo menos, el largo valle tenía cierta grandeza sombría por las colosales llamaradas y las nubes errantes de humo, y la fuerza e industria humanas tenían adecuados monumentos en aquellas colinas que habían levantado junto a las bocas de sus ingentes excavaciones. Pero el pueblo ofrecía un nivel mortal de miseria y fealdad. El tráfico había dejado la ancha calle convertida en un horrible amasijo de rodadas de nieve embarrada. Las aceras eran angostas y desiguales. Las numerosas farolas de gas sólo servían para mostrar más claramente una larga hilera de casas de madera, todas con porches que flanqueaban la calle desaliñada y sucia. Al acercarse al centro del pueblo, una fila de tiendas bien iluminadas hacían más vistoso el escenario, a lo que había que añadir un grupo de saloon y casas de juego, donde los mineros gastaban unos salarios duramente trabajados pero abundantes. —Ésa es la Casa del Sindicato —observó el guía señalando a un saloon que se alzaba con aires casi de hotel—. El jefe de ahí es Jack McGinty. —¿Qué clase de tío es? —preguntó McMurdo. —¡Cómo! ¿Nunca has oído hablar del jefe? —¿Cómo voy a haber oído hablar de él si sabes que soy un forastero? —Ya, pero yo creía que se le conocía en toda la Unión. Ha salido muchas veces en los periódicos. —¿A cuenta de qué? —Bueno... —el minero bajó la voz—. Por los negocios. —¿Qué negocios? —¡Santo Dios! Con perdón, pero eres un tipo raro, y un desastre. En esta zona sólo se habla de un tipo de negocios, que son los de los Scowrers. —Ah, creo que sí leí cosas sobre los Scowrers en Chicago. Es una banda de asesinos, ¿no? —¡Chitón! ¡Por lo que más quieras! —gritó el minero, quedándose inmóvil, como de piedra, y mirando sorprendido a su compañero—. Tío, en esta zona no vas a vivir mucho si hablas de esta forma en plena calle. A muchos les han mandado al otro barrio por menos que eso. —Bien, yo no sé nada de esa gente. Sólo dije lo que he leído. —Y yo no digo que no hayas leído cosas ciertas. —El hombre hablaba mirando muy nervioso en torno, escudriñando las sombras como si temiese ver algún peligro agazapado allí—. Si matar es asesinar, entonces sabe Dios que aquí hay asesinatos a manta. Pero no se te ocurra susurrar el nombre de Jack McGinty en relación con eso, forastero, porque aquí todos los susurros llegan a sus oídos, y no es hombre que tolere eso. Bien, esa es la casa que buscas..., esa que está un poco metida para adentro. Verás que el viejo Jacob Shafter que la lleva es el hombre más honesto de toda esta ciudad. —Gracias —dijo McMurdo, dando un apretón de manos al nuevo conocido para adentrarse luego, bolso en mano, en el camino que llevaba a la casa de huéspedes, a cuya puerta llamó con fuerza. Le abrió inmediatamente alguien muy distinto a lo que esperaba. Era una mujer joven, singularmente bella. Tenía tipo sueco, rubia y bonita cabellera, y el atractivo contraste de un par de hermosos ojos oscuros, que observaban al forastero con sorpresa y agradable embarazo reflejado en la ola de color que cubrió su pálido rostro. Enmarcada por la luz intensa de la puerta abierta, le pareció a McMurdo el retrato más bello que hubiese visto nunca, resaltando su atractivo el entorno sórdido y sombrío del poblado. No le hubiera resultado más sorprendente ver crecer una violeta preciosa en uno de aquellos montones negros situados a la boca de las minas. Tan absorto quedó por la visión que quedó inmóvil y mudo, y tuvo que ser ella la que rompiese el silencio. —Creí que sería padre —dijo con un leve deje sueco muy agradable—. ¿Viene usted a verle? Anda por el centro del pueblo. Le estoy esperando de un momento a otro. McMurdo siguió contemplándola embelesado hasta que ella bajó la mirada confundida ante aquel soberbio visitante. —No, señorita —dijo él al cabo—; no tengo ninguna prisa por verle. Pero me recomendaron esta casa para alojarme. Pensé que podía convenirme, y ahora estoy seguro de ello. —Toma usted las decisiones con mucha rapidez —dijo ella sonriendo. —Cualquiera que no fuese ciego habría hecho lo mismo —contestó el otro. La chica se rió del cumplido. —Entre, señor —dijo—. Soy miss Ettie Shafter, la hija de señor Shafter. Mi madre murió y yo me encargo ahora de llevar la casa. Puede sentarse junto a la estufa en esa habitación de enfrente hasta que venga mi padre. Ah, ahí está, o sea que puede ponerse de acuerdo con él inmediatamente. Por el sendero subía un hombre anciano y pesado. McMurdo le explicó en dos palabras a qué había venido. El viejo Shafter se mostró muy bien dispuesto. El forastero no regateó las condiciones, estuvo de acuerdo en todo, y al parecer no andaba escaso de dinero. Tendría comida y alojamiento por doce dólares semanales, pagados de antemano. Con esto se instaló bajo el techo de los Shafter aquel McMurdo que se confesaba fugitivo de la justicia, y ése fue el primer paso de los que condujeron a la larga serie de negros acontecimientos que terminaría en tierras muy lejanas. - 9 - EL MAESTRO McMurdo era hombre que dejaba enseguida su impronta. Se hacía célebre en cuanto pisaba un lugar. Al cabo de una semana se había convertido en el personaje más importante de casa de los Shafter, con mucha diferencia. Había para entonces diez o doce huéspedes, pero eran honestos capataces u oficinistas de los almacenes, de un calibre muy distinto al del joven irlandés. Cuando a las noches se juntaban, éste era siempre el que tenía el chiste más pronto, la conversación más brillante y las mejores canciones. Era por naturaleza un compañero alegre, dotado de un magnetismo que les llenaba a todos de buen humor. Y sin embargo, de vez en vez mostraba, como había ocurrido en el vagón, una capacidad de irritación repentina y fiera que infundía respeto y aun miedo a los que se le acercaban. Por lo demás, hacía ostentación de un acre desprecio hacia la ley y todo lo relacionado con ella, cosa que deleitaba a algunos y alarmaba a otros de sus compañeros de pensión. Desde el primer momento dejó en evidencia con una ostensible admiración que la hija de la casa le había conquistado el corazón desde el instante en que sus ojos se posaron en su belleza y gracia. No era de los que persiguen a una chica a escondidas. Al segundo día le dijo que la amaba, y desde entonces repetía lo mismo sin que le cortase en absoluto nada de lo que ella pudiese decir para desanimarle. —¿Que hay otro? —exclamaba—. Bien, pues mala suerte para el otro. ¡Que se despabile! ¿Voy a perder yo la ocasión de mi vida y todo el deseo de mi corazón por otro? Tú, Ettie, sigue diciendo «No». Algún día dirás «Sí», y yo soy lo bastante joven como para aguardar. Era un pretendiente peligroso, con su facilidad de palabra irlandesa y sus modales encantadores llenos de seducción. Le envolvía ese halo de experiencia y misterio que atrae el interés de una mujer y al cabo su amor. Podía hablar de los dulces valles del Condado de Monaghan del que procedía, de la querida isla lejana, cuyas bajas colinas y verdes praderas parecían más bellas cuando la imaginación las evocaba desde aquel lugar de nieves y suciedad. Luego había conocido la vida de las ciudades del Norte, de Detroit y las explotaciones forestales de Michigan, de Búfalo y finalmente de Chicago, donde había trabajado en una serrería. A esto se añadían sugerencias de aventuras, la sensación de que en aquella gran ciudad le habían sucedido cosas extrañas, tan extrañas e íntimas que no podía hablar de ellas. Explicaba abiertamente que había roto antiguos lazos, había partido de repente volando a un mundo extraño para aterrizar en aquel valle terrible, y Ettie escuchaba con ojos brillantes de piedad y simpatía... esas dos cualidades que pueden tornarse tan rápida y naturalmente en amor. McMurdo había conseguido un trabajo temporal como contable, pues era hombre de educación. Esto le hacía pasar fuera de la casa la mayor parte del tiempo, y todavía no había encontrado ocasión para presentarse al jefe de la Logia de la Orden Antigua de los Hombres Libres. Omisión que, sin embargo, le fue recordada cierta noche por Mike Scanlan, el compañero que había encontrado en el tren. Scanlan, hombre pequeño, de facciones duras y ojos negros, nervioso, pareció alegrarse al verle. Tras tomar un par de whiskies, abordó el objeto de su visita. —Mira, McMurdo —dijo—, recordé tu dirección, y me animé a venir. Me sorprende que no te hayas presentado todavía al maestro. ¿Qué ocurre que aún no has ido a ver al jefe McGinty? —Pues que tenía que encontrar trabajo. Estuve ocupado. —Tienes que hallar tiempo para él aunque no lo tengas para nada más. Santo Dios, hombre, estás loco. No haber ido a la Casa del Sindicato a registrarte la primera mañana que estuviste aquí. Mira que si le caes mal... que no, que no tienes que hacer eso, y basta. McMurdo mostró una cierta sorpresa. —Scanlan, llevo dos años siendo miembro de una logia, pero nunca me dijeron que las obligaciones fuesen tan acuciantes como dices. —¡Tal vez en Chicago no! —Pero es la misma sociedad. —¿Sí? —Scanlan le miró fijamente un rato. En su mirada había algo siniestro. —¿No? —Dentro de un mes me lo explicarás. Oí decir que tuviste unas palabras con los polis del tren después de irme yo. —¿Cómo lo sabes? —Ah, se cuenta por ahí... En este distrito todo circula enseguida, para bien o para mal. —Pues sí. Les dije a voces lo que pienso de ellos. —Por Dios que eres un tipo de los que le gustan a McGinty. —¿Cómo? ¿Él también odia a la policía? Scanlan soltó una carcajada. —Ve a verle, muchacho —dijo despidiéndose—. Si no lo haces va a ser a ti a quien odie. Oye, haz caso del consejo de un amigo y ve inmediatamente. Quiso la suerte que la misma noche McMurdo tuviese otra entrevista más apremiante que le empujó en la misma dirección. Es posible que sus atenciones hacia Ettie hubiesen sido particularmente ostensibles aquel día, o que los repetidos gestos hubiesen llegado a llenar la cabeza reflexiva del hostalero sueco; el caso es que éste llamó al joven a su habitación privada y entró en materia sin rodeos. —Señor, me parece —dijo—, que usted anda detrás de mi Ettie. ¿Ser así o me equivoco? —Sí, así es —respondió el joven. —Bien, mí querer decirle ahora mismo que es inútil. Alguno se le adelantó. —Lo mismo me dijo ella. —Bien, ¡le dijo verdad! Pero ¿le dijo quién es? —No; yo se lo pregunté, pero no me lo dijo. —Me lo imagino, pobrecilla. Tal vez no quiso asustarrle. —¡Asustarme! —McMurdo se encendió al instante. —¡Oh, sí, amigo! No tiene que tener vergüenza de que le asuste. Es Teddy Baldwin. —¿Y quién diablos es? —Un jefe de los Scowrers. —¡Los Scowrers! He oído hablar. Siempre salen los Scowrers, y siempre en voz baja. ¿De qué tienen miedo todos ustedes? ¿Quiénes son los Scowrers? El hostalero bajó instintivamente la voz, como hacía todo el que mentaba a aquella sociedad terrible. —Los Scowrers —dijo—, son la Orden Antigua de los Hombres Libres. El joven saltó. —¿Cómo? Si yo mismo soy miembro de esa Orden. —¡Usted! De haberlo sabido, nunca le hubiera admitido en mi casa... aunque me pagase cien dólares a la semana. —¿Qué problema hay con la Orden? Se dedica a la caridad y a fomentar el compañerismo. Así lo dicen sus reglas. —En algunos lugares, tal vez. ¡Aquí, no! —¿Y aquí qué es? —Una sociedad de asesinos, eso es lo que es. McMurdo se echó a reír incrédulo. —¿Cómo lo demuestra usted? —preguntó. —¿Demostrrrar? ¿No hay cincuenta asesinatos que lo demuestrran? ¿Qué pasó con Milman y Van Shorst, y la familia Nicholson, y el viejo señor Hyam, y el pequeño Billy James, y los demás? ¡Demostrrar! ¿Hay algún hombrre o mujerr en este valle que no lo sepa? —¡Mire! —dijo McMurdo con decisión—. Quiero que retire usted lo que ha dicho o lo demuestre. Una de dos. Antes de que yo salga de esta habitación. Póngase usted en mi lugar. Yo me encuentro aquí, soy forastero. Pertenezco a una sociedad a la que conozco sólo como inocente. Se la encuentra a todo lo largo y ancho de los Estados, pero siempre como sociedad inocente. Y ahora, cuando yo me dispongo a incorporarme aquí a ella, viene usted a decirme que coincide con una sociedad criminal llamada los «Scowrers». Creo que me debe usted una explicación o unas excusas, señor Shafter. —No puedo contarle más que lo que todo el mundo sabe, señor. Los jefes de una son los jefes de la otra. Si usted ofende a una, es la otra la que se lo hace pagar. Lo hemos comprrobado demasiadas veces. —¡Simples habladurías! ¡Quiero pruebas! —dijo McMurdo. —Si usted vive aquí un tiempo tendrá prruebas. Pero me olvidaba de que usted es uno de ellos. Pronto será tan malo como todos los demás. Pero tendrrá que buscarse otrro alojamiento, señor. No puedo tenerrle aquí. Bastante malo es que uno de esos ande persiguiendo a mi Ettie, y yo no me atrrevo a echarle, ¿voy a tener encima a otro como huésped? Sí, es claro, usted no tiene que dormir aquí ninguna noche más, sólo hoy. Así se encontró McMurdo condenado al destierro tanto de su confortable residencia como de la chica a la que amaba. La halló sola en la sala de estar aquella misma noche, y le susurró al oído sus penas. —Sí, su padre acaba de anunciármelo —dijo—. No me importaría mucho si sólo se tratase de la habitación; pero Ettie, de verdad, aunque sólo hace una semana que la conozco, usted es para mí el mismísimo aliento de la vida, y no puedo vivir sin usted. —¡Oh! ¡Calle, McMurdo! ¡No hable así! —dijo la muchacha—. Ya le dije que llegaba tarde, ¿no? Hay otro, y aunque no le he prometido a él casarme enseguida, por lo menos no puedo comprometerme con ningún otro. —Supongamos, Ettie, que yo hubiese sido el primero. ¿Tendría posibilidades? La muchacha hundió el rostro entre las manos. —¡Ojalá el cielo hubiese querido que fuese usted el primero! —sollozó. McMurdo se arrodilló al instante ante ella. —Por el amor de Dios, Ettie, ¡con esto basta! —gritó—. ¿Va a arruinar usted su vida y la mía por culpa de esa promesa? Haga caso al corazón, preciosa. Es una guía más segura que ninguna promesa dada sin saber lo que decía. Había cogido la blanca mano de Ettie entre sus manos morenas y recias. —Diga que será mía, y afrontaremos juntos la situación. —¿Fuera de aquí? —Aquí mismo. —¡No, no, Jack! —Él la estaba abrazando—. Aquí no podría ser. ¿No podría llevarme lejos? En el rostro de McMurdo hubo unos instantes de lucha, pero al cabo quedó como de granito. —No, aquí —dijo—. La defenderé contra el mundo entero, Ettie. Aquí mismo, donde estamos. —¿Por qué no nos vamos juntos? —No, Ettie, no puedo irme de aquí. —¿Pero por qué? —Nunca podría ir con la frente alta si sintiese que me habían echado. Además, ¿qué hay que temer aquí? ¿No somos gente libre en un país libre? Si usted me ama y yo la amo, ¿quién puede osar interponerse? —Usted no lo sabe, Jack. Lleva aquí demasiado poco tiempo. No conoce a ese Baldwin. No conoce a McGinty y a sus Scowrers. —No, no les conozco, ni les temo, ni creo en ellos —dijo McMurdo—. Cariño, yo he vivido entre gente violenta, y en lugar de temerles yo, siempre han acabado temiéndome ellos... siempre, Ettie. ¡Eso es una locura! Si esos hombres han cometido en este valle un crimen tras otro, como dice su padre, y si todo el mundo conoce sus nombres, ¿cómo no han llevado a ninguno a los tribunales? ¡Respóndame, Ettie! —Porque ninguno se atreve a testimoniar contra ellos. El que lo hiciese no viviría ni un mes. Y también porque siempre tienen preparados a sus hombres para jurar que el acusado estaba lejos del lugar del crimen. Pero Jack, si todo esto tiene que haberlo leído. Tengo entendido que no hay en los Estados ningún periódico que no lo haya contado. —Sí, he leído algunas cosas, es cierto, pero pensé que eran cuentos. Tal vez esa gente tenga algún motivo para actuar como hacen. Tal vez les han hecho daño y no tienen otra manera de defenderse. —¡Oh, Jack! No me hable así. Es lo mismo que dice él... ¡el otro! —Baldwin... ¿Baldwin habla así, no? —Y por eso le aborrezco tanto. Oh, Jack, ahora le puedo contar la verdad. Le aborrezco con toda mi alma; pero también le tengo miedo. Temo por mí, pero sobre todo tengo miedo por padre. Sé la desgracia que se nos vendría encima si me atreviese a decir lo que siento realmente. Por eso le he tenido a raya con medias promesas. En realidad, nuestra única esperanza era la verdad pura. Pero si quiere escaparse conmigo, Jack, podríamos llevarnos al padre y vivir siempre lejos del poder de esos malvados. De nuevo hubo una lucha evidente en el rostro de McMurdo, hasta que pronto quedó otra vez firme como el granito. —No le ocurrirá ningún mal, Ettie... ni a su padre tampoco. En cuanto a esos malvados, supongo que no tardará usted mucho en descubrir que yo soy tan malo como el peor de ellos. —¡No, no, Jack! Yo confiaré en usted pase lo que pase. McMurdo rió con amargura. —¡Dios santo! ¡Qué poco me conoce! Cariño, su alma inocente no podría ni sospechar lo que sucede en la mía. Pero ea, ¿quién es esa visita? La puerta se había abierto bruscamente, y entró un joven con las maneras arrogantes de quien es el amo. Era un joven agraciado y vivaz, más o menos de la misma edad y complexión que el propio McMurdo. Bajo el negro sombrero de fieltro de anchas alas, que no se molestó en quitarse, un rostro agradable con ojos fieros y dominadores y una nariz aguileña, casi de halcón, miraba salvajemente a la pareja, sentada junto a la estufa. Ettie se puso en pie de un brinco, llena de confusión y alarma. —Me alegra verle, señor Baldwin —dijo—. Viene usted antes de lo que pensaba. Venga acá a sentarse. Baldwin permaneció en pie con las manos en las caderas, mirando a McMurdo. —¿Quién es éste? —preguntó secamente. —Un amigo mío, señor Baldwin... un huésped nuevo. Señor McMurdo, ¿me permite que le presente a señor Baldwin? Los jóvenes se saludaron con la cabeza, hoscamente. —Posiblemente la señorita Ettie le haya contado nuestra relación —dijo Baldwin. —No entendí que hubiese nada entre ustedes. —¿Ah, no? Bien, pues entérese. Oiga lo que le digo, esa joven dama es mía, y hace una buena noche para que se de usted un paseo. —Gracias, no me apetece. —¿No? —los salvajes ojos del hombre lanzaban destellos de ira—. ¿Y le apetecería una pelea, señor huésped? —Eso, sí —gritó McMurdo poniéndose en pie de un salto—. No se le pudo ocurrir idea mejor. —¡Por el amor de Dios, Jack! ¡Oh! ¡Por el amor de Dios! —gritó la pobre Ettie, hecha un lío—. ¡Oh, Jack, Jack, que le va a hacer daño! —¡Ah! ¿Ahora le llama «Jack»? —dijo Baldwin, añadiendo un juramento—. ¿Tan amigos se han hecho, no? —Oh, Ted, sea razonable... ¡sea amable! Hágalo por mí, Ted, si alguna vez me ha amado, sea magnánimo y perdone. —Creo, Ettie, que si nos dejase solos podríamos arreglar cuentas —dijo McMurdo con serenidad—. O tal vez, señor Baldwin, podríamos irnos los dos a darnos una vuelta, usted y yo. Hace una noche excelente, y más allá de la manzana siguiente hay un buen descampado. —A usted le ajustaré yo las cuentas sin necesidad de ensuciarme las manos —dijo su enemigo—. Y antes de que acabe con usted tendrá tiempo de arrepentirse de haber puesto los pies en esta casa. —No habrá mejor ocasión que ésta —gritó McMurdo. —Caballero, yo elegiré el momento. Puede dejarme a mí la elección del tiempo. ¡Mire! —De repente se remangó y mostró en el antebrazo una señal peculiar que parecía grabada a fuego. Era un círculo con un triángulo dentro—. ¿Sabe lo que significa? —¡Ni lo sé ni me importa! —Pues bien, te enterarás. Te lo prometo. Y no vas a llegar a viejo. Tal vez la señorita