La cuestión del gaucho y la pampa fueron temas que siempre le quitaron el sueño a Domingo Faustino Sarmiento. Gran parte de su labor con la pluma la dedicó a dilucidar, a trabajar y a pensar sobre estas dos cuestiones que creía serían las llaves del progreso del país. Por un lado, la pampa, esa extensión de territorio indómito, infinito, llena de misterios y peligros, ocupada por indios salvajes que impedían la llegada del progreso. Sarmiento soñaba con una pampa atravesada por lineas férreas y vapores que surcasen cada uno de los ríos interiores: el progreso y las ciudades llegarían hacia las inmensidades de la pampa a través de los trenes y los ferries. Por otro lado, el gaucho; junto con el indio, animal autóctono de la pampa, hijo natural de las republiquetas allende el Paraná, heredero del trono del Plata y victorioso soldado de la independencia. El gaucho se interponía tanto contra los indios como contra el progreso; era un estorbo que debía ser transformado o removido. El viaje que encaró Domingo Faustino Sarmiento a los Estados Unidos de América no fue un hecho fortuito. El futuro presidente de la Nación estaba de gira, sí, pero no era una gira cualquiera. Bajo el pretexto de estudiar los sistemas educativos y las instituciones democráticas del hermano país del norte, Sarmiento recorrió infinidad de fábricas y talleres metalúrgicos. De esto también daría cuenta en la enorme cantidad de cartas que envió, donde habló de sus encuentros con los diversos magnates de la industria del vapor. Pero de lo que no habló en aquellas cartas, fue de los inventos y las novedades relacionadas a las máquinas de vapor que pudo conocer de primera mano. Sarmiento era una persona fabulosa. Viviendo en el olvidado Cono Sur, ya conocía tanto sobre la industria del vapor como cualquiera de los empresarios y científicos de Estados Unidos o Inglaterra. Eso sin jamás haber visto una máquina de vapor, un ferrocarril o un telar automático. Sabía cómo funcionaban, conocía los procesos necesarios para fabricarlas; incluso llego a diseñar una propia, mientras se hallaba exiliado en Chile. Llegó a presentar algunos de estos inventos en las tertulias que hacía la familia Mackenna en Santiago; pero incluso entre la élite chilena, nadie lo entendía. No estaban preparados: para las republiquetas surgidas de la hispanoamérica, las máquinas eran diabólicas porque no tenían sangre. Pese a eso, Sarmiento no abandonaba sus sueños de repúblicas unidas bajo venas de metal que transportaban cientos y cientos de ferrocarriles a vapor; mientras la pampa infinita se poblaba, los campos dejaban paso a las ciudades y a las fábricas y sobre los ríos reinaban los ferries que transportaban a personas a través de las venas del Paraná extendiéndose por toda la patria. Cuando Domingo volvió al país, y el Ejército Grande se reunió y derrocó a Rosas, Sarmiento creyó que podía empezar a llevar a cabo sus proyectos férreos y de ferries. Ahora que su partido político tomaba las riendas del poder en la Nación, comprendió que era el momento de actuar: tenía al Estado con sus recursos a plena disposición, ya que quienes manejaban dichos resortes eran, por supuesto, compañeros de armas. En una reunión con el presidente Mitre, Sarmiento le propuso sus ambiciosos planes sin tapujos. Quería rieles que surjan de todas las provincias, como nodos del progreso que buscan alcanzar mediante la ciencia y la técnica los beneficios del comercio, los transportes y las comunicaciones. Planeaba canalizar muchos ríos internos para que todos ellos terminen en el Paraná, para allí, salir al mundo a través del Río de la Plata, la llave del comercio internacional. Los vapores surcarían estas aguas sin parar y los pobladores de la pampa y la nación ya no serían mugrosos campesinos unidos por una historia antigua y vetusta. Ahora, las ventajas del transporte, de los vapores y los ferrocarriles, unirían a la Nación como ningún caudillo lo pudo hacer. Mitre apoyaba sin cuestionamientos todas las propuestas de avanzada del flamante gobernador de San Juan, aunque le recordó algo que Sarmiento ya sabía y que parecía haber olvidado. Entre la pampa y los indios, entre la locomotora y los pueblos, se alzaban los gauchos, especímenes autóctonos de los territorios allende el Río de la Plata. Domingo no se había olvidado de la cuestión de los gauchos y de la pampa. En aquel premonitorio viaje a los Estados Unidos, donde visitó escuelas, bibliotecas y las residencias de notables pedagogos y maestras, Sarmiento hurgó también entre talleres ferroviarios, laboratorios de ingenieros e infinidad de catálogos de máquinas. Fue en esos libros de publicidades donde el padre del aula encontró la solución a los problemas de la incipiente nación. -Excuse me, sir — dijo Domingo, con un inglés demasiado correcto para cualquier yanki de Nueva York — ¿Me puede orientar respecto a… “este” producto? Sarmiento señalaba una hoja de un catalogo inmenso de locomotoras, telégrafos, telares a vapor, motores a vapor, ferries a vapor y cuanto objeto pudiese resistir la terrible fuerza desatada por una caldera de carbón. Allí, en medio de todos esos aparejos, aparecía la silueta absurda de un hombre de metal gigantesco, con una barriga descomunal y un sombrero de copa que escupía vapor. -Oh, gentlemen, excuse me, dijo el oficinista burlonamente