Ettie te pueda contar algo al respecto. En cuanto a ti, Ettie, volverás a mí de rodillas. ¿Lo oyes, muchacha? ¡De rodillas! Y entonces te voy a decir qué castigo te puede tocar. Has sembrado... y por Dios que yo me encargaré de que coseches. —Les miró a los dos furioso. Luego giró en redondo, y un instante más tarde el portal se cerraba con estrépito tras él. McMurdo y la muchacha permanecieron unos momentos en silencio. Luego ella le echó los brazos al cuello. —¡Oh, Jack, qué valiente eres! Pero es inútil... tienes que escapar. Esta misma noche, Jack, ¡esta noche! Es la única esperanza que tenemos. Va a matarnos. Lo leí en sus terribles ojos. ¿Qué puedes hacer tú contra un montón de ellos, respaldados por el jefe McGinty y todo el poder de la Logia? McMurdo apartó los brazos de ella, la besó y la empujó delicadamente hasta sentarla de nuevo en un sillón. —¡Ahí, prenda, ahí! No te preocupes ni temas por mí. Yo también soy un Hombre Libre. Acabo de hablar de ello con tu padre. Es posible que no sea mejor que los demás, o sea que no me tomes por un santo. Tal vez me odies también ahora que te he dicho esto. —¡Odiarte, Jack! No podría hacerlo en la vida. He oído decir que ser Hombre Libre no tiene nada de malo en otras partes, sólo aquí, de modo que ¿por qué iba a cambiar de opinión sobre ti? Pero si eres un Hombre Libre, Jack, ¿por qué no puedes ir allá y hacerte amigo del jefe McGinty? ¡Oh, Jack, date prisa, date prisa! Habla tú primero con él, porque si no lanzarán a los sabuesos a seguirnos la pista. —Lo mismo estaba pensando —dijo McMurdo—. Voy a ir ahora mismo a arreglar este asunto. Puedes decirle a tu padre que esta noche dormiré aquí y a la mañana me buscaré otro alojamiento. El bar del saloon de McGinty estaba tan repleto como de costumbre, pues era el lugar favorito de todos los camorristas de la ciudad. El hombre era popular, pues tenía un talante duro y jovial que formaba una máscara capaz de cubrir lo mucho que tras ella se escondía. Pero aparte de esa popularidad, bastaba para llenarle el bar el miedo que se le tenía en todo el poblado, y también en los cincuenta kilómetros del valle y más allá de las montañas que lo rodeaban. Nadie podía permitirse el lujo de prescindir de la amistad de McGinty. Además de los poderes secretos que según creencia universal detentaba en forma tan despiadada, era también un alto cargo público, consejero municipal y comisario de transportes, elegido para el puesto gracias a los votos de los rufianes que a su vez esperaban recibir favores de sus manos. Los impuestos y las tasas eran enormes, las obras públicas se encontraban en el mayor abandono, las cuentas eran encubiertas por auditores sobornados, y los ciudadanos decentes se veían obligados por el terror a pagar el chantaje público y morderse la lengua para evitar algo peor. Con todo ello, cada año llevaba el jefe McGinty diamantes más voluminosos en la corbata, cadenas de oro más pesadas y trajes más lujosos, al tiempo que el saloon se ampliaba cada vez más, hasta el punto de que amenazaba con invadir todo un flanco de la Plaza del Mercado. McMurdo empujó la puerta oscilante del saloon y se abrió paso entre la multitud, por una atmósfera llena de humo de tabaco y aroma de licores. El lugar se encontraba muy iluminado, y unos grandes espejos llenos de dorados reflejaban y multiplicaban la luz cegadora desde todas las paredes. Varios barmans de smoking trabajaban duro confeccionando combinados para los ociosos que se alineaban junto al mostrador cargado de metal. En el extremo del fondo, apoyado en la barra, con un pitillo colgando de la comisura de los labios, estaba un sujeto alto, fuerte, cuadrado, que no podía ser otro que el propio McGinty. Era un gigante de gran melena negra, con barba hasta los pómulos y una masa de pelo azabache que le caía hasta el cuello de la camisa. Su tez era tan oscura como la de un italiano, los ojos de un extraño negro intenso que, combinado con un leve estrabismo, les daba un aire particularmente siniestro. Todo lo demás, sus nobles proporciones, sus facciones delicadas, y el talante franco, encajaba con aquellos modales joviales y sinceros que constituían su pose. Cualquiera hubiera dicho que se trataba de un tío franco y honrado, de corazón indudablemente sano por muy rudas que pudiesen parecer sus palabras. Sólo cuando aquellos ojos negros, profundos y despiadados, se volvían hacia alguien, se sobresaltaba uno sintiendo que se hallaba frente a una posibilidad infinita de maldad latente, con una fuerza, valor e inteligencia que podía hacer mil veces más mortal aquella maldad. Habiendo contemplado pausadamente al hombre que buscaba, McMurdo se abrió paso a codazos con su habitual despreocupación y audacia, consiguiendo penetrar por entre el pequeño grupo de cortesanos que adulaban al jefe riéndole estruendosamente cualquier gracia. Los atrevidos ojos grises del forastero devolvieron sin temor a través de las gafas las miradas letales que se volvieron hoscas hacia él. —Y bien, joven, no puedo recordar su cara. —Soy nuevo aquí, señor McGinty. —No será tan nuevo que no pueda dirigirse a un caballero con el tratamiento que le corresponde. —Es el Consejero McGinty, joven —dijo uno de los del grupo. —Lo lamento, Consejero. Soy ajeno a las costumbres del lugar. Pero me han dicho que le vea a usted. —Pues ya me está viendo. No hay más. ¿Qué le parezco? —Bien, es pronto para decirlo. Si su corazón es tan grande como el cuerpo, y su alma tan agradable como el rostro, no se puede pedir más —dijo McMurdo. —Diablos, menuda lengua irlandesa, la verdad —exclamó el patrón del saloon, que no tenía muy claro si debía bromear con aquel audaz visitante o tenía que mantener la dignidad—. O sea que es capaz de atravesar mis apariencias. —Sin duda —dijo McMurdo. —¿Y le dijeron que hablase conmigo? —Exactamente. —¿Y quién se lo dijo? —Él hermano Scanlan, de la Logia trescientos cuarenta y uno, de Vermissa. Brindo por su salud, Consejero, y para que nos conozcamos mejor. —Levantó hasta los labios el vaso que le habían servido, y al beberlo levantó el dedo meñique. McGinty, que le había estado observando detenidamente, arqueó las espesas cejas negras. —¡Ah, pues parece que sí! —dijo—. Tendré que analizar esto un poco más de cerca, señor… —McMurdo. —Un poco más de cerca, señor McMurdo, porque aquí no admitimos a la gente fiándonos a la primera, ni creemos todo lo que nos dicen. Véngase un momento detrás del mostrador. Había allí una pequeña habitación repleta de barriles. McGinty cerró con cuidado la puerta, y luego se sentó en uno de ellos, mascando el cigarro con aire pensativo, y observando al compañero con aquellos ojos inquietantes. Estuvo un par de minutos en completo silencio. McMurdo aguantó divertido la inspección, con una mano en el bolsillo de la chaqueta y retorciéndose con la otra el mostacho castaño. De repente McGinty se agachó y sacó un revólver de mala catadura. —Mira esto, tío —dijo—; como se me ocurra que pretendes engañarnos, pronto tienes la absolución encima. —Es una extraña forma de dar la bienvenida —respondió McMurdo con cierta dignidad—, por parte de un maestro de una Logia de Hombres Libres, tratándose de un hermano forastero. —Ah, pero es que lo que tiene que demostrar es precisamente esto —dijo McGinty—, y que Dios le ayude como no lo consiga. ¿Dónde ingresó usted? —En la Logia veintinueve, en Chicago. —¿Cuándo? —El veinticuatro de junio de mil ochocientos setenta y dos. —¿Qué maestro? —James H. Scott. —¿Quién es el gobernante de tu distrito? —Bartholomew Wilson. —¡Hum! Parece muy rápido contestando. ¿Qué está haciendo aquí? —Trabajando, como usted, pero en un trabajo más pobre. —¿No digo yo que responde muy rápido? —Siempre tuve facilidad de palabra. —¿Es también rápido actuando? —Ésa es la fama que tengo entre los que me conocen. —Bien, vamos a ponerle a prueba antes de lo que espera. ¿Ha oído contar algo de la Logia en esta zona? —Me han dicho que para ser hermano hay que ser todo un hombre. —Ni más ni menos, señor McMurdo. ¿Por qué dejó Chicago? —Si se lo digo me cuelgan. McGinty abrió los ojos. No estaba acostumbrado a que le contestasen de esa forma, y le divirtió. —¿Por qué no me lo quiere contar? —Porque ningún hermano le puede mentir a otro. —¿Tan mala es la verdad? —Pongamos que es eso. —Mire, señor; no puede pensar que yo, como maestro, admita en la Logia a un hombre sin poder responder de su pasado. McMurdo parecía desconcertado. Entonces se sacó de un bolsillo interior un recorte de periódico muy gastado. —¿No se chivará de un compañero...? —dijo. —Lo que voy a hacer será cruzarte la cara como me digas cosas así —exclamó McGinty encendido. —Tiene usted razón, Consejero —dijo McMurdo compungido—. Tengo que pedirle excusas. Hablé sin pensar qué decía. Bien, sé que estoy seguro en sus manos. Mire ese recorte. McGinty leyó en diagonal la relación de la muerte a tiros de un tal Jonas Pinto, en el Lake Saloon, de la calle del Mercado, de Chicago, en la semana de Año Nuevo del 74. —¿Obra tuya? —preguntó devolviéndole el periódico. McMurdo asintió con la cabeza. —¿Por qué te lo cargaste? —Yo estaba ayudando al Tío Sam a fabricar dólares. Es posible que los míos no fuesen de tan buen cuño como los suyos, pero parecían iguales y resultaban más baratos. Ese Pinto me ayudó a mover la gansa falsa… —¿A qué? —Bien, quiere decir a poner en circulación los dólares. Luego dijo que lo iba a dejar. Y tal vez rompió los compromisos. Yo no aguardé a ver qué hacía. Le maté y me las piré para la cuenca del carbón. —¿Por qué a la cuenca? —Porque había leído en los periódicos que en esta zona la gente no era demasiado mirada. McGinty se rió. —O sea que primero te dedicaste a falsificar, luego a asesinar, y viniste aquí porque pensaste que serías bien recibido. —Algo así —respondió McMurdo. —Bien, apostaría a que llegarás lejos. Dime, ¿todavía puedes hacer dólares de esos? McMurdo se sacó media docena del bolsillo. —Estos nunca han pasado por la ceca(fábrica de acuñación) de Washington —dijo. —¡No me digas! —McGinty los sostuvo a la luz en su enorme mano, peluda como la de un gorila—. ¡No puedo ver ninguna diferencia! Diablos, me parece que vas a ser un hermano muy útil. Amigo McMurdo, no nos importa tener entre nosotros algún que otro tío malo, porque a veces tenemos que tomar nuestras medidas. Si no les diésemos su merecido a los que nos presionan, pronto estaríamos perdidos. —Bien, en tal caso, espero poder contribuir con el resto de compañeros a darles alguna que otra lección a esos tipos. —Parece que tienes nervio. Ni siquiera pestañeaste cuando te apunté con la pistola. —No era yo el que peligraba. —¿Quién, pues? —Usted, Consejero —McMurdo se sacó del bolsillo lateral del tabardo una pistola con el seguro quitado—. Le estuve cubriendo todo el rato. Apuesto a que habría disparado tan rápido como usted. McGinty se ruborizó de ira y luego estalló en carcajadas y rugidos. —¡Diablo! —dijo—. Mira, no hemos dado con nadie tan temible como tú en todo el año. Estoy convencido de que la Logia llegará a estar orgullosa de ti. Bien, ¿qué canastos quieres? ¿No puedo estar ni cinco minutos hablando a solas con un caballero sin que nos incomodes? El barman estaba acongojado. —Lo siento, Consejero, pero está señor Ted Baldwin. Dice que tiene que verle al instante. El recado era superfluo, pues el rostro firme y cruel de aquel individuo se asomaba ya por encima del hombro del camarero. Empujó a éste y cerró la puerta tras él. —Vaya —dijo, dirigiendo a McMurdo una mirada furiosa—, ¿llegaste antes aquí, no? Consejero, tengo que decirle dos palabras sobre ese sujeto. —Entonces dilo aquí mismo, delante mío —gritó McMurdo. —Lo diré cuando me parezca y como me parezca. —¡Eh, eh! —dijo McGinty saltando del barril—. Eso de ningún modo. Aquí tenemos a un nuevo hermano, Baldwin, y no está bien recibirle de ese modo. Muchacho, saca la mano y levántala. —¡Nunca! —exclamó Baldwin rabioso. —Me he ofrecido a pelear con él si piensa que le he ofendido —dijo McMurdo—. Estoy dispuesto a luchar con los puños o si lo prefiere, de cualquier otro modo. Ahora, Consejero, dejo en sus manos el juzgar entre nosotros como corresponde a un maestro. —¿De qué se trata, pues? —De una chica. Es libre para elegir según le parezca. —¿Sí? —exclamó Baldwin. —Tratándose de dos hermanos de la Logia, yo diría que ella tiene libertad para elegir —dijo el jefe. —¡Ah! ¿Ésa es su decisión, eh? —Desde luego, Ted Baldwin —dijo McGinty con una mirada capaz de atravesarle—. ¿Vas a ser tú quien lo discuta? —¿Sería capaz de tirar a uno que ha estado junto a usted durante cinco años en beneficio de un hombre al que no ha visto en la vida? El cargo de maestro no es vitalicio, Jack McGinty, y Dios sabe que la próxima vez que haya que votar... El Consejero se le lanzó encima como un tigre. Cerró la mano en torno al cuello del otro y le empujó hacia atrás hasta tumbarle encima de uno de los barriles. Estaba tan fuera de sí que era perfectamente capaz de dejarle allí seco, pero se interpuso McMurdo. —¡Calma, Consejero! ¡Por Dios, calma! —exclamó reteniéndole. McGinty soltó a su presa, y Baldwin, intimidado y maltrecho, ahogándose, temblando de pies a cabeza, como quien ha visto a la muerte de cerca, se sentó en el barril sobre el que le iban a aplastar. —Hace mucho tiempo que te buscabas esto, Ted Baldwin. Ya lo has conseguido —exclamó McGinty, cuyo enorme pecho se elevaba y bajaba—. Tal vez pienses que si yo pierdo la elección para maestro tú ocuparás mi lugar. Eso ha de decidirlo la Logia. Pero mientras yo sea el jefe, no voy a permitir que nadie levante la voz contra mí ni contra mis decisiones. —No tengo nada contra usted —musitó Baldwin, palpándose el pescuezo. —Bien —dijo el otro, pasando en un instante a la mayor jovialidad—, entonces, somos de nuevo buenos amigos, y no se hable más. Sacó una botella de champán de la estantería y la descorchó. —Vamos —continuó, llenando tres vasos altos—, bebamos y hagamos el brindis de pelea de la Logia. Luego, ya sabéis que no puede haber más mala sangre entre nosotros. Y ahora, con la mano izquierda en la nuez de la garganta, te voy a preguntar, Ted Baldwin, ¿cuál es la ofensa, señor? —Las nubes son densas —respondió Baldwin. —Pero se hará la luz para siempre. —Así lo juro. Bebieron ambos el vino, y se repitió la misma ceremonia entre Baldwin y McMurdo. —Con esto —exclamó McGinty frotándose las manos—, se acabó la mala leche. Si la cosa continuase, tendría que actuar la disciplina de la Logia, que en esta zona tiene una mano muy pesada, como sabe el hermano Baldwin y como sabrás tú pronto, hermano McMurdo, en caso de que te busques problemas. —Os juro que no tengo ningunas ganas —dijo McMurdo. Le tendió la mano a Baldwin—. Con la misma facilidad con que me peleo, soy capaz de perdonar. Dicen que es la caliente sangre irlandesa. Pero por mi parte esto se acabó, y no me queda resquemor. Baldwin tuvo que apretar la mano que le tendía, porque tenía encima la siniestra mirada del jefe. Pero su rostro avinagrado mostraba lo poco que le habían conmovido las palabras del otro. McGinty les dio una palmada en el hombro a los dos. —¡Ea! ¡Esas chicas, esas chicas! —exclamó—. Pensar que las mismas faldas tengan que meterse entre dos de mis muchachos. ¡Qué jodida mala suerte! En fin, la que tiene que decidir es la chica que va dentro, este asunto cae fuera de la jurisdicción de un maestro, y gracias a Dios. Bastantes problemas hay, como para que encima tuviésemos que ocuparnos de las mujeres. Tú tienes que ingresar en la Logia trescientos cuarenta y uno, hermano McMurdo. Tenemos nuestros propios métodos y procedimientos, distintos a los de Chicago. Nuestro día de reunión es el sábado por la noche, y si vienes quedarás convertido para siempre en un hombre libre del Valle de Vermissa. - 10 - LOGIA 341, VERMISSA A la mañana siguiente de aquella noche tan llena de acontecimientos y sobresaltos, McMurdo trasladó sus pertenencias desde la casa de Jacob Shafter a la de la viuda de MacNamara, situada en los últimos arrabales de la ciudad. Scanlan, el amigo del tren, tuvo ocasión poco después de trasladarse a Vermissa, y se alojó también allí. No había ningún otro huésped, y la patrona era una anciana irlandesa de muy buen carácter que les dejaba hacer como gustasen, con lo que tenían una libertad de palabra y de movimientos muy conveniente para gente que compartía secretos. Shafter se había ablandado hasta el punto de permitir que McMurdo comiese en su casa siempre que quisiese, con lo que su relación con Ettie no se interrumpió en absoluto. Por el contrario, se hizo más estrecha e íntima con el transcurso de las semanas. McMurdo consideró que la habitación de su nueva pensión reunía condiciones para sacar los moldes de acuñar, y cierto número de hermanos de la Logia pudieron ir a verlos tomando numerosas precauciones y llevándose en el bolsillo algunas muestras de la moneda falsa, tan perfectamente acuñada que nunca hubo el menor peligro ni problema al colocarla. Para sus compañeros, era un misterio incomprensible que, dominando como dominaba aquel arte, McMurdo trabajase, aunque él les explicó a todos que si vivía sin ningún trabajo visible la policía le seguiría pronto la pista. Y efectivamente, ya tenía un policía tras sus pasos, pero por suerte el incidente benefició al aventurero más que perjudicarle. Después de haberse presentado hubo pocas noches en que no apareciese por el saloon de McGinty, para conocer mejor a los «muchachos», que era el simpático título con que se conocían entre sí los miembros de aquella peligrosa banda que infestaba la ciudad. Su desenvoltura y libertad de palabra le convirtieron en un favorito indiscutido, mientras que la forma rápida y científica en que dio cuenta de sus adversarios en un combate de lucha libre en el bar, le ganó el respeto de toda aquella comunidad de gente dura. Pero hubo otro incidente que todavía le elevó más alto. Cierta noche, en la hora de mayor afluencia, se abrió la puerta, y entró un hombre con el discreto uniforme azul y gorra de plato de la Policía del Carbón y el Hierro. Era un cuerpo especial establecido por los propietarios de las vías férreas y las minas de carbón para complementar la labor de la policía civil ordinaria, perfectamente impotente frente al rufianismo organizado que aterrorizaba al distrito. En cuanto entró se produjo un murmullo, y se clavaron en él muchas miradas curiosas, pero en los Estados Unidos las relaciones entre policías y criminales son muy peculiares, y el propio McGinty, situado tras el mostrador, no mostró la menor sorpresa al ver que el inspector se introducía entre sus parroquianos. —Un whisky solo, que la noche es desapacible —dijo el oficial de policía—. No sé si nos hemos visto alguna otra vez, Consejero… —Usted será el nuevo capitán —dijo McGinty. —Así es. Esperamos que usted, Consejero, y los demás ciudadanos con influencia en la población, nos ayudarán a mantener la ley y el orden en este lugar. Me llamo capitán Marvin... de la del Carbón y el Hierro. —Nos arreglaríamos mejor sin ustedes, capitán Marvin —dijo fríamente McGinty—. Ya tenemos nuestra propia policía municipal, y no necesitamos artículos de importación. ¿Qué son ustedes sino una herramienta pagada de los capitalistas, que les contratan para dar palos y tiros a los conciudadanos más pobres? —Bien, bien, no vamos a discutir esto —dijo el oficial de policía con muy buen humor—. Supongo que todos cumplimos con nuestro deber tal como lo entendemos, pero no todos lo entendemos de la misma forma. —Cuando se hubo terminado el trago y se disponía a irse, su mirada tropezó con la cara de Jack McMurdo, que estaba haciendo muecas de desagrado a un lado—. ¡Vaya, hombre! —exclamó mirándole de arriba abajo—. Si hay aquí un viejo conocido. McMurdo se apartó retorciéndose como si le hubiese herido un rayo. —En mi vida he sido amigo tuyo ni de ningún maldito policía como tú —dijo. —No todos los conocidos son amigos —dijo el capitán de policía sonriendo—. Tú eres Jack McMurdo, de Chicago, que lo digo yo, y no pretendas negarlo. McMurdo se encogió de hombros. —¿Es que lo he negado? —dijo—. ¿Crees que me avergüenzo de mi propio nombre? —Pues no te faltarían motivos, la verdad. —¿Qué diablos quieres decir con esto? —rugió con los puños cerrados. —No, no, Jack, conmigo las bravatas no valen. Yo era oficial de la policía de Chicago antes de venirme a este condenado almacén de carbón, y cuando me tropiezo con un bribón de Chicago le conozco. McMurdo bajó la cabeza. —¡No me digas que eres el Marvin de la Central de Chicago! —exclamó. —El mismísimo Teddy Marvin, para servirte. Y allí no se ha olvidado que a Jonas Pinto le acribillaron a balazos. —Yo no disparé contra él. —¿Ah, no? Es un testimonio muy imparcial, ¿verdad? El caso es que esa muerte fue muy oportuna para ti, pues de lo contrario te habrían echado el guante por mover pasta falsa. En fin, esto es agua pasada porque, entre nosotros, y aunque tal vez me pase un poco al decírtelo, no pudieron encontrar pruebas convincentes contra ti, y si quieres puedes volver tranquilamente a Chicago mañana mismo. —Me encuentro muy bien donde estoy. —Bien, te doy el soplo y eres tan soso que no me das ni las gracias. —Pues bueno, voy a suponer que habla en serio. Agradecido —dijo McMurdo en tono que nada tenía de simpático. —Yo me voy a callar en tanto te comportes como es debido —dijo el capitán—. Pero te juro que como te vuelvas a pasar de la raya, te acordarás. Y que tengas buenas noches. Buenas noches, Consejero. Salió del bar, pero ya había creado un héroe local. Antes de eso habían abundado ya los comentarios sobre las hazañas de McMurdo en el lejano Chicago. Él contestaba a todas las preguntas con una sonrisa, como quien no desea darse bombo. Pero ahora los hechos habían quedado confirmados oficialmente. Los parroquianos del bar se arremolinaron alrededor de él y le estrecharon rondas pagadas. Era capaz de beber como una cuba sin que se le notase apenas, pero aquella noche, de no haber estado allí su amigo Scanlan para llevarle a casa, sin duda alguna el héroe festejado habría pasado la noche tendido al pie de la barra. McMurdo fue admitido en la Logia un sábado por la noche. Había pensado que la incorporación se produciría sin ceremonias por haber sido iniciado ya en Chicago; pero en el valle de Vermissa había ritos particulares de los que estaban muy orgullosos, y todo postulante tenía que pasar por ellos. La asamblea se reunió en una gran sala reservada a tales efectos en la Casa del Sindicato. Eran unos sesenta los miembros de la sociedad que se reunían en Vermissa, pero eso no representaba ni de lejos la fuerza de la organización, pues había varias logias más en el mismo valle, y otras al otro lado de las montañas, y cuando había algún asunto serio se intercambiaban miembros para que los crímenes fuesen cometidos por forasteros no conocidos en la localidad. En conjunto, no eran menos de quinientos los Hombres Libres esparcidos por el distrito del carbón. Se encontraban reunidos en la desnuda sala de asambleas, en torno a una larga mesa. Al lado había otra llena de botellas y vasos, hacia la que dirigían ya la mirada algunos miembros de la asociación. McGinty ocupaba la cabecera tocado con un sombrero blando de terciopelo negro que le cubría la mata de cabello negro y enmarañado. En torno al cuello, ostentaba una estola púrpura, con lo que semejaba un sacerdote que presidiese algún ritual diabólico. A su derecha y a su izquierda se habían colocado los altos cargos de la Logia, entre los que se veía el rostro cruel y agraciado de Ted Baldwin. Todos esos llevaban alguna banda o medalla como distintivo del cargo. En su mayor parte eran hombres de edad madura, pero el resto de los reunidos eran jóvenes de edades comprendidas entre los dieciocho y los veinticinco años, agentes dispuestos y capaces de llevar a cabo las órdenes de los veteranos. A muchos de éstos se les veía en el rostro el alma de tigres sin ley, pero al mirar a los de la base era difícil creer que aquellos jóvenes de rostro franco y ánimo pronto fuesen realmente una peligrosa banda de asesinos, cuyas mentes hubiesen padecido una perversión moral tan completa que se enorgullecían tremendamente de su eficacia en el oficio, y miraban con el más profundo respeto al hombre que tenía fama de hacer lo que llamaban «un trabajo limpio». Sus naturalezas distorsionadas habían llegado a considerar como audaz y valiente el ofrecerse como voluntarios para acciones dirigidas contra gente que nunca les habían ofendido y a los que en muchos casos no habían visto en la vida. Una vez cometido el crimen, discutían sobre quién había asestado el golpe fatal, y se divertían y divertían a los compañeros comentando los gritos y convulsiones del asesinado. Al principio, habían rodeado de cierto secreto sus actividades, pero en la época que estamos describiendo sus procedimientos eran extraordinariamente abiertos, dado que los fracasos repetidos de la ley les habían demostrado que, de un lado, nadie osaría testificar contra ellos, y de otro, tenían innumerables testigos sin vergüenza a los que poder recurrir, y unas arcas repletas de las que podían sacar fondos para contratar al mejor talento jurídico del Estado. En diez largos años de fechorías no se había producido ni una sola condena, y el único peligro que podía amenazar a los Scowrers era en todo caso la propia víctima que aun en inferioridad numérica y tomada por sorpresa podía dejar un mal recuerdo a los que la asaltaban, y a veces lo hacía. A McMurdo le habían advertido que le esperaba alguna dura prueba, pero nadie quiso contarle en qué consistía. Dos solemnes hermanos le condujeron a una habitación exterior. Por el tabique de madera podía oír el murmullo de múltiples voces en la asamblea. Una o dos veces pudo captar el sonido de su propio nombre, y supo que estaban discutiendo sobre su candidatura. Luego entró un guardián de dentro que llevaba el pecho cruzado por una banda verde y oro. —El maestro ordena que se le remangue, se le tapen los ojos y se le introduzca —dijo. Entonces, los tres procedieron a quitarle la levita, subirle la manga del brazo derecho y luego le pasaron una cuerda por encima del codo y la ataron fuerte. A continuación le pusieron encima de la cabeza y la parte superior del rostro un grueso sombrero negro, con lo que no podía ver nada. Entonces le introdujeron en la sala de asamblea. Bajo aquella capucha había una oscuridad total y muy opresiva. Oía el murmullo y movimientos de la gente que le rodeaba, y luego sonó apagada y distinta la voz de McGinty. —John McMurdo —dijo aquella voz—, ¿sois ya miembro de la Orden Antigua de los Hombres Libres? Él asintió con la cabeza. —¿Es vuestra Logia la número veintinueve, de Chicago? Asintió de nuevo. —Las noches oscuras son desagradables —dijo la voz. —Sí, para que los extraños viajen —contestó él. —Las nubes están cargadas. —Sí; se acerca una tormenta. —¿Están satisfechos los hermanos? —preguntó el maestro. —Hermano, las contraseñas nos dicen que eres realmente uno de nosotros —dijo McGinty—. Pero queremos que sepas que en este condado y en otros de la zona tenemos unos ritos determinados y también unos deberes particulares, que exigen hombres de fuste. ¿Estás dispuesto a someterte a la prueba? —Sí. —¿Tienes un corazón valiente? —Sí. —Da un paso adelante para demostrarlo. En el mismo momento de pronunciarse esas palabras sintió dos puntas duras delante de los ojos, que ejercían presión sobre ellos en forma que parecía que no podría avanzar sin peligro de perderlos. Sin embargo, se impuso caminar decididamente, y al hacerlo la presión desapareció. Hubo un sordo murmullo de aprobación. —Tiene corazón firme —dijo la voz—. ¿Puedes soportar el dolor? —Como el que más. —¡Probadle! No pudo hacer otra cosa más que refrenarse para no chillar, pues un dolor de agonía le perforó el antebrazo. Casi se desmaya por el repentino impacto, pero se mordió los labios y apretó los puños para ocultar su agonía. —Puedo aguantar más que esto —dijo. Esta vez hubo un aplauso cerrado. Nunca se había visto en la Logia una presentación mejor. Le daban palmadas en la espalda, y le quitaron la capucha. Quedó allí en pie parpadeando y sonriendo entre las felicitaciones de los hermanos. —Una última palabra, hermano McMurdo —dijo McGinty—. ¿Has jurado ya secreto y lealtad, y eres consciente de que el castigo por cualquier quebrantamiento de ese juramento es la muerte inmediata e inevitable? —Soy consciente de ello —dijo McMurdo. —¿Y aceptas la autoridad del maestro actual en todo y para todo? —Acepto. —Entonces, en nombre de la Logia trescientos cuarenta y uno, de Vermissa, te doy la bienvenida a sus privilegios y debates. Hermano Scanlan, pon el licor en la mesa para que brindemos por nuestro valioso hermano. Le habían devuelto a McMurdo la levita, pero antes de ponérsela se examinó el brazo derecho, que seguía doliéndole mucho. En la carne del antebrazo de veía un círculo muy bien dibujado con un triángulo dentro, señal profunda y roja dejada por el hierro de marcar. Algunos de los que tenía al lado se remangaron para mostrarle sus propias señales. —Todos la llevamos —dijo uno—, pero ninguno ha sabido ser tan valiente como tú. —¡Bah! No ha sido nada —dijo él; pero no por ello dejó de dolerle y quemarle. Una vez hubieron dado cuenta de las bebidas que se tomaban tras la ceremonia de iniciación, continuaron las discusiones de la Logia. McMurdo, habituado sólo a las actividades prosaicas de Chicago, escuchó lo que allí se dijo con mucha atención y más sorprendido de lo que creyera. El primer asunto del orden del día —dijo McGinty—, es leer la siguiente carta del Maestro de División Windle, del Condado de Merton, Logia doscientos cuarenta y nueve. Dice lo siguiente: «Querido Señor: »Hay que hacer un trabajo en relación a Andrew Rae, de Rae y Surmash, propietarios de carbón cerca de este lugar. Recordará usted que su Logia nos debe la devolución de los servicios prestados por dos hermanos en el asunto del policía, el otoño pasado. Si manda a dos hombres de valía se hará cargo de ellos el Tesorero Higgins, de esta Logia, cuya dirección conoce. Él les indicará cuándo y dónde tienen que actuar. Suyo en la libertad, »J. W. Windle, D. M. Oahl» —Windle nunca se ha negado a prestarnos hombres, en todas las ocasiones en que se los hemos pedido, y no vamos a negarnos. —McGinty se detuvo y recorrió la habitación con su mirada apagada y malévola—. ¿Quién se ofrece voluntario? Varios jóvenes levantaron la mano. El maestro les miró con sonrisa de aprobación. —Lo harás tú, Tigre Cormac. Si lo realizas tan bien como la última vez, se te tendrá en cuenta. Y tú, Wilson. —Yo no tengo pistola —dijo el voluntario, que era todavía un adolescente. —¿Es la primera vez, no? Bien, algún día tienes que foguearte. Será un buen principio. En cuanto a la pistola, si no me equivoco, te estará aguardando. Si os presentáis el lunes, va bien. A la vuelta tendréis un buen recibimiento. —¿Hay alguna recompensa esta vez? —preguntó Cormac, un joven cuadrado de tez oscura y aspecto brutal, cuya ferocidad le había valido el apodo de «El Tigre». —Tú no te preocupes nunca de la recompensa. Hazlo sólo porque es un honor. Quién sabe si una vez realizado no resultará que en el fondo de la caja hay algunos dólares perdidos. —¿Qué ha hecho ese hombre? —preguntó el joven Wilson. —Pues no te toca a ti preguntar qué ha hecho. Le han juzgado allí. No es cosa nuestra. Todo lo que debemos hacer es actuar por cuenta de ellos, lo mismo que harían ellos por nosotros. A propósito, dos hermanos de la Logia de Merton van a venir la próxima semana para atender a un asunto de esta zona. —¿Quiénes son? —preguntó alguien. —Te aseguro que es mejor no preguntar. Si no sabes nada no puedes testificar nada, y te evitas problemas. Pero son gente que cuando pongan manos a la obra van a hacer un buen trabajo. —¡Y ya es hora! —exclamó Ted Baldwin—. En esta parte la gente se está desmandando. La semana pasada mismo tres de nuestros hombres fueron despedidos por Foreman Blaker. Hace tiempo que se la busca, y va a cobrar bien. —¿Qué va a cobrar? —preguntó McMurdo al oído a su vecino. —Un cartucho bien cargado de plomo —exclamó el hombre con una risotada—. ¿Qué te parecen nuestros métodos, hermano? El alma criminal de McMurdo parecía haber asimilado ya el espíritu de la vil sociedad de la que era miembro. —Me convencen —dijo—. Buen sitio este para tipos valientes. Varios de los que estaban sentados cerca oyeron esta frase y la aplaudieron. —¿Qué sucede? —exclamó el hirsuto maestro desde el extremo de la mesa. —El hermano nuevo, señor, que dice que nuestros métodos le gustan. McMurdo se puso en pie un instante. —Venerable maestro, si se me permite diría que en caso de que se necesite a alguien sería un honor que me eligiesen para ayudar a la Logia. Palabras recibidas con un gran aplauso. Había la sensación de que un nuevo sol empezaba a aparecer en el horizonte. A algunos de los veteranos les parecía que progresaba demasiado rápido. —Yo propondría —dijo el secretario, Harraway, un viejo de barba gris y cara de buitre sentado junto al presidente—, que el hermano McMurdo espere hasta que la Logia tenga a bien emplearle. —Llegará tu momento, hermano —dijo el presidente—. Te hemos considerado hombre dispuesto, y pensamos que podrás hacer buen trabajo en esta zona. Esta noche hay un pequeño asunto en el que podrías echar una mano, si es lo que quieres. —Aguardaré a que haya algo que merezca la pena. —De todos modos puedes venir esta noche, y te ayudará a comprender la lucha que lleva esta comunidad. Más adelante explicaré el caso. Entretanto —echó una mirada al orden del día—, quiero someter a vuestra consideración uno o dos puntos más. En primer lugar, quiero preguntarle al tesorero cuál es el saldo bancario. Tenemos el asunto de la pensión de la viuda de Jim Carnaway. Se lo cargaron cuando trabajaba para la Logia, y tenemos que garantizar que ella no salga perdiendo. —A Jim le mataron el mes pasado cuando intentaban matar a Chester Wilcox, de Marley Creek —le informó el vecino a McMurdo. —Por el momento, los fondos van bien —dijo el tesorero con la cuenta bancaria delante—. Últimamente las empresas han sido generosas. Max Linder and Co. pagó quinientos para que les dejemos en paz. Walker Brothers mandaron cien, pero yo mismo me encargué de devolverlos y pedir cinco. Si para el miércoles no tengo respuesta, el caballete de cabria(maquinaria para levantar cargas) puede estropeárseles. El año pasado para que se pusiesen razonables hubo que quemarles la amoladora. La West Section Coaling Company ha pagado su contribución anual. Con lo que tenemos ahora mismo en mano podemos hacer frente a cualquier obligación. —¿Y qué pasa con Archie Swindon? —Vendió todo y se fue del distrito. El viejo diablo dejó una nota dirigida a nosotros en la que decía que prefería ser un barrendero libre en Nueva York antes que un gran propietario de minas sometido a una banda de chantajistas. Demonios, ¡menos mal que se las piró antes de que la nota nos llegase! Apuesto a que no se atreve a asomar la jeta por este valle en la vida. Un hombre mayor, bien afeitado, de rostro afable y frente amplia, se puso en pie en el extremo de la mesa opuesto al del presidente. —Señor Tesorero —preguntó—, ¿puedo preguntar quién ha comprado la propiedad de ese hombre al que hemos echado del distrito? —Sí, hermano Morris. La ha comprado la State and Merton County Railroad Company. —¿Y quién compró las minas de Todman y de Lee que se pusieron a la venta el año pasado por el mismo sistema? —La misma compañía, hermano Morris. —¿Y quién compró las instalaciones siderúrgicas de Manson, de Shuman, de Van Deher y de Atwood, que han abandonado últimamente? —Las compró la West Wilmerton General Mining Company. —Hermano Morris —dijo el presidente—, no veo que a nosotros nos importe un comino quién compra, porque, al fin y al cabo, no pueden llevarse las minas del distrito. —Con todo el respeto, Venerable Maestro, pienso que este asunto puede importarnos mucho. Llevamos diez años largos con este proceso. Poco a poco, estamos eliminando a todos los pequeños empresarios. ¿Cuál es el resultado? En lugar de ellos nos encontramos con grandes compañías como la Railroad o la General Iron, que tienen la dirección en Nueva York o en Filadelfia, y no se inmutan en absoluto por nuestras amenazas. Podemos arrearles a sus jefes locales, pero esto sólo significa que mandarán a otros. Y esto se pone más peligroso para nosotros. Los pequeños no pueden hacernos daño. No tienen dinero ni poder suficiente. Mientras no les apretemos demasiado, los tenemos bajo control. Pero si esas grandes compañías llegan a la conclusión de que nosotros somos un obstáculo para sus beneficios, no van a ahorrar esfuerzos ni gastos para darnos caza y llevarnos a los tribunales. Esas ominosas palabras suscitaron un murmullo intenso, y la gente se miraba con caras cada vez más sombrías. Habían sido tan omnipotentes, tan dueños del terreno, que el simple pensamiento de que podían encontrar su merecido había desaparecido de sus mentes. Y al pensarlo incluso los más desalmados sintieron un escalofrío. —En mi opinión —continuó el que hablaba—, tendríamos que apretar menos a los pequeños. El día que se hayan marchado todos, la fuerza de esta sociedad se habrá terminado. Las verdades desagradables no son populares. Al sentarse el hombre hubo gritos muy airados. McGinty se levantó con ceño hosco. —Hermano Morris —dijo—, siempre has sido pájaro de mal agüero. Mientras los miembros de la Logia estén aquí juntos no hay poder en los Estados Unidos que pueda tocarles. ¿O es que no lo hemos comprobado una y mil veces en los tribunales? Espero que a las grandes compañías les resulte más cómodo pagar que luchar, igual que a las pequeñas. Y ahora, hermanos —al decir estas palabras McGinty se sacó el sombrero negro y la estola— esta Logia ha Terminado su labor por hoy, salvo un asunto pequeño que podemos comentar al irnos. Ahora ha llegado el momento del descanso fraterno y la armonía. La naturaleza humana es realmente extraña. Allí estaban aquellos hombres familiarizados con el crimen, que habían abatido una y otra vez a padres de familia, a hombres contra los que no tenían ningún odio personal, sin ni asomo de compungimiento o compasión por la viuda llorosa o los hijos desamparados, y sin embargo la ternura o el patetismo de la música les podía hacer llorar. McMurdo tenía una buena voz de tenor, y si no hubiese conseguido conquistar la simpatía de la Logia antes, sin duda lo habría logrado al hacerles vibrar cantando «Iʼm Sitting on the Stile, Mary», y «On the Banks of Allan Water». La primera noche le había bastado al nuevo recluta para convertirse en uno de los hermanos más populares, candidato ya a un lugar prominente y altos cargos. Pero para ser un buen Hombre Libre, además de ser un buen compañero, se precisaban otras cualidades y aquella misma noche tuvo ocasión de ver un ejemplo. La botella de whisky había dado muchas vueltas, y los hombres estaban ya enardecidos, a punto para las fechorías. Entonces se levantó una vez más el maestro para dirigirles la palabra. —Muchachos —dijo—, en esta ciudad hay un hombre que quiere una paliza, y tenéis que satisfacerle. Me refiero a James Stanger, del Herald. ¿No habéis visto que vuelve a abrir el pico contra nosotros? Hubo un murmullo de asentimiento, y muchos lanzaron juramentos. McGinty se sacó del bolsillo del chaleco un recorte de periódico. —«¡Ley y Orden!» Así lo titula. «Reina el terror en el Distrito del Carbón y el Acero. Han transcurrido ya doce años desde los primeros asesinatos que demostraron la existencia de una organización criminal en nuestro seno. Desde aquel día las fechorías han sido incesantes, hasta que hemos llegado a hundirnos en un abismo que nos convierte en el oprobio del mundo civilizado. ¿Es para esto para lo que nuestro gran país acoge en su seno al forastero que huye de los despotismos de Europa? ¿Tienen que convertirse ellos en tiranos por encima de los mismos hombres que les dan cobijo? ¿Tiene que establecerse un estado de terrorismo e ilegalidad a la sombra misma de los pliegues sagrados de la bandera estrellada de libertad? ¿Una situación que horrorizaría nuestras mentes si leyésemos que se da bajo la monarquía más abominable del Oriente? Los responsables de lo que ocurre son conocidos. La organización es notoria y pública. ¿Cuánto tiempo vamos a soportarlo? Que podamos vivir para siempre …»¡Claro ya hemos leído bastante basura: —exclamo el presidente tirando el papel encima de la mesa—. Así habla de nosotros. Lo que os pregunto es esto: ¿qué hacemos con él? —¡Matarle! —gritaron a coro multitud de voces. —Protesto contra esto —dijo el hermano Morris, el hombre de cara afeitada y frente clara—. Hermanos, os digo que estamos castigando demasiado a este valle, y que llegará un momento en que para defenderse se van a juntar todos decididos a aplastarnos. James Stanger es un anciano. Goza de gran respeto en la ciudad y en el distrito. Su periódico es de lo más sólido del valle. Si ese hombre cae, habrá una conmoción en todo el Estado que sólo puede terminar con nuestra destrucción. —¿Y cómo van a destruirnos, Señor echado para atrás? —exclamó McGinty—. ¿Con la policía? Si a la mitad los tenemos a sueldo y la otra mitad tienen pánico de nosotros. ¿O con los tribunales y jueces? ¿No hemos probado ya a dónde puede conducir esto? —Hay un juez que se llama Lynch que podría intentarlo —dijo el hermano Morris. Un griterío indignado recibió la sugerencia. —Basta con que yo levante el dedo —exclamó McGinty—, para tener en esta ciudad a doscientos hombres que la limpien de punta a cabo. —Entonces levantó de repente la voz y arqueó sus espesas cejas frunciendo terriblemente el ceño—. Mira, hermano Morris, no te quito el ojo de encima, y desde hace tiempo. No tienes valor, y quieres quitárselo a los demás. Llegará tu día, hermano Morris, el día en que aparezca en el orden del día tu propio nombre, y ya estoy pensando en ponerte en la lista. Morris quedó pálido de muerte, y al sentarse parecía que las rodillas no le sostenían. Levantó el vaso con mano temblorosa y echó un trago antes de poder responder. —Pido excusas, Venerable Maestro, a usted y a todos los hermanos de esta Logia. He dicho más de lo que debía. Soy un miembro leal, todos los sabéis, y lo que me ha hecho hablar con ansiedad es el miedo de que le ocurra algún mal a la Logia. Pero tengo más confianza en vuestro juicio que en el mío, Venerable Maestro, y os prometo que no volveré a faltar. Estas humildes palabras relajaron el semblante del maestro. —Muy bien, hermano Morris. Yo sería el primero en lamentar que hubiese que darte una lección. Pero mientras yo me siente en esta silla esta Logia estará unida en la palabra y en la acción. Y ahora, muchachos —siguió, mirando en torno a los reunidos—, os digo lo siguiente: que si le damos a Stanger todo lo que se merece tendremos más problemas de los necesarios. Esos directores de periódicos están muy unidos, y no habría periódico en todo el Estado que no pidiese a gritos policía y tropas. Pero yo diría que le podemos dar una buena advertencia. ¿Te encargas tú, hermano Baldwin? —Naturalmente —dijo el joven, lanzado. —¿Cuántos hombres quieres? —Media docena, y dos para guardar la puerta. Ven tú, Gower, y tú, Mansel, y tú, Scanlan, y los dos Willaby. —Le prometí al nuevo hermano que él iría —dijo el presidente. Ted Baldwin miró a McMurdo con ojos que mostraban que no había olvidado ni perdonado. —Bien, que venga si quiere —dijo con voz hosca—. Y basta. Cuanto antes hagamos el trabajo, mejor. Los reunidos prorrumpieron en gritos, chillidos, y se pusieron a tararear canciones de borracho. El bar estaba aún lleno de gente alegre, y muchos de los hermanos se quedaron allí. El pequeño grupo designado para la misión salió a la calle, yendo en grupos de dos o tres y por la acera, para no llamar la atención. Hacía una noche muy cruda, y brillaba media luna en un cielo helado lleno de estrellas. Los hombres se detuvieron y juntaron en un patio situado ante un gran edificio. «Vermissa Herald», decían letras doradas entre dos ventanas profusamente iluminadas. Dentro se oía el ruido de una imprenta. —Aquí, tú —le dijo Baldwin a McMurdo—; puedes quedarte abajo, en la puerta, y ver que tengamos vía libre. Arthur Willaby puede quedarse contigo. Los demás veníos conmigo. No tengáis miedo, muchachos, que tenemos un montón de testigos de que en este mismo momento nos encontramos en el bar del Sindicato. Era casi medianoche, y la calle estaba desierta salvo algunos juerguistas que se iban a casa. El grupo cruzó la calle y abriendo la puerta de las oficinas del periódico, Baldwin y sus hombres entraron en tromba y subieron las escaleras que encontraron enfrente. McMurdo y el otro se quedaron abajo. En el piso de arriba se oyó un grito, una voz de auxilio, y luego el ruido de sillas que caen y pies que saltan. Un instante más tarde un hombre de pelo gris salió corriendo al rellano. Le cazaron en seguida, y las gafas se cayeron hasta los pies de McMurdo. Se oyó un golpe y un lamento. Había caído de bruces y media docena de palos se cruzaron al caerle sobre las costillas. Jadeaba, y sus largas y delgadas extremidades saltaban a cada golpe. Al final, los demás se detuvieron, pero Baldwin, con una sonrisa infernal congelada en el rostro, le estaba atizando a la cabeza, que el atacado trataba en vano de proteger con los brazos. Las canas estaban surcadas por hilos de sangre. Baldwin seguía agachado sobre la víctima dando golpes secos y peligrosos dondequiera veía un buen blanco. McMurdo se precipitó escaleras arriba y le apartó. —Vas a matarle —dijo—. ¡Déjalo! Baldwin le miró desconcertado. —¡Maldito! —exclamó—. ¿Quién eres tú para interponerte... tú que eres nuevo en la Logia? ¡Quítate de ahí! —Levantó el palo, pero McMurdo se había sacado la pistola del bolsillo trasero. —¡Quítate tú! —gritó—. Como me pongas la mano encima te destrozo la cara. En cuanto a la Logia, ¿no dio orden el maestro de que no se le matase? ¿Y qué estás haciendo sino matarle? —Lo que dice es cierto —observó uno de los hombres. —¡Diablos, mejor os deis prisa! —gritó el hombre de abajo—. Están empezando a iluminarse las ventanas, y dentro de cinco minutos vais a tener a toda la ciudad encima. Efectivamente, en la calle ya se oían gritos, y en la sala de abajo se estaba formando un pequeño grupo de cajistas que se disponían a actuar. Dejando en lo alto de las escaleras el cuerpo maltrecho e inmóvil del director, los criminales bajaron corriendo y salieron rápidamente a la calle. Una vez llegados a la Casa del Sindicato, algunos se mezclaron con la multitud del saloon de McGinty y diciéndole a éste en voz baja que se había hecho la labor. Otros, entre ellos McMurdo, se metieron por calles secundarias para ir a sus respectivas casas por lugares solitarios. - 11 - EL VALLE DEL TERROR Al despertar a la mañana siguiente, McMurdo tuvo buenos motivos para recordar su iniciación en la Logia. La cabeza le dolía por la bebida, y el brazo marcado estaba ardiendo e hinchado. Como tenía una fuente de ingresos un tanto peculiar, acudía al trabajo con irregularidad, de modo que se permitió almorzar tarde y permaneció en casa por la mañana, escribiendo una larga carta a un amigo. Luego leyó el Daily Herald. En una columna especial, insertada en el último minuto, pudo leer: «Agresión a las oficinas del Herald. El director, herido gravemente». Era una breve relación de hechos que él conocía mejor que el redactor. Acababa con esta declaración: «El caso está ahora en manos de la policía, pero difícilmente puede esperarse que sus esfuerzos consigan mejores resultados que en el pasado. Fueron reconocidos algunos de los asaltantes, y hay esperanzas de conseguir alguna condena. No es preciso decir que el origen de la agresión fue esa infame sociedad que ha tenido sometida a esta comunidad durante tanto tiempo, y contra la cual el Herald ha tomado una posición tan insobornable. Los numerosos amigos de señor Stanger tendrán la alegría de saber que aunque fue apaleado cruel y brutalmente y ha sufrido diversas heridas en la cabeza, su vida no corre ningún peligro inmediato.» A continuación señalaba que se había designado una guardia de la Policía del Carbón y el Hierro, armada con Winchester, para defender las oficinas. McMurdo acababa de dejar el periódico y estaba encendiendo la pipa con mano trémula por los excesos de la víspera, cuando oyó que llamaban a la puerta y la patrona le llevó una nota que acababa de ser entregada por un muchacho. No llevaba firma y decía así: «Desearía hablar con usted, pero prefiero que no sea en su casa. Me encontrará junto al mástil de lo alto de Miller Hill. Si quiere venir ahora, hay algo que a mí me importa mucho decirle y a usted escuchar.» McMurdo leyó la nota por dos veces con la mayor sorpresa, pues no podía imaginar qué significaba ni quién era el autor. De haber sido letra de mujer, podría haber imaginado que era el inicio de alguna de las aventuras a que tan dado había sido en épocas anteriores. Pero era letra de hombre, y de hombre de educación. Tras dudar un poco, decidió ver de qué se trataba. Miller Hill es un parque público descuidado situado en el centro mismo de la ciudad. En verano es un lugar muy concurrido, pero en invierno está bastante desierto. Desde lo alto se ve no sólo todo el miserable y mal distribuido pueblo, sino también el valle que yace a sus pies, con sus minas y factorías dispersas que ennegrecen el cielo, y las moles que lo flanquean, llenas de bosques y tocadas de blanco. McMurdo recorrió el camino lleno de curvas y bordeado de coníferas hasta alcanzar el vacío restaurante que era centro del bullicio veraniego. Al lado había un mástil desnudo, y bajo él un hombre, con el sombrero calado y el cuello del abrigo levantado. Cuando volvió el rostro, McMurdo pudo ver que era el hermano Morris, el que la víspera había incurrido en las iras del maestro. Se intercambiaron la señal de la Logia. —Quería hablar unas palabras con usted, señor McMurdo —dijo aquel hombre maduro, hablando con una vacilación que mostraba que pisaba terreno movedizo—. Ha sido muy amable al venir. —¿Por qué no puso el nombre en la nota? —Uno tiene que ser cauto, señor. En unos tiempos como éstos, nunca se sabe con qué reacciones puede encontrarse. Nunca sabe uno en quién puede confiar y en quién no. —Pero hay que confiar en los hermanos de la Logia… —No, no; no siempre —exclamó Morris, con vehemencia—. Todo lo que decimos, e incluso lo que pensamos, parece llegar a oídos de ese hombre, McGinty. —Mire —dijo McMurdo con dureza—; sabe usted muy bien que anoche mismo juré lealtad a nuestro maestro. ¿Va usted a pedirme que rompa ese juramento? —Si toma usted esa posición —dijo Morris con tristeza—, lo único que puedo decirle es que lamento haberle hecho venir hasta aquí. Cuando dos ciudadanos libres no pueden comunicarse sus pensamientos, es que las cosas andan mal. McMurdo, que había estado observando cuidadosamente a su compañero, aflojó un tanto su actitud. —Bueno, en realidad hablaba sólo para mí —dijo—. Soy un recién llegado, como usted bien sabe, y ajeno a todo esto. Yo no pienso abrir la boca, señor Morris, y si usted considera conveniente decirme algo, aquí me tiene. —Para ir a contárselo al jefe McGinty —dijo Morris con amargura. —La verdad, me está tratando usted injustamente —exclamó McMurdo—. Por mi parte soy leal a la Logia, y se lo digo a usted claramente, pero sería un mezquino si tuviese que andar repitiendo a cualquier otra persona lo que usted diga como confidencia. Eso me lo guardo, aunque le advierto que es muy posible que no consiga usted ni mi ayuda ni mi simpatía. —Ya no busco ni lo uno ni lo otro —dijo Morris—. Es posible que con lo que voy a decir ponga mi vida en sus manos, siendo usted canalla como es —y anoche me pareció que estaba usted siendo tan canalla como el peor— pero sin embargo, es nuevo en esto y su conciencia no puede estar tan encallecida como la de ellos. Por eso pensé en hablar con usted. —Y bien, ¿qué es lo que tiene que decir? —Si me traiciona usted, maldito sea. —Ya le he dicho que no. —Entonces, le voy a preguntar si cuando se unió a la Sociedad de Hombres Libres en Chicago, y juró solemnemente caridad y fidelidad, se le cruzó alguna vez por la mente que ese juramento le llevaría al crimen. —Si usted le llama crimen —contestó McMurdo. —¡Si le llamo crimen! —exclamó Morris, con voz apasionada—. Poco ha visto usted, si puede darle algún otro nombre. Fue un crimen lo de la noche pasada, que a un hombre que tiene edad para ser su padre le golpeasen hasta sangrarle todas las canas. ¿No era eso un crimen? ¿O cómo lo llamaría usted? —Los hay que dirían que era la guerra —dijo McMurdo—. Una guerra entre dos clases, en toda regla, de modo que cada cual ataca como puede. —Bien, ¿pensaba usted esto cuando se adhirió a los Hombres Libres en Chicago? —Debo reconocer que no. —Tampoco yo cuando entré en Filadelfia. La sociedad era sólo un club de ayuda y un lugar de encuentro con los compañeros. Luego oí hablar de este lugar —¡maldita la hora en que mis oídos conocieron este nombre!— y vine para mejorar mi situación. ¡Dios mío, para mejorar! Me traje a la mujer y tres críos. Puse una droguería en la Plaza del Mercado, y me fue bien. Había corrido la voz de que era un Hombre Libre, y tuve que entrar en la Logia local, lo mismo que usted anoche. Llevo en el antebrazo la señal de la vergüenza, y en el corazón llevo marcado a fuego algo peor. Me encontré a las órdenes de un siniestro canalla, empantanado en un lodazal de crimen. ¿Qué podía hacer? Cada palabra que decía para arreglar la situación era considerada una traición, lo mismo que sucedió anoche. No puedo irme, porque todo lo que tengo en el mundo es esa tienda. Si dejo la sociedad, sé que eso significa mi asesinato, y Dios sabe qué les aguardaría a mi mujer e hijos. ¡Ah! ¡Es horrible... horrible! —Se llevó las manos al rostro, y los sollozos le conmocionaban todo el cuerpo. McMurdo se encogió de hombros. —Era usted demasiado blando para esta labor —dijo—. Usted no es persona adecuada para esto. —Yo tenía una conciencia y una religión, pero me han convertido en un criminal como ellos. Me designaron para un trabajo. Si me echaba para atrás, ya sabía a qué atenerme. Tal vez sea un cobarde. Tal vez me hace cobarde pensar en mi pobre mujer y los chicos. En cualquier caso, fui. Creo que el recuerdo de aquello me perseguirá toda la vida. Era una casa solitaria, a treinta kilómetros de aquí, allí en aquellos montes. Me asignaron vigilar la puerta, lo mismo que a usted anoche. No podían confiarme la faena. Los demás entraron. Cuando volvieron, llevaban las manos de púrpura hasta las muñecas. Al irnos dejamos a un niño gritando en la casa. Era un crío de cinco años que había visto asesinar a su padre. Casi me desmayé de horror, pero tenía que mantener un aspecto osado y sonriente, pues sabía bien que de lo contrario la próxima vez aquellas manos se llenarían de sangre en mi propia casa, y el que gritaría por su padre sería mi pequeño Fred. Pero entonces yo era un criminal, había tomado parte en un asesinato, me había perdido para siempre en este mundo, y también en el otro. Soy un buen católico, pero el sacerdote no quiso saber nada conmigo desde que se enteró de que era un Scowrer, y me excomulgó. Ésta es mi situación. Y veo que usted va a seguir el mismo camino, y le pregunto a dónde puede conducir esto. ¿Está usted dispuesto a ser también un asesino a sangre fría, o podemos hacer algo para parar esto? —¿Y que iba a hacer usted? —preguntó McMurdo bruscamente—. ¿Acaso informaría? —¡Por Dios! —exclamó Morris—. Si sólo pensar en ello me costaría la vida. —Bien, pues —dijo McMurdo—. Se me ocurre que es usted un hombre débil, y le da demasiada importancia a esto. —¡Demasiada importancia! Aguarde a vivir aquí algo más de tiempo. Mire ese valle. Fíjese en la nube de cien chimeneas que lo ensombrece. Pues le digo que para todos los habitantes del valle la nube de asesinatos es más espesa y más baja, más opresora. Es el Valle del Terror... el Valle de la Muerte. La gente lleva el terror en el alma desde el atardecer hasta el alba. Aguarde un poco, joven, y usted mismo lo verá. —Bien, pues cuando haya visto más le diré a usted qué opinión tengo —dijo McMurdo despreocupadamente—. Lo que es clarísimo es que usted no es hombre para este lugar, y que cuanto antes se vaya, mejor para usted. Aunque tenga que vender el negocio cobrando sólo diez centavos por cada dólar de valor. No tiene que preocuparse por lo que me ha dicho, ahora bien, por todos los demonios, si yo pensase que usted es un chivato… —¡No, no! —exclamó Morris, suplicante. —Bien, dejémoslo así. Tendré en cuenta todo lo que me ha dicho, y tal vez algún día volveré a considerarlo. Espero que usted me haya contado todo esto con buena intención. Ahora me iré a casa. —Sólo una cosa antes de irse —dijo Morris—. Es posible que nos hayan visto juntos. —Ah, bien pensado. —Le ofrezco un trabajo administrativo en mi tienda. —Yo lo rechazo. Esto era el asunto. Bien, basta por hoy, hermano Morris, y que en el futuro encuentre usted cosas que se le acomoden mejor. Aquella misma tarde, cuando McMurdo estaba sentado junto a la estufa de la sala de estar, fumando, perdido en sus pensamientos, la puerta se abrió y el marco quedó lleno por la enorme mole del jefe McGinty. Se hicieron la señal, y entonces, sentándose frente al joven, el jefe le estuvo mirando fijamente un tiempo, mirada que fue correspondida con igual firmeza. —No suelo hacer muchas visitas, hermano McMurdo —dijo al cabo—. Bastante tengo con las visitas que recibo. Pero se me ocurrió desentumecerme un poco y dejarme caer para verte en tu propia casa. —Es un honor verle aquí, Consejero —respondió McMurdo. —¿Qué tal el brazo? —preguntó el jefe. McMurdo puso mala cara. —Pues no me deja que lo olvide —dijo—. Pero merece la pena. —Sí, la merece —respondió el otro—, para los que son leales, y se mantienen firmes hasta el fin y ayudan a la Logia. ¿Qué hay de una conversación tuya con el hermano Morris esta mañana? La pregunta vino tan de repente que menos mal que tenía la respuesta preparada. Soltó una cordial carcajada. —Morris ignoraba que yo me podía ganar la vida aquí en casa. Y va a seguir ignorándolo, porque tiene demasiada conciencia para mi gusto. Pero es un colega de buen corazón. Tenía la idea de que yo estaría sin recursos, y quería hacerme un favor ofreciéndome un puesto de administrativo en una droguería. —¿Ah, era esto? —Sí, era esto. —Y tú te negaste. —Claro. ¿No puedo ganar diez veces más en cuatro horas de trabajo sin moverme de mi aposento? —Así es. Pero yo no andaría mucho por ahí con Morris. —¿Por qué no? —Pues, pongamos que porque te lo digo yo. En esta zona a la mayor parte de la gente suele bastarle con esto. —Puede bastar a muchos, pero no a mí, Consejero —dijo McMurdo con osadía—. Si usted conoce a la gente ya sabe que es así. El hirsuto gigante le miró y su peluda garra se cerró un instante en torno al vaso como si fuese a arrojárselo a la cabeza del compañero. Luego se echó a reír a su modo ruidoso, fanfarrón e insincero. —Ya, eres un bicho raro, sin duda —dijo—. Bien, si quieres razones te las voy a dar. ¿Te dijo algo Morris contra la Logia? —No. —¿Ni contra mí? —No. —Bien, eso es porque no se atreve a confiar en ti. Pero por dentro, no es un hermano leal. Lo sabemos perfectamente, de modo que le vigilamos y aguardamos el momento de darle un aviso. Y estoy pensando que ese momento ya está llegando. Entre nosotros no hay sitio para esquiroles. Por eso, si andas con gente desleal, podríamos pensar que también eres desleal. ¿Lo entiendes? —No hay peligro que yo ande mucho con él, porque es un tipo que me disgusta —respondió McMurdo—. En cuanto a lo de desleal, si llega a decirlo cualquiera que no fuese usted, no me lo podría decir dos veces. —Bien, con esto basta —dijo McGinty vaciando el vaso—. Vine para avisarte a tiempo, y ya estás avisado. —Me gustaría saber —dijo McMurdo—, ¿cómo diablos pudo saber que yo había hablado con Morris? McGinty se rió. —Yo tengo que saber todo lo que ocurre en esta ciudad —dijo—. Y creo que deberías suponer que me entero de todo. Bien, ya hemos pasado un rato, y sólo quiero decirte… Pero la despedida fue interrumpida de forma muy inesperada. La puerta se abrió de golpe, y tres rostros ceñudos y muy atentos les contemplaron desde debajo de las viseras de unas gorras de policía. McMurdo se puso en pie de un salto y echó mano del revólver, pero detuvo el movimiento a mitad de camino al darse cuenta de que dos Winchester le apuntaban a la cabeza. Entró en la habitación un hombre de uniforme con un revólver de seis tiros en la mano. Era el capitán Marvin, antiguo policía de Chicago, y perteneciente ahora a la Policía del Carbón y el Hierro. Se dirigió a McMurdo meneando la cabeza y medio sonriendo. —Me imaginé que se metería en líos, Señor Sinvergüenza McMurdo, de Chicago —dijo—. ¿No puede evitarlo, verdad? Póngase el sombrero y venga con nosotros. —Apostaría a que usted pagará esto caro, capitán Marvin —dijo McGinty—. Me gustaría saber quién es usted para irrumpir en una casa de esa forma a molestar a ciudadanos honestos y respetuosos de la ley. —Usted no tiene nada que ver en esto, Consejero McGinty —dijo el capitán de policía—. No le buscamos a usted sino a ese hombre, McMurdo. Y usted tiene que ayudarnos a desempeñar nuestro cometido, en lugar de obstaculizarlo. —Es amigo mío, y respondo de su conducta —dijo el jefe. —Todo indica que cualquier día de estos tendrá usted que responder de su propia conducta, señor McGinty —respondió el capitán de policía—. Ese hombre, McMurdo, era ya un rufián antes de venir aquí, y sigue siéndolo. Policía, apúntele mientras le desarmo. —Ahí tengo la pistola —dijo McMurdo fríamente—. Si estuviésemos solos cara a cara, capitán Marvin, es posible que no me cogiese con tanta facilidad. —¿Dónde tienen la orden? —preguntó McGinty—. ¡Demonios! Con gente como usted al mando de la policía, da lo mismo vivir en Rusia que en Vermissa. Es una agresión capitalista, y juraría que se van a enterar de esto. —Usted cumple lo que cree ser su deber del mejor modo que puede, Consejero. Nosotros cumplimos el nuestro. —¿De qué se me acusa? —preguntó McMurdo. —De estar implicado en el apaleamiento del anciano director Stanger en las oficinas del Herald. No tienen ustedes la culpa de que no se les acuse de asesinato. —Bien, si eso es todo lo que tienen contra él —exclamó McGinty, con una risotada—, pueden ahorrarse mucho trabajo soltándole ahora mismo. Este hombre estuvo conmigo en mi saloon jugando al póker hasta medianoche, y puedo presentarles los testigos que quieran. —Eso es cosa suya, y me imagino que podrá declararlo mañana ante el tribunal. Entretanto, McMurdo, vámonos, y pórtese bien si no quiere recibir un balazo en la cabeza. Y usted, McGinty, déjenos paso, porque le advierto que no estoy dispuesto a admitir ninguna resistencia cuando estoy de servicio. Tan decidida fue la aparición del capitán que McMurdo y su jefe se vieron obligados a aceptar la situación. Este último se las compuso para decirle unas palabras al oído al prisionero antes de que se lo llevasen. —¿Y qué pasa con... ? —señaló hacia arriba con el pulgar para referirse a la prensa de acuñar. —Todo en orden —susurró McMurdo, que había encontrado un escondrijo seguro bajo el suelo. —Que haya suerte —dijo el jefe estrechándole la mano—. Voy a ver a Reilly, el abogado, y me ocuparé yo mismo de la defensa. Te doy palabra de que no conseguirán empapelarte. —Yo no lo juraría. Vosotros dos, guardad al prisionero, y si intenta cualquier truco, disparadle. Voy a registrar la casa antes de irnos. Así lo hizo Marvin, pero al parecer no encontró ni rastro de la instalación oculta. Cuando bajó, él y sus hombres escoltaron a McMurdo hasta la Comandancia. Había anochecido y caía una fina lluvia, las calles estaban casi desiertas, pero algunos ociosos siguieron al grupo y amparándose en la oscuridad lanzaron imprecaciones contra el prisionero. —¡Linchemos al maldito Scowrer! —gritaban—. ¡Linchamiento! —Cuando le introdujeron en la comisaría se rieron y dieron vivas. Tras un breve interrogatorio formal por parte del inspector encargado del caso, le metieron en la celda común. Allí se encontró con Baldwin y otros tres criminales de la noche anterior, todos ellos arrestados aquella tarde para ser juzgados a la mañana siguiente. Pero el largo brazo de los Hombres Libres llegaba incluso a aquel reducto interno de la fortaleza de la ley. A altas horas de la noche llegó un carcelero con un jergón de paja para que durmiesen, de cuyo interior sacó dos botellas de whisky, algunos vasos y una baraja. Pasaron una noche alegre sin ninguna angustia por la prueba que les aguardaba a la mañana. No había motivos para la angustia, como pronto se vería. Las pruebas no daban base para que el magistrado pudiese emitir una sentencia que trasladase el caso a un tribunal más elevado. De un lado, los cajistas(impresores) y periodistas se vieron obligados a admitir que no había mucha luz, que estaban muy nerviosos en aquellos momentos, y que les resultaba difícil afirmar con absoluta certeza la identidad de los agresores, aunque creían que los acusados se hallaban entre ellos. Este testimonio se volvió aún más inconsistente con las preguntas del inteligente abogado contratado por McGinty. El agredido había declarado ya que se vio pillado tan de sorpresa por lo repentino del ataque que sólo había podido ver que el que le atacó primero llevaba bigote. Añadió que estaba seguro de que era cosa de los Scowrers, pues nadie más de la comunidad podía tener absolutamente nada contra él, y había recibido ya repetidas amenazas a cuenta de sus francos editoriales. De otro lado, el testimonio unánime y sin resquicios de seis ciudadanos, incluido el alto funcionario Municipal del Consejo McGinty, dejó establecido sin lugar a dudas que aquellos hombres habían estado jugando una partida de cartas en la Casa del Sindicato hasta una hora mucho más tardía que la del atentado. No es preciso decir que fueron absueltos de forma que casi equivalía a una disculpa del tribunal por las molestias causadas, junto con una crítica implícita al capitán Marvin y a la policía por su desmesurado celo. El veredicto fue recibido con un sonoro aplauso por una sala en la que McMurdo vio muchos rostros familiares. Los hermanos de la Logia sonreían y saludaban con la mano. Pero había otra gente que permaneció sentada con los labios apretados y mirada hostil mientras los hombres abandonaban el banquillo. Uno de ellos, un tipo de barba oscura y muy decidido, al pasar junto a él los ex presos dijo en voz alta lo que todos pensaban. —¡Malditos asesinos! —dijo—. ¡Ya arreglaremos cuentas! - 12 - LAS HORAS MÁS NEGRAS Si algo faltaba para dar mayor vuelo aún a la popularidad de Jack McMurdo entre sus compañeros, era esta detención y puesta en libertad. Que la misma noche de incorporarse a la Logia hubiese uno hecho algo que le llevase ante el juez era un récord sin precedentes en los anales de la sociedad. Ya se había ganado fama de ser un magnífico y alegre compañero, un juerguista de primera, y al tiempo un hombre de mucho genio, que no estaba dispuesto a aguantar insultos ni en boca del mismísimo Jefe todopoderoso. Pero además de eso impresionó a sus compañeros con la idea de que entre ellos no había sólo uno con cerebro capaz de trazar planes sangrientos, o con mano capaz de realizarlos. —Es el tipo ideal para hacer un trabajo limpio —se decían entre sí los veteranos, y aguardaban el momento de poderle emplear bien. McGinty tenía ya bastantes instrumentos, pero reconocía que ése era sumamente capaz. Se sentía como un cazador que lleva un potente perro de presa atado. Había gozques(perro pequeño y ladrador) para las labores menores, pero algún día lanzaría a aquella criatura sobre su presa. Unos pocos miembros de la Logia, entre ellos Ted Baldwin, estaban resentidos por el rápido ascenso del forastero, y le odiaban por ello, pero guardaban las distancias porque el tipo estaba tan dispuesto a pelear como a reír. Ahora bien, mientras se ganaba el aprecio de los compañeros, lo perdía en otro terreno que para él había venido a ser más vital. El padre de Ettie Shafter no quería saber ya nada de él, ni le permitía entrar en la casa. Ettie estaba tan profundamente enamorada que se rendía totalmente ante él, y sin embargo el sentido común le advertía lo que podía ser casarse con un hombre considerado como un criminal. Una mañana, tras una noche sin dormir, decidió verle, posiblemente por última vez, para intentar de convencerlo por todos los medios y apartarlo de aquellas influencias malignas que le estaban llevando a la perdición. Fue a su casa, como él le había pedido muchas veces que hiciese, y entró en la habitación que él utilizaba como salita. Lo encontró sentado ante una mesa, de espaldas, con una carta delante. Se apoderó de ella un impulso juguetón infantil —sólo tenía diecinueve años—. Él no la había oído entrar. Avanzó de puntillas y puso la mano suavemente sobre los hombros encorvados. Si esperaba asustarle, ciertamente lo consiguió, pero al cabo se llevó ella un susto mayor todavía. Con un salto de tigre se volvió hacia ella, buscándole el cuello con la mano derecha. Mientras, con la otra mano arrugaba el papel que tenía delante. Quedó un momento mirando. Luego el asombro y la alegría sustituyeron a la ferocidad que había contorsionado sus facciones —una ferocidad que la había hecho retroceder a ella horrorizada como si hubiese topado con algo que no había conocido en su agradable vida. —¡Eres tú! —dijo él pasándose la mano por la frente—. ¡Y pensar que vienes a verme tú, vida de mi vida, y a mí no se me ocurre otra cosa que estrangularte! Ven aquí, cariño —y le tendió los brazos—. Deja que te lo compense. Pero ella no se había repuesto de aquel súbito destello de temor culpable que había leído en el rostro del hombre. Todo su instinto de mujer le decía que no era simplemente el miedo propio de quien se sobresalta. Era un sentimiento de culpa, eso, de culpa y miedo. —¿Qué te ocurre, Jack? —exclamó—. ¿Por qué tenías tanto miedo de mí? ¡Oh, Jack, si tuvieses la conciencia en paz, no me habrías mirado de esa manera! —Es que estaba pensando en otras cosas, y cuando viniste tan sigilosa con esos lindos pies tuyos… —No, no; era más que esto, Jack. —La invadió una sospecha repentina—. Déjame ver la carta que escribías. —Pero Ettie, eso no puedo hacerlo. Las sospechas de la chica se convirtieron en certezas. —¡Hay otra mujer! —exclamó—. Lo sé. ¿Qué otro motivo habría para que me ocultes la carta? ¿Es que estabas escribiendo a tu esposa? ¿Cómo puedo yo saber que no estás casado, si eres un forastero y nadie te conoce? —No estoy casado, Ettie. Mira, te lo juro. Para mí no hay más mujer en el mundo que tú. Por la cruz de Cristo, ¡te lo juro! Protestaba con tanto apasionamiento que ella no podía creerle. —Bien, entonces —exclamó ella—, ¿por qué no me dejas ver la carta? —Te lo diré, cariño —dijo—. He jurado no enseñarla, y lo mismo que no faltaría a la palabra que te he dado, voy a ser leal a los que han recibido mi promesa. Es cosa de la Logia, y tiene que ser secreta hasta para ti. Y si me asusté al sentir tu mano, ¿no puedes comprender que podría haber sido la mano de un poli? La muchacha sintió que le estaba diciendo la verdad. Él la tomó en sus brazos y ahuyentó a besos todos los temores y dudas. —Entonces, siéntate aquí a mi lado. No es el trono que se merece una reina como tú, pero es lo mejor que ha podido encontrar tu pobre amor. Cualquier día de estos, espero poder conseguirte algo mejor. ¿Estás tranquila ya, no? —¿Cómo puedo estar tranquila, Jack, si sé que eres un criminal que anda entre criminales? Si nunca sé qué día van a decirme que estás preso por un asesinato. McMurdo el Scowrer... así te llamó ayer uno de los huéspedes. Me atravesó el corazón como un cuchillo. —Las palabras duras no rompen ningún hueso. —Pero eran palabras ciertas. —Cariño, no es tan malo eso como crees. Somos pobres hombres que tratamos de conseguir nuestros derechos a nuestro modo. Ettie echó los brazos en torno al cuello de su amor. —¡Déjalo, Jack! Por mí... Por Dios, ¡déjalo! Vine aquí para pedírtelo. Oh, Jack, mira, te lo suplico de rodillas. Aquí de rodillas delante de ti, te suplico que lo dejes. Él la levantó y la consoló apretando la cabeza de ella contra su pecho. —Pero cariño, si no sabes lo que me pides. ¿Cómo puedo dejarlo si sería romper el juramento y abandonar a los camaradas? Si pudieses comprender mi situación, ni se te ocurriría decirme esto. Además, aunque yo quisiese hacerlo, ¿cómo iba a poder? No vas a imaginar que la Logia permitiría que quedase uno por ahí libre en posesión de todos sus secretos. —He pensado en esto, Jack. Lo he planeado todo. Padre tiene algún dinero ahorrado. Está cansado de este lugar, en que el miedo a esa gente ensombrece nuestras vidas. Está dispuesto a irse. Podríamos escapar juntos a Filadelfia o a Nueva York, y allí estaríamos seguros. McMurdo se rió. —La Logia tiene un brazo muy largo. ¿Piensas que no podría alcanzarnos en Filadelfia o en Nueva York? —Bien, pues entonces vamos al Oeste, o a Inglaterra, o a Suecia, que es de donde vino padre. A cualquier lado, con tal de escapar de este Valle de Miedo. McMurdo pensó en el hermano Morris. —Pues es la segunda vez que oigo llamar así a este valle —dijo—. Parece que realmente pese una sombra muy fuerte sobre algunos de vosotros. —Oscurece cada uno de los momentos de nuestra vida. ¿Supones que Ted Baldwin nos ha perdonado? Si no fuese porque te tiene miedo, ¿qué posibilidades crees que tendríamos? Si vieses la mirada de esos ojos oscuros y famélicos posados sobre mí… —¡Demonios! Como le pille, le enseñaré a tener mejor educación. Pero mira, niña, no puedo irme de aquí. No puedo. Tienes que hacerte a la idea de una vez por todas. Pero si me dejas hacer las cosas a mi modo, buscaré la forma de salir de esto de forma honorable. —No hay honor en eso. —Bien, bien, esa es tu forma de verlo. Pero si me das seis meses trabajaré de forma que pueda irme sin tener que bajar la mirada ante los demás. La chica rió de alegría. —¡Seis meses! —exclamó—. ¿Es una promesa? —Bien, pueden ser siete u ocho. Pero en un año a más tardar dejaremos este valle. Fue lo más que pudo conseguir Ettie, pero ya era algo. Era una luz lejana que iluminaba el sombrío futuro inmediato. La chica volvió a casa de su padre con el corazón más ligero que en todo el tiempo transcurrido desde que Jack McMurdo se había cruzado en su vida. Cabía pensar que como miembro tendría conocimiento de todas las actividades de la sociedad, pero pronto descubrió que la organización era más amplia y compleja que aquella simple Logia. Incluso el jefe McGinty ignoraba muchas cosas, pues había un alto cargo llamado delegado del condado que vivía en Hobsonʼs Patch, mucho más abajo, y tenía autoridad sobre varias logias y la ejercía de forma repentina y arbitraria. McMurdo sólo le vio una vez. Era un hombrecillo miserable y astuto de pelo entrecano que cojeaba un poco y miraba de reojo con tremenda malicia. Se llamaba Evans Pott, e incluso el gran jefe de Vermissa sentía por él una repulsión y miedo semejantes a los que podía sentir el corpulento Danton por el enclenque pero peligroso Robespierre(revolucionarios franceses, el primero fue guillotinado por orden del segundo). Cierto día Scanlan, que era el compañero de pensión de McMurdo, recibió una nota de McGinty que incluía otra de Evans Pott, para informarle de que iba a mandar a donde ellos a dos tipos de confianza, Lawler y Andrews, que tenían instrucciones para actuar en la zona, aunque era mejor para la causa que no se diese ninguna indicación sobre su objetivo. ¿Quería el maestro encargarse de que se les ofreciese alojamiento y todo lo que necesitasen hasta que llegase el momento de la acción? McGinty añadía que nadie podía pasar desapercibido en la Casa del Sindicato y que por tanto, agradecería a McMurdo y Scanlan que acomodasen a los forasteros en su casa por unos pocos días. Aquella misma tarde llegaron los dos hombres, con sendos sacos de mano. Lawler era un hombre mayor, mezquino, callado y reservado, enfundado en un viejo abrigo negro que, junto con el sombrero de fieltro y la barba desvaída y gris le daba un aspecto general de predicador itinerante. Su compañero, Andrews, era todavía un muchacho, de rostro franco y jovial, con el aire desenvuelto de quien está de vacaciones y quiere disfrutarlas aprovechando el tiempo. Ambos hombres eran totalmente abstemios, y se comportaban en todo como miembros ejemplares de la sociedad, con la única salvedad de que eran asesinos que habían demostrado muchas veces ser instrumentos excelentes para aquella Asociación del crimen. Lawler había desempeñado ya catorce misiones de ese tipo, y Andrews tres. A McMurdo le llamó la atención que estuviesen tan dispuestos a hablar de las hazañas pasadas, que contaban con el orgullo medio pudoroso de quien ha hecho un valioso y desinteresado servicio a la comunidad. En cambio, eran muy reticentes en cuanto a la tarea que tenían ahora entre manos. —Nos eligieron porque ninguno de los dos bebemos —explicó Lawler—. Pueden confiar en que no diremos ni una palabra más de la cuenta. No debéis tomarlo a mal, pero son órdenes del delegado del condado y tenemos que obedecerlas. —Claro que todos estamos en el lío —dijo Scanlan, el compañero de McMurdo, cuando los cuatro se sentaron a cenar. —Cierto, y podríamos tirarnos hasta el año que viene hablando de la muerte de Charlie Williams, o de Simon Bird, o de cualquier otra faena ya pasada. Pero no decimos ni palabra hasta que el trabajo está hecho. —Por aquí hay media docena de elementos a los que me gustaría darles un escarmiento —dijo McMurdo con un juramento—. Supongo que no iréis a por Jack Knox, de Ironhill. Me gustaría ver cómo recibe ése su merecido. —No; no es él todavía. —¿Ni Herman Strauss? —No, tampoco. —Bien, si no queréis decírnoslo, no podemos obligaros, pero a mí me gustaría saberlo. Lawler sonrió y meneó la cabeza. A él no había quien le sonsacase. A pesar de la reticencia de sus huéspedes, Scanlan y McMurdo estaban totalmente decididos a asistir a lo que llamaban «lo divertido». Por tanto, cuando una mañana a horas muy tempranas McMurdo oyó que los visitantes estaban bajando de puntillas las escaleras, despertó a Scanlan y los dos se vistieron precipitadamente. Cuando estuvieron vestidos vieron que los otros se habían largado, dejando la puerta abierta. No había amanecido aún, y a la luz de las farolas pudieron ver a dos hombres que caminaban calle abajo. Les siguieron disimuladamente, andando sin ruido por la espesa nieve. La pensión donde estaban se encontraba casi en el extremo del poblado, y pronto estuvieron en la encrucijada de las afueras. Allí estaban aguardando tres hombres, con los que Lawler y Andrews mantuvieron una breve y rápida conversación. Luego avanzaron todos juntos. Era evidente que se trataba de algún trabajo de importancia, que requería mucha gente. En aquel punto se juntaban varios caminos que conducían a diversas minas. Los forasteros cogieron el que conducía a Crow Hill, una gran empresa que estaba en buenas manos y que había sido capaz de mantener cierto orden y disciplina durante el largo reinado del terror, gracias al enérgico y valiente director Josiah H. Dunn, de Nueva Inglaterra. Estaba rayando el alba, y una hilera de trabajadores se abría paso, de a uno o en grupos, por el oscuro sendero. McMurdo y Scanlan caminaron entre ellos, sin perder de vista a los hombres a quienes seguían. Había una niebla densa, y de las entrañas de ésta salió de repente el grito de una sirena de vapor. Era la señal que se daba diez minutos antes de que los montacargas descendiesen a los pozos para empezar la jornada. Cuando llegaron a la explanada que rodeaba la boca de la mina había cien mineros aguardando, dando patadas y palmadas por el tremendo frío que hacía. Los forasteros formaban un pequeño grupo resguardado en la sombra del pabellón de la mina. Scanlan y McMurdo se subieron a un montón de escombros desde el que podían dominar toda la escena. Vieron que el ingeniero de la mina, un escocés muy barbudo llamado Menzies, salía de las oficinas y daba un pitido para que descendiesen las jaulas. En el mismo instante, un joven alto y desgarbado, de rostro afeitado y vivaz, se adelantó rápidamente hacia la boca de la chimenea. Al pasar se fijó en el grupo silencioso e inmóvil situado junto a las oficinas. Los del grupo se habían calado los sombreros y levantado los cuellos para taparse el rostro. Por un instante, el presentimiento de la muerte puso su fría mano en el corazón del director. Pero inmediatamente lo apartó para centrar su atención en el deber hacia los forasteros intrusos. —¿Quiénes sois? —preguntó conforme avanzaba—. ¿Qué hacéis ahí? No hubo respuesta, pero el joven Andrews avanzó y le disparó al estómago. Los cien mineros que aguardaban permanecieron tan inmóviles e impotentes como si estuviesen paralizados. El director se llevó las dos manos a la herida y se dobló. Se tambaleó, pero otro de los asesinos disparó y el hombre cayó de lado dando con los pies y las manos contra los trozos de ladrillo renegrido que allí se amontonaban. Al verlo, Menzies, el escocés, dio un rugido de rabia y se abalanzó hacia los asesinos con una gran llave de hierro, pero le recibieron un par de tiros y cayó derribado a los pies mismos de los forasteros. Algunos de los mineros se disponían a avanzar, y se oía un grito inarticulado de dolor y rabia, pero un par de los forasteros vaciaron sus revólveres de seis balas al aire, por encima de la multitud, y ésta se dispersó, volviendo parte de la gente como alocados hacia sus casas de Vermissa. Cuando lograron reunirse algunos de los más valientes, y volvieron a la mina, la banda asesina se había desvanecido entre la niebla de la mañana sin que quedase ni un solo testigo capaz de jurar quiénes eran los hombres que habían realizado el doble crimen delante de cien espectadores. Scanlan y McMurdo se volvieron, el primero un tanto impresionado por ser el primer asesinato que veía con sus propios ojos, y le pareció menos divertido de lo que le habían hecho creer. Los gritos terribles de la esposa del director muerto les persiguieron durante todo el apresurado regreso a la ciudad. McMurdo estaba silencioso y absorto, pero no mostró ninguna simpatía por la debilidad de su compañero. —Es como la guerra —repetía—. Que es sino una guerra entre ellos y nosotros. Tenemos que responder como mejor podamos. Aquella noche hubo celebración por todo lo alto en la sala de la Logia de la Casa del Sindicato, no sólo por la muerte del director y el ingeniero de la mina de Crow Hill, que obligaría a esa organización a mantenerse a raya junto con las demás compañías del distrito aterrorizadas y objeto de chantaje, sino también por un triunfo distante que había sido obra de la propia Logia. Al parecer, cuando el delegado del condado mandó cinco hombres de primera a dar un golpe en Vermissa, había pedido que a cambio tres hombres de Vermissa fuesen elegidos en secreto y enviados a matar a William Hales, de Stake Royal, uno de los propietarios de minas más conocidos y populares del distrito de Gilmerton, un hombre que se creía no tenía ningún enemigo, pues era en todos los aspectos un empresario modelo. Sin embargo, había insistido en la necesidad de trabajar eficazmente, y por tanto despidió a algunos empleados borrachos y ociosos que eran miembros de la sociedad todopoderosa. Los avisos de muerte colocados en su puerta no habían debilitado su decisión y así se vio condenado a muerte en un país libre y civilizado. La ejecución se había llevado a cabo debidamente. Ted Baldwin, que estaba arrellanado en el lugar de honor, al lado del maestro, había sido el jefe de la partida. El ardor del rostro y el brillo sangriento de sus ojos denotaban poco sueño y mucha bebida. Él y los dos compañeros habían pasado la noche anterior en el monte. Iban desaliñados y llenos de humedad. Nunca unos héroes fueron objeto de un recibimiento más caluroso por parte de los compañeros a la vuelta de una expedición victoriosa. Se contó mil veces lo sucedido entre gritos de satisfacción y grandes risotadas. Habían aguardado a que el hombre se dirigiese a su casa por la noche, apostados en la cima de una empinada colina, donde el caballo del tipo tendría que ir al paso. La víctima iba tan arrebujada por causa del frío que no pudo ni echar mano a la pistola. Le habían descabalgado y dispararon sobre él repetidamente. Ninguno de ellos conocía al muerto, pero una muerte conlleva siempre un drama eterno, y les habían demostrado a los Scowrers de Gilmerton que los tipos de Vermissa eran gente de confianza. Habían tenido un contratiempo: que un hombre y su mujer se habían acercado al lugar cuando todavía se encontraban ellos vaciando sus cargadores en el cuerpo silencioso. Se pensó en abatirlos a tiros a los dos, pero no eran gente peligrosa, no tenían ninguna relación con las minas, y por tanto les dieron orden de seguir adelante y cerrar el pico si no querían que les ocurriese algo peor. Y con esto dejaron allí aquel rostro empapado de sangre, como advertencia para todos los empresarios de corazón duro, y los tres nobles vengadores se habían refugiado a toda prisa en el monte, donde la naturaleza llega hasta el borde mismo de los hornos y los montones de escombros. Había sido un gran día para los Scowrers. La sombra que planeaba sobre el valle se había hecho más densa aún. Pero el general avisado elige el momento de la victoria para redoblar sus esfuerzos a fin de no permitir que el enemigo se recupere del desastre sufrido, y por tanto el jefe McGinty, contemplando el tablero de operaciones con mirada maliciosa y resuelta, había ideado un nuevo ataque contra los que le ofrecían resistencia. Aquella misma noche, al disolverse la reunión de semiborrachos, le dio un toque en el brazo a McMurdo y se lo llevó a la habitación interior donde habían celebrado su primera entrevista. —Mira, muchacho —dijo—, por fin tengo un trabajo digno de ti. Dejo en tus manos la forma de hacerlo. —Me siento orgulloso —respondió McMurdo. —Puedes disponer de dos hombres: Manders y Reilly. Ya están advertidos. En este distrito no tendremos paz hasta que no hayamos ajustado las cuentas con Chester Wilcox, y si te lo cargas tendrás el agradecimiento de todas las logias de la cuenca. —Entonces, haré todo lo posible. ¿Quién es y dónde puedo encontrarle? McGinty se sacó de la boca el eterno cigarro medio mascado y medio consumido, y procedió a trazar un rudimentario esquema en una página que arrancó de la agenda. —Es el principal encargado de la Iron Dyke Company. Un tipo duro, antiguo sargento de la guerra, lleno de cicatrices y pólvora. Hemos intentado cargárnoslo dos veces, pero no hubo suerte, y Jim Carnaway perdió la vida en el intento. Ahora te toca a ti. Ésta es la casa, completamente solitaria, en el cruce de Iron Dyke, tal como ves aquí en el mapa. No hay ninguna otra casa desde la que se pueda oír. De día es mal plan. Va armado y dispara rápido y bien, sin hacer preguntas. Pero a la noche... ahí lo tienes, con la mujer, tres niños y un criado. No podemos actuar de forma selectiva. O nos los cargamos a todos, o a ninguno. Si pudieses poner un saco de dinamita en la puerta principal con una mecha lenta… —¿Qué ha hecho ese tipo? —¿No te digo que mató a Jim Carnaway? —¿Por qué le disparó? —¿Y a ti qué diablos te importa? Carnaway merodeaba alrededor de su casa por la noche, y él le disparó. Eso basta para mí y para ti. Tienes que hacerlo bien. —Y esas dos mujeres y tres niños... ¿tienen que volar por los aires también? —Tiene que ser así, porque de lo contrario, ¿cómo le pillamos? —Me parece muy injusto si no han hecho nada. —¿Pero qué dices? ¿No te echarás atrás? —Calma, Consejero, calma. ¿He dicho o hecho yo algo que le pueda hacer pensar que voy a echarme atrás de una orden del maestro de mi propia Logia? A usted le toca decidir si está bien o mal. —¿Lo harás, entonces? —Naturalmente. —¿Cuándo? —Bien, mejor me dé una noche o dos para poder observar la casa y hacerme planes. Entonces… —Muy bien —dijo McGinty, estrechándole la mano—. Lo dejo en tus manos. El día que nos des la noticia será un gran día. Será el golpe decisivo para ponerles a todos de rodillas. McMurdo pensó mucho tiempo y muy intensamente en el encargo que le habían asignado tan de repente. La solitaria casa en que vivía Chester Wilcox se encontraba a unos ocho kilómetros, en un valle adyacente. Aquella misma noche fue allí completamente solo para preparar el atentado. Al amanecer aún no había vuelto de la misión de reconocimiento. Al día siguiente se entrevistó con sus dos subordinados, Manders y Reilly, jóvenes despiadados, que estaban tan orgullosos como si anduviesen en una cacería de bisontes. Dos noches más tarde se encontraron fuera de la ciudad, armados los tres, y llevando uno de ellos un saco lleno de explosivo que se usa en las canteras. Llegaron a la casa a las dos de la madrugada. Era una noche de mucho viento, y nubes entrecortadas pasaban rápidamente por delante del rostro de una luna casi llena. Les habían advertido que llevasen ojo con los dogos, y por tanto avanzaron con cautela, llevando en la mano las pistolas cargadas. Pero no hubo más ruido que el ulular del viento, ni más movimientos que los de las ramas que se sacudían sobre sus cabezas. McMurdo puso el oído a la puerta de la solitaria casa, pero todo estaba en calma. Luego apoyó el saco de explosivos contra ella, abrió un boquete en el saco con la navaja, y puso la mecha. Cuando estuvo bien encendida, él y los dos compañeros pusieron pies en polvorosa, y se cobijaron a cierta distancia, tras un terraplén, antes de que el ensordecedor estruendo de la explosión y el derrumbamiento sordo y total del edificio les advirtiesen que habían cumplido la misión. En todos los anales llenos de sangre de la sociedad no se había dado un trabajo más limpio. Lástima que una labor tan bien organizada y concebida con tanta audacia resultase al cabo enteramente inútil. Advertido por la suerte que habían corrido las recientes víctimas, y sabiendo que estaba en la lista, Chester Wilcox se había trasladado aquel mismo día junto con su familia a una residencia más segura y menos conocida, donde estaba bajo protección de la policía. La casa destruida por la pólvora estaba vacía, y el sombrío ex sargento seguía imponiendo disciplina a los mineros de la Iron Dyke. —Déjemelo a mí —dijo McMurdo—. Ese hombre es mío, y voy a pillarle, aunque tenga que aguardar un año. El pleno de la Logia votó una resolución de agradecimiento y confianza, y ahí quedó el asunto por un tiempo. Cuando pocas semanas más tarde los periódicos informaron de que a Wilcox le habían tendido una emboscada y habían disparado contra él, fue un secreto a voces que McMurdo seguía trabajando en su labor inconclusa. Tales eran los métodos de la Sociedad de los Hombres Libres, y tales las hazañas con que los Scowrers extendían su ley del miedo por aquel distrito grande y rico que tan largo tiempo se vio hostigado por su terrible presencia. ¿Para qué manchar estas páginas con más crímenes? ¿No he dicho lo suficiente para presentar a esa gente y sus métodos? Sus hazañas están escritas en la historia, y el que quiera conocer más pormenores puede recurrir a los fieles registros que los contienen. En ellos podemos saber del acribillamiento de los policías Hunt y Evans por haberse aventurado a detener a dos miembros de la sociedad —atentado doble planificado en la Logia de Vermissa y realizado a sangre fría contra dos hombres inermes sin posibilidad de defenderse—. También puede leerse el asesinato a tiros de la señora Larbey, mientras cuidaba a su marido, que había recibido una paliza casi mortal por orden del jefe McGinty. La muerte del anciano Jenkins, seguida al poco por la de su hermano, la mutilación de James Murdoch, la voladura de la familia Staphouse, y él asesinato de los Stendals, toda una rápida sucesión durante un invierno terrible. Oscura era la sombra que cubría el Valle del Terror. Llegó la primavera con torrenteras impetuosas y árboles verdecientes. Después de verse sometida a una garra de hierro, toda la naturaleza estaba llena de esperanza; pero no la había para los hombres y mujeres que vivían bajo el yugo del terror. La nube que se cernía sobre sus cabezas nunca había sido tan espesa y desesperanzada como a principios de verano del año 75. - 13 - PELIGRO El reino del terror se encontraba en su apogeo. McMurdo, que ya había sido nombrado diácono, y tenía todas las bazas para suceder algún día a McGinty en el puesto de maestro, era ya tan necesario en los consejos de sus compañeros que nada se hacía sin su ayuda y parecer. Sin embargo, cuanto más popular era entre los Hombres Libres, más negras eran las miradas que se le dirigían al pasar por las calles de Vermissa. A pesar del terror, los ciudadanos se estaban animando a unirse contra los opresores. A la Logia habían llegado rumores de reuniones secretas celebradas en las oficinas del Herald, y de un reparto de armas entre la gente partidaria de la ley. Pero McGinty y sus compañeros no se turbaban por esos informes. Eran muchos, decididos y bien armados. Sus adversarios estaban desperdigados e impotentes. Como siempre había ocurrido, todos aquellos amagos acabarían en chácharas sin salida, y posiblemente en importantes detenciones. Así decían McGinty, McMurdo y los más valientes. Era un sábado por la tarde del mes de mayo. El sábado era siempre la noche de la Logia, y McMurdo salía de su casa para acudir a la asamblea en el momento en que se presentó a verle Morris, el más débil de la Orden. Iba cuidadosamente peinado y su afable rostro parecía demacrado y anguloso. —¿Puedo hablar libremente con usted, señor McMurdo? —Claro. —No puedo olvidar que en cierta ocasión le abrí mi corazón y que usted se lo calló, a pesar de que vino a hacerle preguntas el jefe en persona. —¿Qué otra cosa podía yo hacer si usted había confiado en mí? Esto no significa que yo estuviese de acuerdo con lo que me dijo. —Lo sé bien. Pero usted es el único al que puedo hablar con seguridad. Tengo aquí un secreto... —se llevó la mano al pecho—, que me está quemando y matando. Ojalá se hubiese enterado cualquier otro que no fuese yo. Si lo digo, va a tener como consecuencia un asesinato, sin duda alguna. Si no lo digo, puede ser el fin de todos nosotros. Que Dios me ayude, porque esto me tiene casi fuera de mis casillas. McMurdo le miró con interés. El hombre temblaba de pies a cabeza. Le puso un poco de whisky en un vaso y se lo tendió. —Esto es una medicina para gente como usted —dijo—. Ahora cuénteme. Morris bebió y su cara tomó algo de color. —Se lo puedo decir todo en una frase —dijo—. Hay un detective que nos sigue los pasos. McMurdo le miró asombrado. —Pero hombre, ¿está usted loco? —dijo—. Si está todo esto lleno de policías y secretas, y ¿qué mal nos han hecho? —No, no; no es ninguno del distrito. Como usted dice, a estos les conocemos, y poco pueden hacer. ¿Pero ha oído usted hablar de los Pinkerton? —He leído algunas cosas de gente que se llamaban así. —Bien, yo puedo asegurarle que si esa gente le siguen a uno, no hay escapatoria. No es un plan del gobierno que puede tener mejores o peores resultados. Es una decisión absolutamente firme de una empresa que busca unos resultados, y no ceja hasta conseguirlos de la forma que sea. Si hay un Pinkerton que se ha metido a fondo en este asunto, estamos todos destruidos. —Tenemos que matarle. —¡ Ah! Es lo primero que se le ocurrió, ¿no? Igual va a suceder en la Logia. ¿No le dije que esto acabaría en asesinato? —¿Pero qué es el asesinato? ¿No es algo muy corriente por aquí? —Exactamente, pero yo no quiero señalar a quién hay que asesinar. Nunca me quitaría el remordimiento de encima. Sin embargo, pueden estar en juego nuestros pescuezos. En nombre de Dios, ¿qué tengo que hacer? —Andaba de un lado para otro, la indecisión era para él una agonía. Pero sus palabras habían impresionado profundamente a McMurdo. Era fácil ver que compartía la opinión del otro en cuanto al peligro y la necesidad de hacerle frente. Cogió a Morris del hombro y le sacudió con decisión. —Mire, hombre —exclamó con palabras que casi eran gritos exaltados—, si se queda ahí sentado lamentándose como una viuda en el velatorio, no va a conseguir nada. Vamos a ver los hechos. ¿Quién es ese tipo? ¿Dónde se encuentra? ¿Cómo se enteró usted? ¿Por qué vino a verme a mí? —Vine a verle porque es el único que puede aconsejarme. Le dije que antes de venir aquí yo tenía una tienda en el Este. Dejé allí buenos amigos, y uno de ellos trabaja en telégrafos. Aquí tengo una carta suya que recibí ayer. Es ese trozo de la parte de arriba de la página. Puede leer usted mismo. Esto fue lo que McMurdo leyó: «¿Qué tal les va a los Scowrers en vuestra zona? Los periódicos hablan mucho de ellos. Entre nosotros, espero tener noticias tuyas pronto. Cinco grandes empresas y los dos ferrocarriles han decidido acabar con el asunto. Se han empeñado en ello, y puedes apostar a que lo conseguirán. Ya lo tienen muy preparado. Siguiendo sus órdenes, Pinkerton se ha ocupado del caso, y tiene en la labor a su mejor hombre, Birdy Edwards. Hay que cortar eso inmediatamente.» —Ahora lea la postdata. «Naturalmente, lo que te he contado es lo que he podido saber en el trabajo, o sea que no hay más. Son mensajes con una cifra muy rara que los manejas cada día en la oficina sin poder saber qué significan.» McMurdo permaneció sentado en silencio con la carta en las manos, inmóvil. En un momento, se había desvanecido la niebla, y se encontraba con el abismo delante. —¿Sabe esto alguno más? —preguntó. —No se lo he dicho a nadie. —Pero ese hombre, su amigo, ¿tiene algún otro conocido al que pueda escribirle? —Yo diría que conoce a uno o dos más. —¿De la Logia? —Probablemente. —Se lo pregunto porque es muy posible que haya dado alguna descripción de ese sujeto, de Birdy Edwards. Y eso nos permitiría seguirle la pista. —Pues es posible. Pero no creo que lo sepa. Me dice que se ha enterado por el oficio. Por tanto, ¿cómo va a conocer a ese Pinkerton? McMurdo tuvo un exabrupto. —¡Demonios! —exclamó—. Ya le tengo. ¡Qué burro fui al no darme cuenta! ¡Dios, menos mal! Le vamos a pillar antes de que pueda hacer ningún daño. Mire usted, Morris, ¿por qué no deja este asunto en mis manos? —Con mucho gusto, si me lo quita de las mías. —Se lo quito. Usted manténgase tranquilamente al margen y déjeme hacer a mí. No necesito ni mencionarle a usted. Me encargo yo, como si la carta la hubiese recibido yo. ¿Contento? —Es lo que iba a pedirle. —Entonces dejémoslo así y pico cerrado. Ahora iré a la Logia, y le juro que el viejo Pinkerton pronto tendrá de qué lamentarse. —¿No van a matar a ese hombre? —Amigo Morris, cuanto menos sepa usted, más tranquila tendrá la conciencia y mejor va a dormir. No haga preguntas, y deje que las cosas se arreglen solas. Este asunto queda en mis manos. Morris se despidió abatido, meneando la cabeza. —Siento que tengo las manos manchadas con la sangre de ese tipo —gruñó. —La defensa propia no es ningún asesinato, ¿sabe? —dijo McMurdo sonriendo con malicia—. O él, o nosotros. Si a ese hombre le dejásemos actuar un tiempo en el Valle, sin duda acabaría con todos nosotros. Vamos, hermano Morris, que todavía tendremos que elegirle a usted maestro por salvar a la Logia. Las acciones de McMurdo revelaban a las claras que se tomaba el asunto de esa infiltración mucho más en serio que lo que dejaban entrever sus palabras. Fuese por mala conciencia, por la fama de la organización de Pinkerton, por saber que grandes empresas se habían decidido a exterminar a los Scowrers, o por la razón que fuese, actuaba como quien se prepara para lo peor. Antes de salir de casa destruyó todo papel que le pudiese comprometer. Luego suspiró profundamente aliviado, pues le pareció que estaba a salvo; y sin embargo, todavía debía sentirse amenazado, pues de camino para la Logia pasó por casa del viejo Shafter. Tenía prohibida la entrada, pero cuando repicó en los cristales de cierta ventana, Ettie salió a verle. La malicia juguetona irlandesa había desaparecido de sus ojos de enamorada. En su tenso rostro se revelaba la conciencia de peligro. —¡Ha ocurrido algo! —exclamó—. ¡Oh, Jack, estás en peligro! —No pasa nada importante, corazón. Pero convendría tomar medidas antes de que las cosas se pongan peor. —¿Tomar medidas? —En cierta ocasión te prometí que algún día me iría. Creo que está llegando el momento. Esta noche he tenido ciertas noticias... malas. Y veo que va a haber problemas. —¿La policía? —Un Pinkerton. Pero bueno, claro, tú no debes saber qué es eso, prenda, ni qué significa para la gente como yo. Estoy demasiado metido en este asunto, y es posible que tenga que volar rápidamente. Dijiste que si yo me iba irías conmigo. —¡Oh, Jack! Sería tu salvación. —En algunas cosas soy un hombre honrado, Ettie. Por nada del mundo le haría yo daño ni a un solo pelo de tu encantadora cabecita, ni te rebajaría ni un centímetro del trono de oro situado sobre las nubes donde siempre te veo. ¿Puedes confiar en mí? Ella puso la mano en la de él sin decir palabra. —Bien, entonces escucha lo que te digo y hazlo, porque es la única salida que nos queda. En este valle van a ocurrir muchas cosas. Mi cuerpo lo presiente. Para muchos de nosotros será el sálvese quien pueda. Y es mi caso. Si yo me voy, sea de día o de noche, ¡tienes que venir conmigo! —Te seguiré, Jack. —No, no; tienes que venir conmigo. Si este valle queda cerrado para mí y no puedo volver nunca, ¿cómo iba a dejarte aquí, si puede que yo ande escondido de la policía sin poder hacerte llegar ni un mensaje? Tienes que venir cuando me vaya. Conozco a una buena mujer del sitio de donde vine, y te dejaré con ella hasta que nos podamos casar. ¿Vendrás? —Sí, Jack, iré. —Que Dios te bendiga por confiar en mí. Si yo abusase lo más mínimo de esa confianza sería el diablo más maligno del infierno. Ahora presta atención, Ettie. Te haré llegar una sola palabra, y cuando la recibas tienes que dejar todo lo que tengas entre manos e ir enseguida a la sala de espera de la estación a aguardar hasta que yo te recoja. —Sea de día o de noche, cuando me llegue esa palabra iré, Jack. Algo más tranquilo al haber iniciado los preparativos para su propia fuga, McMurdo se dirigió a la Logia. Se encontraba ya reunida, y sólo gracias a complicadas señas y contraseñas pudo cruzar la guardia exterior y la interior que preservaban herméticamente la asamblea. Al entrar fue acogido por un murmullo de alegría y bienvenida. La larga habitación estaba hasta los topes, y entre la humareda de tabaco pudo distinguir la enmarañada melena negra del maestro, las facciones crueles y hoscas de Baldwin, la cara de buitre de Harraway, el secretario, y otra serie de dirigentes de la Logia. Se alegró de que estuviesen todos allí para poder deliberar sobre las noticias que traía. —¡Hombre, hermano, nos alegramos realmente de verte! —exclamó el presidente—. Tenemos un caso aquí que sólo un Salomón(en referencia al Rey Salomón y su sabiduría) puede solucionar. —Se trata de Lander y Egan —le explicó el vecino al sentarse—. Los dos pretenden que se les dé la parte principal del dinero adjudicado por la Logia por la muerte a tiros del anciano Crabbe en Stulestown, ¿y cómo se puede saber quién le dio? McMurdo se puso en pie y levantó la mano. La expresión de su rostro dejó helado al auditorio. Hubo un inquieto murmullo de expectación. —Venerable Maestro —dijo con voz solemne—. Planteo una moción de urgencia. —El hermano McMurdo plantea urgencia —dijo McGinty—. Según las normas de la Logia, tiene preferencia. Hermano, te escuchamos. McMurdo se sacó la carta del bolsillo. —Venerable Maestro, venerables hermanos —dijo—, traigo malas noticias, pero es mejor conocer el peligro y discutirlo a que nos caiga inesperadamente un golpe que nos destruya a todos. Tengo información de que las organizaciones más potentes y ricas de este Estado se han coaligado para destruirnos, y que en este mismo momento hay un agente de Pinkerton, un tal Birdy Edwards, que está trabajando en el Valle, recogiendo pruebas para poner una soga al cuello a muchos de nosotros, y mandar a todos los aquí reunidos a una celda por criminales. He pedido la urgencia para discutir esta situación. Se produjo un silencio de muerte. Lo interrumpió el presidente. —¿Qué pruebas tienes, hermano McMurdo? —preguntó. —Ésta carta que ha caído en mis manos —dijo McMurdo. Leyó el trozo en voz alta—. Por una cuestión de honor no puedo daros más detalles sobre esta carta, ni ponerla en vuestras manos, pero os aseguro que no hay en ella nada más que pueda afectar a los intereses de la Logia. Os he planteado el caso tal como lo he conocido. —Señor Presidente —dijo uno de los veteranos—, permítaseme decir que he oído hablar de ese Birdy Edwards, y que tiene fama de ser el mejor de la agencia de Pinkerton. —¿Le conoce alguien de vista? —preguntó McGinty. —Sí —dijo McMurdo—. Yo. Hubo en la sala un murmullo de asombro. —Y creo que le tenemos en la palma de la mano —continuó con una sonrisa exultante en el rostro—. Si actuamos rápidamente y bien, podemos atajar esto de inmediato. Si cuento con vuestra confianza y vuestra ayuda, no hay mucho que temer. —¿Y qué íbamos a temer? ¿Qué puede saber de nuestros asuntos? —Consejero, esto podría decirlo si todos fuesen tan firmes como usted. Pero ese hombre está respaldado por todos los millones de los capitalistas. ¿Piensa que no hay en todas nuestras logias ningún hermano débil que pueda ser comprado? Conseguirá nuestros secretos, eso si no los ha conseguido ya. Sólo hay un remedio seguro. —Que nunca salga del valle —dijo Baldwin. McMurdo asintió. —Eso, hermano Baldwin —dijo—. Usted y yo hemos tenido nuestras diferencias, pero esta noche habéis dado en el clavo. —¿Dónde está, entonces? ¿Cómo podemos conocerle? —Venerable Maestro —dijo McMurdo con decisión—, yo os plantearía que este asunto es demasiado vital como para discutirlo en el pleno de la Logia. Que Dios no permita que yo ponga en duda a ninguno de los aquí presentes, pero si llega a oídos de ese hombre aunque sea un pequeño rumor, ya no tendríamos ninguna posibilidad de pillarle. Yo pediría a la Logia que elija un comité de confianza, Señor Presidente: Usted mismo, si se me permite hacer sugerencias, el hermano Baldwin, y cinco más. Entonces os podría hablar libremente de lo que sé y de lo que pienso que hay que hacer. La propuesta fue adoptada de inmediato, y se eligió el comité. Además del Presidente y de Baldwin, estaban el secretario de cara de buitre, Harraway; Tigre Cormac, el brutal y joven asesino; Cárter, el tesorero; y los hermanos Willaby, que eran hombres desesperados y sin miedo, dispuestos a todo. La fiesta habitual de la Logia fue breve y mustia, porque negros nubarrones embargaban el ánimo de la gente, y muchos de los presentes empezaban a vislumbrar por primera vez en su vida la tormenta de la Ley vengadora en aquel cielo sereno bajo el que habían morado tanto tiempo. Los horrores con que castigaban a los demás habían venido a ser parte integrante de la rutina de sus vidas hasta tal punto que la idea de recibir su merecido era para ellos completamente remota, y al verla de cerca les resultaba increíble. Se levantaron pronto, dejando a los dirigentes que deliberasen. —Adelante, McMurdo —dijo McGinty cuando se quedaron solos. Los siete hombres estaban helados. —Os acabo de decir que conocía a Birdy Edwards —explicó McMurdo—. No es preciso decir que no se encuentra aquí con ese nombre. Apostaría a que es valiente, pero no loco. Se camufla tras el nombre de Steve Wilson, y se aloja en Hobsonʼs Patch. —¿Cómo lo sabes? —Porque hablé con él. En su momento, no hice caso, ni habría vuelto a pensar en él, de no ser por esta carta, pero ahora estoy seguro de que es él. Me lo encontré en el tren el miércoles... toda una casualidad. Dijo que era periodista, y en aquel momento le creí. Quería saber todo lo posible sobre los Scowrers y lo que él llamaba «los atentados», para el New York Press. Me preguntó todo tipo de cosas para tener algo que decir en el periódico. Podéis imaginar que no solté prenda. «Estoy dispuesto a pagar, y pagaría bien —dijo—, si puedo conseguir material que le interese al director.» Yo le conté lo que me imaginé le podía gustar más, y me entregó un billete de veinte dólares por la información. «Puedes ganar diez veces más si me averiguas todo lo que necesito», dijo. —¿Qué le contaste? —Lo que se me ocurrió. —¿Pero cómo sabes que no era un periodista? —Ahora voy. Bajó en Hobsonʼs Patch, y yo también. Resultó que fui a la oficina de telégrafos, y le encontré que salía. —«Fíjese usted», dijo el operador cuando salió, «creo que para cosas así tendrían que cobrarles tarifa doble». «Sin duda», respondí. Había llenado el impreso de un galimatías que se entendía como si fuese chino. «Y cada día manda una hoja como ésta», dijo el empleado. «Sí», dije; «son noticias especiales para su periódico, y tiene miedo de que se las pisen otros». Eso era lo que pensaba el operador, y lo que pensé yo entonces, pero ahora no lo veo igual. —¡Diablos! Creo que tienes razón —dijo McGinty—. ¿Pero qué piensas que tenemos que hacer? —¿Por qué no vamos ahora mismo y le dejamos seco? —sugirió alguno. —Eso, cuanto antes mejor. —Yo saldría ahora mismo si supiese dónde le podemos encontrar —dijo McMurdo—. Está en Hobsonʼs Patch, pero no conozco la casa. Sin embargo, se me ha ocurrido un plan, y quiero proponéroslo. —¿De qué se trata? —Yo voy mañana por la mañana a Patch. Le localizo a través del operador. Me imagino que él sabrá dónde para. Bien, entonces le digo que yo mismo soy un Hombre Libre. Le ofrezco todos los secretos de la Logia por un precio determinado. Apuesto a que se lanza sobre la presa. Le digo que tengo todos los papeles en mi casa, y que me jugaría la vida si le recibo cuando haya gente por allí. Tendrá que reconocer que es elemental. Por tanto, que venga a las diez de la noche, y le mostraré todo. Yo creo que es un buen cebo. —¿Y entonces? —El resto lo podéis planear vosotros mismos. La casa de la viuda MacNamara es muy solitaria. La mujer es leal, y sorda como una tapia. Allí sólo paramos Scanlan y yo. Si consigo que el elemento se comprometa a subir —y eso os lo haría saber— entonces podríais veniros todos a las nueve en punto. Le recibimos allí. Y si consigue salir vivo... pues entonces podrá hablar toda su vida de la suerte de Birdy Edwards. —O mucho me equivoco o habrá una baja en las filas de los Pinkerton —dijo McGinty—. Quedemos así, McMurdo. Mañana a las nueve estamos en tu casa. Una vez cierres la puerta tras él, lo demás corre de nuestra cuenta. - 14 - LA CAZA DE BIRDY EDWARDS Tal como había dicho McMurdo, la casa en que vivía era solitaria y resultaba muy adecuada para un crimen como el que habían planeado. Se encontraba en el extremo mismo del pueblo, y bastante apartada del camino. En cualquier otro caso los conspiradores se habrían limitado a citar al elemento, como muchas veces habían hecho, y vaciar los cargadores cuando llegase; pero en esta ocasión era necesario averiguar cuánto sabía, cómo lo había averiguado, y qué información había pasado a su empresa. Era posible que ya llegasen tarde, y la faena estuviese hecha. En tal caso, por lo menos podrían vengarse del hombre que lo había hecho. Pero esperaban que todavía no hubiese llegado a conocimiento del detective nada de gran importancia, pues de otro modo, pensaban, no se habría molestado en escribir y recompensar una información tan trivial como la que McMurdo decía haberle dado. Sin embargo, todo esto lo sabrían de sus propios labios. Una vez le tuviesen, encontrarían la forma de hacerle cantar. No era la primera vez que tenían que habérselas con un testigo reticente. McMurdo fue a Hobsonʼs Patch como habían convenido. La policía parecía interesarse particularmente por él aquella mañana, y el capitán Marvin —que se las daba de ser viejo conocido suyo en Chicago— llegó a dirigirse a él cuando aguardaba en la estación. McMurdo se apartó negándose a hablar con él. A primeras horas de la tarde había regresado de su misión, y vio a McGinty en la Casa del Sindicato. —Viene —dijo. —¡Bien! —dijo McGinty. El gigante estaba en mangas de camisa, con el amplio pecho del chaleco repleto de cadenas y medallas rutilantes, y un diamante centelleante bajo el borde de la exuberante barba. El bar y la política habían hecho al jefe muy rico y poderoso. O sea que esa fugaz visión de la cárcel o la horca que se había aparecido la noche anterior le resultaba tanto más terrible. —¿Crees que sabe mucho? —preguntó con ansia. McMurdo meneó la cabeza sombrío. —Lleva cierto tiempo aquí... por lo menos seis semanas. Y no creo que se haya venido para conocer el panorama. Si lleva todo ese tiempo trabajando entre nosotros con el respaldo del dinero de los ferrocarriles, hay que suponer que ha conseguido algunos resultados, y ha informado. —En la Logia no hay ni un solo hombre débil —exclamó McGinty—. Todos y cada uno son como el acero. Y sin embargo, por Dios, ahí tenemos a esa rata de Morris. ¿Qué hacemos con él? Si hay alguno que pueda traicionarnos, es él. Creo que voy a mandar a un par de hombres que se den una vuelta por su casa antes de la noche, le peguen una paliza y vean qué pueden sonsacarle. —Con eso no perderíamos nada —respondió McMurdo—. No voy a negar que siento cierta simpatía por Morris y me apenaría ver que le ocurre algo malo. Me ha hablado una vez o dos sobre cosas de la Logia, y aunque es posible que no las vea lo mismo que usted o yo podemos verlas, nunca pensé que fuese un tipo de los que se van del pico. De todos modos, no voy a interponerme. —A ese viejo diablo le voy a pillar —dijo McGinty con un juramento—. Llevo un año sin sacarle ojo de encima. —Bien, usted sabrá mejor lo que conviene hacer —respondió McMurdo—. Pero lo que piense hacer, hágalo mañana, porque no interesa armar ruido hasta que resolvamos el caso del Pinkerton. Hoy es el día que menos nos interesa alertar a la policía. —Tienes toda la razón —dijo McGinty—. Y el propio Birdy Edwards nos podrá contar de dónde sacó su información, aunque para ello tengamos que arrancarle la piel a tiras. ¿Se puede oler la trampa? McMurdo se rió. —Apostaría a que le enganché por su punto flaco —dijo—. Si puede conseguir una buena pista de los Scowrers está dispuesto a seguirla hasta el fin. Le cogí el dinero —McMurdo sonrió y sacó un legajo de billetes de dólar—, y otro tanto cuando haya visto todos mis papeles. —¿Qué papeles? —No hay papeles. Pero le he embaucado contándole de constituciones y libros de normas y formas de adhesión. Espera conseguir una información completa antes de irse. —Sin duda es él —dijo McGinty, sombrío—. ¿No te preguntó por qué no le llevabas tú los papeles? —¡Como si yo pudiese ir por ahí con eso! Si soy un tipo sospechoso, y esta misma mañana el capitán Marvin vino a buscarme a la estación. —¡Ay, eso ya me lo han contado! —dijo McGinty—. Me temo que la carga de este asunto va a caer sobre ti. Cuando acabemos con él le podemos tirar al fondo de un pozo abandonado, pero hagamos lo que hagamos no podemos tapar que ese hombre vivía en Hobsonʼs Patch y que tú estuviste hoy allí. McMurdo se encogió de hombros. —Si nos lo hacemos bien; nunca podrán demostrar que hubo asesinato —dijo—. Nadie podrá ver que viene a casa una vez haya oscurecido, y yo juraría que nadie le verá salir. Ahora, vamos a ver, Consejero. Le voy a explicar mi plan, y le pediré que se encargue de que los demás lo sigan. Ustedes llegan puntuales. Muy bien. Él viene a las diez. Tiene que llamar tres veces, y entonces yo le abro la puerta. Me pongo detrás de él y cierro. Entonces ya es nuestro. —Todo muy fácil y sencillo. —Sí, pero hay que calcular muy bien el paso siguiente. Es un caso que se las trae. Va fuertemente armado. Le he engatusado bien, pero aun así es posible que esté en guardia. Supongamos que yo le meto de improviso en una habitación donde hay siete hombres, siendo así que esperaba encontrarme solo. Habría tiros, y alguno saldría herido. —Cierto. —Y con el ruido atraeríamos hasta el último maldito madero que esté por el pueblo. —Creo que llevas razón. —Yo lo montaría de esta forma. Ustedes están todos en la habitación grande —la misma que vio usted cuando estuvimos charlando—. Yo le abro la puerta, le introduzco en la salita que hay junto a la puerta, y le dejo allí para ir a buscar los papeles. Esto me dará ocasión para decirles cómo van las cosas. Luego vuelvo a donde él con algunos papeles falsos. Cuando esté leyéndolos, me abalanzo sobre él y le cojo la pistola. Ustedes oyen que llamo, y vienen corriendo. Cuanto más rápido mejor, porque es tan fuerte como yo, y puede ser demasiado para mí solo. Pero creo que le puedo aguantar hasta que vengan. —Es muy buen plan —dijo McGinty—. La Logia tendrá una gran deuda contigo después de esto. Apostaría a que acierto quién va a sucederme cuando yo deje la presidencia. —Pero Consejero, si sólo soy un recluta —dijo McMurdo, pero su rostro denotaba que el cumplido del gran hombre no le había dejado indiferente. De vuelta a casa, hizo los preparativos para la terrible noche que le aguardaba. En primer lugar limpió, engrasó y cargó el Smith and Wesson. Luego pasó revista a la habitación en que tenían que atrapar al detective. Era una sala amplia, con una mesa de pino alargada en el centro y una gran estufa en el extremo. A ambos lados había ventanas. No tenían postigos... sólo unas leves cortinas corridas. McMurdo las examinó atentamente. Sin duda, tuvo la impresión de que era una habitación demasiado a la vista para un asunto tan secreto. Pero no tenía importancia, porque el camino quedaba muy lejos. Finalmente, trató el caso con su compañero de pensión. Scanlan, aunque era un Scowrer, era un hombrecillo inofensivo, demasiado débil para enfrentarse a la opinión de los compañeros, pero interiormente horrorizado por las hazañas sangrientas en que a veces se había visto obligado a participar. McMurdo le dijo en dos palabras lo que había. —En tu caso, Mike Scanlan, yo pasaría la noche fuera, lejos de todo esto. Aquí correrá la sangre antes de que amanezca. —Bien, en tal caso, Mac —respondió Scanlan—, a mí lo que me falta no es la voluntad sino el carácter. Cuando vi caer al director Dunn en la mina de allá abajo, aquello fue demasiado para mí. No estoy hecho para esto, no soy como tú o McGinty. Si la Logia no ha de verlo mal, seguiría tu consejo y os dejaría. Los compañeros llegaron a la hora convenida. Tenían aspecto de respetables ciudadanos, bien vestidos y limpios, pero un buen conocedor de caras habría pensado que pocas esperanzas había para Birdy Edwards en aquellas bocas duras y aquellos ojos despiadados. No había en toda la estancia un solo hombre cuyas manos no se hubiesen teñido de rojo decenas de veces. Eran tan insensibles a la muerte humana como el carnicero a la del ganado. Sin lugar a dudas, el formidable Jefe destacaba entre todos, tanto por el aspecto como por la culpa. Harraway, el secretario, era un hombre flaco y acre, de cuello largo y huesudo y extremidades nerviosas que se movían a espasmos. Un hombre de incorruptible fidelidad en cuanto a las finanzas de la Orden y que no conocía más allá de eso noción alguna de justicia ni honradez. El tesorero, Cárter, era hombre de media edad, expresión impasible, más bien sombría, y una tez amarillenta y apergaminada. Era un organizador muy dotado, y los detalles concretos de casi todos los atentados habían salido de su incansable cerebro. Los dos Willaby eran hombres de acción, jóvenes altos y ágiles, de rostro decidido, en tanto que su compañero el Tigre Cormac era un joven pesado y moreno, temido incluso por sus camaradas por la ferocidad de su temperamento. Esos eran los hombres reunidos aquella noche bajo el techo de McMurdo para matar al agente de Pinkerton. El anfitrión había puesto whisky en la mesa, y se apresuraron a regalarse con él como recompensa por el trabajo que les esperaba. Baldwin y Cormac estaban ya medio borrachos, y el licor les había privado de toda su ferocidad. Cormac puso las manos en la estufa un instante... estaba encendida, porque las noches de primavera eran todavía frías. —Va a ser útil —dijo, con un juramento. —¡Ahí! —dijo Baldwin al captar el sentido de la frase—. Si le tendemos ahí le sacaremos todo lo que sepa. —Le vamos a sacar todo, no tengas miedo —dijo McMurdo. Aquel hombre tenía nervios de acero, porque aunque todo el peso del asunto cargaba sobre él, su comportamiento era tan frío y despreocupado como siempre. Los demás se daban cuenta y lo aplaudían. —Eres el tipo ideal para pillarle —dijo el Jefe satisfecho—. No hay que dar señales de vida mientras tú no le hayas echado mano al cuello. Es una lástima que las ventanas no tengan postigos. McMurdo las recorrió para colocar lo mejor posible las cortinas. —Nadie puede vernos. Y ya va a ser la hora. —Tal vez no venga. Es posible que se haya olido el peligro —dijo el secretario. —Vendrá, no temáis —respondió McMurdo—. Está tan ansioso por venir como vosotros de verle. ¡Alerta! Permanecieron todos sentados como figuras de cera, algunos de ellos con los vasos paralizados a mitad del trayecto hacia los labios. Habían sonado en la puerta tres recios golpes. —¡Chssst! McMurdo levantó la mano indicando precaución. En todos los rostros aparecieron miradas exultantes, y todas las manos buscaron el revólver. —¡Ni un solo ruido, por vuestras vidas! —susurró McMurdo antes de salir de la habitación cerrando cuidadosamente la puerta. Los asesinos aguardaron con el oído alerta. Contaron los pasos del camarada en el pasillo. Luego oyeron que abría la puerta de la calle. Unas pocas palabras de saludo. Luego detectaron unos pasos de forastero y una voz que no les era familiar. Un instante más tarde se cerró la puerta y la llave dio vuelta en la cerradura. La presa estaba bien atrapada. El Tigre Cormac se reía terriblemente, y el jefe McGinty le puso la manaza encima de la boca. —¡Estate quieto, loco! —susurró—. Vas echarlo todo a perder. De la habitación vecina llegaba un murmullo de conversación. Parecía interminable. Luego se abrió la puerta y apareció McMurdo con el dedo encima de los labios. Fue hasta el extremo de la mesa y les miró a uno tras otro. Había experimentado un cambio sutil. Su pose era la de quien anda muy ocupado. El rostro tenía firmeza de granito. Tras las gafas, se veía el brillo de una mirada tremendamente excitada. Se había convertido claramente en un dirigente de hombres. Le miraron todos con interés y atención, pero él no dijo nada. Les seguía observando uno a uno con aquella mirada singular. —Y bien —exclamó al cabo el jefe McGinty—, ¿está aquí? ¿Tenemos a Birdy Edwards aquí? —Sí —respondió lentamente McMurdo—. Birdy Edwards está aquí. ¡Birdy Edwards soy yo! Durante diez segundos tras aquellas escuetas palabras la habitación parecía vacía por la profundidad del silencio. El silbido de una tetera situada sobre la estufa martilleaba estridente los oídos. Siete rostros blancos, todos vueltos hacia aquel hombre que les dominaba, estaban inmóviles y aterrorizados. Luego, con un súbito estrépito de cristales rotos, brillaron en todas las ventanas los destellos de cañones de rifle, mientras las cortinas saltaban arrancadas de sus soportes. Al verlo, el jefe McGinty lanzó el rugido de un oso herido y se lanzó hacia la puerta entreabierta. Le salió al paso un revólver a la altura de los ojos, y tras la mirilla brillaban los ojos azules y serenos del capitán Marvin, de la Policía del Carbón y el Hierro. El jefe retrocedió y se derrumbó de nuevo en el sillón. —Ahí está usted más seguro, Consejero —dijo el hombre al que habían conocido como McMurdo—. Y tú, Baldwin, como no quites la mano del arma, el verdugo puede perderse una pieza. Quita la mano de ahí, o, por el Dios que me hizo... Así, ahí está mejor. Esta casa está rodeada por cuarenta hombres armados, o sea que vosotros mismos podéis imaginaros las posibilidades de escapar que hay. ¡Desármales, Marvin! Bajo la amenaza de aquellos rifles, no había resistencia posible. Les desarmaron. Quedaron allí en torno a la mesa sombríos, atontados, asombrados. —Quería deciros cuatro cosas antes de separarnos —dijo el hombre que les había atrapado—. Creo que es posible que no volvamos a encontrarnos hasta que me veáis en el estrado de la audiencia. Os voy a dar algo en que reflexionar entretanto. Ahora sabéis quién soy. Al fin puedo poner mis cartas sobre la mesa. Soy Birdy Edwards, de los Pinkerton. Me eligieron para acabar con vuestra banda. Tuve que jugar un juego muy duro y peligroso. Ni una sola persona, absolutamente nadie, ni siquiera los seres más próximos y queridos sabían cuál era mi papel aquí. Sólo lo sabían el capitán Marvin, aquí presente, y mis empresarios. Pero ahora, gracias a Dios, se acabó, y yo he ganado. Los siete rostros lívidos y rígidos le miraron. En sus ojos latía un odio inextinguible. Él leyó la temible amenaza. —Tal vez creáis que la partida no ha terminado aún. Bueno, es un riesgo. De todos modos, algunos de vosotros no tendréis ocasión de jugar ninguna otra ronda, y además de vosotros, hay otros sesenta que darán esta noche con sus huesos en la cárcel. Tengo que deciros que cuando me encomendaron esta misión, yo no creía de ningún modo que existiese una sociedad como la vuestra. Creí que eran cuentos, y que podría demostrarlo. Me dijeron que guardaba relación con los Hombres Libres, de modo que me fui a Chicago y entré en la sociedad. Entonces me convencí más que nunca de que eran cuentos, pues no encontré nada malo en la asociación, sino todo lo contrario. Pero tenía que cumplir el encargo, y me vine a las cuencas mineras. Al llegar aquí descubrí que estaba equivocado, y que no había ni pizca de novela en lo que me habían contado. Por tanto, me puse a indagar. Yo nunca maté a nadie en Chicago. Y en mi vida he falsificado un dólar. Los que os entregué eran tan buenos como los demás, pero nunca gasté dinero más útilmente. Sabía cómo ganar vuestra confianza, y por eso fingí ser un perseguido por la justicia. Todo funcionó como había previsto. »Así que me metí en vuestra Logia infernal y tomé parte en vuestras asambleas. Tal vez dirán que era tan malo como vosotros. Que digan lo que quieran, el caso es que os engañé. Pero ¿cuál es la realidad? La noche que me incorporé a vosotros, apaleasteis al anciano Stanger. No pude avisarle porque no me dio tiempo, pero detuve tu mano en el momento en que ibas a matarle, Baldwin. Siempre que he propuesto planes para mantener mi prestigio entre vosotros, eran planes que sabía que podría abortar. No pude salvar a Dunn y a Menzies porque no sabía bastante, pero me ocuparé de que cuelguen a sus asesinos. Avisé a Chester Wilcox, y por eso cuando volé su casa él y su gente se habían refugiado en otra parte. Hubo muchos crímenes que no pude evitar, pero si miráis atrás y reflexionáis veréis que muchas veces el hombre al que aguardabais fue a casa pasando por otro camino, o estaba en la ciudad cuando fuisteis a por él, o se quedó en casa cuando esperabais que saliese. Eso es obra mía. —¡Condenado traidor! —jadeó McGinty con los dientes apretados. —Ay, John McGinty, llámame así si eso te calma la rabia. Tú y los de tu ralea habéis sido en esta zona los enemigos de Dios y del hombre. Se necesitaba ser muy valiente para interponerse entre vosotros y los pobres diablos a los que teníais bajo vuestro dominio. Sólo había una forma de hacerlo, y yo lo hice. Me llamáis «traidor», pero juraría que hay muchos miles que me van a llamar «liberador» que bajó al infierno para salvarles. He estado tres meses. No pasaría otros tres meses como éstos ni aunque me diesen toda la Tesorería de Washington. Tuve que aguantar hasta que lo tuve todo en la mano, a todos los hombres y todos los secretos, todo en esta mano. Hubiera aguardado un poco más de no haber llegado a mi conocimiento que se estaba desvelando mi secreto. Había llegado al pueblo una carta que podía poneros a todos sobre aviso. Tuve que actuar, y rápido. No tengo más que deciros, sólo que cuando llegue mi hora moriré más tranquilo al pensar en el trabajo que he hecho en este valle. Ahora, Marvin, no le voy a hacer esperar más. Arréstelos y acabe con esto. No hay mucho más que contar. Scanlan había recibido una misiva lacrada para que la dejase a la atención de la señorita Ettie Shafter... misión que él aceptó guiñando el ojo y sonriendo con aire de complicidad. A primeras horas de la mañana una hermosa mujer y un hombre muy tapado subían a un tren especial mandado por la compañía de ferrocarriles para realizar un viaje rápido y directo hasta fuera de aquella tierra peligrosa. Fue la última vez que pusieron pie en el Valle del Terror Ettie o su amante. Diez días más tarde se casaban en Chicago, haciendo de testigo el viejo Jacob Shafter. El juicio a los Scowrers se celebró lejos de la zona en que los afiliados podían haber aterrorizado a los guardianes de la ley. En vano lucharon. En vano corrió como el agua para intentar salvarles todo el dinero de la Logia —un dinero sacado del chantaje a todo un país—. La fría, clara y desapasionada declaración de un hombre que conocía todos los detalles de sus vidas, de su organización y de sus crímenes, permaneció inconmovible frente a todas las alegaciones de los defensores. Al fin, al cabo de tantos años, fueron desarticulados y dispersados. Los nubarrones se alejaron del valle para siempre. McGinty se vio destinado al patíbulo, y cuando llegó la hora se estremeció y sollozó. Ocho de sus más destacados seguidores compartieron idéntica suerte. Más de cincuenta cumplieron diversas penas de cárcel. La obra de Birdy Edwards fue completa. Y sin embargo, como él había supuesto, la partida no había terminado. Hubo otra ronda, y otra, y otra. Por un lado, Ted Baldwin había escapado de la horca; lo mismo los Willaby; y varios otros de los más temibles de la banda. Estuvieron diez años fuera del mundo, y llegó un día en que se vieron de nuevo en libertad. Un día que Edwards, que les conocía bien, sabía que representaría el fin de su vida tranquila. Se habían juramentado todos a darle muerte para vengar la de sus compañeros. Y no ahorraron esfuerzos para cumplir esta promesa. Tuvo que dejar Chicago tras dos atentados de los que se libró tan por los pelos que quedó convencido de que a la tercera iba la vencida. Con nombre supuesto se trasladó de Chicago a California, y allí su vida quedó un tiempo a oscuras por la muerte de Ettie Edwards. De nuevo estuvo a punto de que le matasen y de nuevo trabajó en un cañón solitario con el nombre de Douglas, amasando allí una fortuna en compañía de un socio inglés llamado Barker. Al cabo le avisaron de que los sabuesos le seguían otra vez la pista, y se fugó —en el último minuto— en dirección a Inglaterra. A este país llegó el John Douglas que por segunda vez se casó con una digna compañera y vivió cinco años en Sussex como notable rural, una vida que terminó con los extraños acontecimientos de que hemos tenido noticia. EPÍLOGO Se habían terminado las diligencias policiales, que dejaron el caso en manos de un alto tribunal. Y también las sesiones de éste, al cabo de las cuales fue absuelto por haber obrado en defensa propia. —Sáquele de Inglaterra a toda costa —escribió Holmes a la esposa—. Aquí hay fuerzas que pueden ser más peligrosas que las que le atacaron anteriormente. En Inglaterra no puede haber seguridad para su marido. Habían transcurrido dos meses desde esto, y ya habíamos olvidado el caso hasta cierto punto. Entonces, una mañana encontramos una curiosa nota que habían dejado caer en el buzón. «Ay, señor Holmes! ¡Ay de mí!» —decía la singular epístola. No había firma ni figuraba dirección. Yo me reí del pintoresco mensaje, pero Holmes mostró una extraordinaria seriedad. —¡Por todos los diablos, Watson! —observó, arrellanándose con el ceño fruncido. Aquella noche, en hora tardía, la señora Hudson, la patrona, nos trajo recado de que había un caballero que deseaba ver a Holmes por un asunto de la mayor importancia. Pisando los talones de la mensajera apareció señor Cecil Barker, nuestro amigo de la torre fosada. Parecía demacrado y gastado. —Tengo malas noticias..., noticias terribles, señor Holmes —dijo. —No sabe usted cómo me lo temía —dijo Holmes. —¿No habrá recibido usted ningún cable, verdad? —He recibido una nota de alguien que recibió el cable. —Se trata del pobre Douglas. Me dicen que se llama Edwards, pero para mí siempre será el Jack Douglas del Cañón de Benito. Le conté que habían salido los dos para Sudáfrica hace tres semanas, a bordo del Palmyra. —Exactamente. —El barco atracó anoche en Ciudad del Cabo. Esta mañana he recibido el siguiente cable de la señora Douglas: «Jack perdido cerca de Santa Helena. El huracán se lo llevó por la borda. Nadie sabe cómo ocurrió el accidente. — Ivy Douglas.» —¡Ajá! Entonces, ¿ocurrió así, eh? —dijo Holmes pensativo—. Bien, no cabe duda de que montaron una buena escenificación. —Quiere usted decir que no cree que haya sido un accidente… —En absoluto. —¿Le asesinaron? —Sin duda. —Así me parece también a mí. Esos infernales Scowrers, esa maldita carnada de criminales vengativos… —No, no, buen caballero —dijo Holmes—. Aquí ha intervenido una mano maestra. Nada de escopetas de cañones recortados ni miserables revólveres de seis tiros. A los viejos maestros se les puede distinguir por la firmeza de las pinceladas. Yo sé distinguir bien las de Moriarty. Este crimen no viene de América, es de Londres. —¿Pero por qué? —Porque lo ha hecho un hombre que no puede fallar... alguien cuya situación única depende del hecho de que tiene que tener éxito en todo lo que hace. Un gran cerebro y una enorme organización se han lanzado a exterminar a un hombre. Es como aplastar una nuez con un martillo... un derroche absurdo de energías... pero lo seguro es que la nuez queda aplastada con toda eficacia. —¿Y cómo se ha metido este hombre con él? —Lo único que puedo decirle es que la primera noticia que tuvimos nosotros del caso nos la dio uno de sus lugartenientes. Los americanos sabían lo que se hacían. Como tenían que hacer una labor en Inglaterra, buscaron como socio a este gran asesor en materia criminal, como hubiera podido hacer cualquier malhechor extranjero. A partir de ese momento, el hombre estaba perdido. Al principio se contentaron con utilizar la maquinaria de que disponen para encontrar a la víctima. Luego verían como tratar el caso. Finalmente, cuando leyeron los reportajes que indicaban el fracaso de su agente, entró directamente en acción él, con toda su maestría. Usted recuerda que yo le advertí a ese hombre en la Torre de Birlstone que el próximo peligro sería peor que el pasado. ¿Tenía razón? Barker se dio un puñetazo en la cabeza, lleno de rabia impotente. —¿Y me dice usted que tenemos que aguantar con los brazos cruzados? ¿Que nadie podrá con ese diabólico rey? —No, yo no he dicho esto —dijo Holmes, con mirada que parecía perdida en el futuro—. No he dicho que no se le pueda derrotar. Pero tiene que darme usted tiempo... ¡tiene que darme tiempo! Quedamos todos en silencio algunos minutos, mientras aquellos ojos llenos de presagios seguían esforzándose por atravesar el velo. FIN ¿Deseas continuar las aventuras de nuestro famoso detective? 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