haciendo una reverencia. Su aspecto era patético: poseía la clásica curvatura craneal del alcohólico empedernido, hecho que se comprobaba a simple vista por la nariz, roja y demacrada por los vapores del vino barato de Nueva York. -Eso que observa -prosiguió, cambiando el tono y elevando su faceta de vendedor- es la última invención en el mundo de los motores a vapor. La compañía lo ofrece para aquellos países bárbaros donde sus paisanos no pueden tolerar la visión de una locomotora que reemplace a los vulgares caballos. Hemos colocado unos cuantos en los estados del sur, ya que allí también reina la ignorancia y el miedo respecto a las locomotoras, porque… -But sir, i don’t understand, ¿qué es este hombre de metal con un sombrero de copa que escupe vapor? dijo Sarmiento, interrumpiendo al repulsivo vendedor -Ohhh, I see, you are from South America… -dijo el vendedor, apenado y comprendiendo la ignorancia de su interlocutor. Como le dije -prosiguió — ese hombre de metal posee en la barriga una caldera de carbón, en el cuello unos pistones, y en su galera se halla la chimenea desde donde expulsa el vapor. Considérelo como una locomotora con forma de persona, aunque puede ser utilizada para cualquier tarea, ya que tanto piernas y brazos pueden ser manipuladas por su… jinete. Sarmiento se quedó obnubilado ante este nuevo invento. Quizás sería la solución a la cuestión de los gauchos y la pampa. Un nuevo hombre de metal nacido de los progresos de la ciencia y la tecnología. La pampa se surcaría de vías, de ferries y de gauchos a vapor. Los gauchos originales, los de carne y hueso, no podrían competir contra la fuerza de un motor a base de carbón. Domingo consiguió que Edward S. Ellis, el inventor de este prodigio, le vendiera la patente a perpetuidad al Estado Argentino (estado que todavía ni siquiera existía) para que este pudiera fabricarlos en la pampa. Domingo, al igual que San Martín, hizo de su provincia una fábrica. Transformó a San Juan en un gran taller metalúrgico que solo servía para los designios del Estado, los cuales eran, en este caso, construir diez gauchos a vapor. Por supuesto que había que hacerles unas cuantas modificaciones. En primer lugar, al tratarse de gauchos a vapor no podían andar de a pie. Al gaucho jamás le falta su caballo, ni siquiera en la muerte lo abandona; si le falta, no se trata de un gaucho, sino de un señorito de ciudad. Por esta razón, Domingo decidió que debían unir al gaucho a vapor con un corcel de acero en una sola máquina inseparable, tal como se encuentran en la naturaleza. Por otro lado, utilizar un sombrero de copa como chimenea resultaba deshonroso y repugnante para cualquier habitante de la pampa. Se optó por una solución bien criolla: un brillante gorro frigio carmesí. La construcción de estos especímenes de metal se hizo en el mayor de los hermetismos. La República se hallaba inmersa nuevamente en la guerra civil, y el gobernador Sarmiento quería terminar su proyecto a toda costa. Pero el presidente Mitre, que pacificaba el país a los tiros, le pidió a Sarmiento colaboración contra las revueltas del caudillo riojano Angel “el chacho” Vicente Peñaloza. Domingo no quería entrometerse: se hallaba muy próximo a terminar la primera unidad funcional y quería hacer una demostración pública en la Plaza del Cabildo de San Juan. Pero Mitre insistía en que Sarmiento movilice tropas, que llame a la población a las armas y que se apure en cortarle la cabeza al roñoso de Peñaloza. Sarmiento dilató las operaciones bélicas lo más que pudo en pos de terminar su invento que, creía, uniría a la nación definitivamente. El gaucho y el caudillo, el vándalo y el salteador de caminos, el indio y el malón, cuando se paren frente al gaucho a vapor de la pampa, sucumbirían inmediatamente, ora por el miedo, ora por la fascinación mística que les generaría la imagen de aquel ser de metal. Pues aquel primer espécimen, que calzaba un gorro frigio carmesí, una rizada barba de virutas metálicas, un chiripa dorado y brillante y un corcel del color de las sierras, no era otro más que la viva imagen de Facundo Quiroga. Sarmiento no era estúpido ni mucho menos. Sabía que los gauchos rotosos caerían rendidos ante la imagen de este Facundo que brillaba, chirriaba y escupía ardientes humos de vapor. Sarmiento quiso dar él mismo la demostración pública de su Facundo a vapor. El aparatoso caudillo de metal brillaba ardientemente bajo el sol abrasivo de las sierras sanjuaninas. Era una figura imponente de más de 5 metros de altura, que llevaba tras de si una pequeña carreta donde se hallaba el conductor, que mediante un juego de poleas y sogas, hacía al Facundo avanzar o frenar. Sarmiento se paró en la carreta, cual emperador romano en su cuadriga triunfal y pidió a sus asistentes que prendan la caldera. El gaucho de metal comenzó a tomar calor y el cuerpo empezó a vibrar, a hincharse y a gemir. El gorro frigio se elevó y el vapor comenzó a salir de allí. Sarmiento, extasiado y delirante, tomó las riendas y gritó: ¡Sombra terrible del Facundo, yo te evoco! Acto seguido, el gobernador de San Juan tiró de las poleas precisas y el gaucho a vapor comenzó a moverse. Las patas del corcel comenzaron a traquetear, lenta y temblorosamente, conforme el vapor comenzaba a accionar los pistones internos. Un paso, dos, tres, cinco y diez: cuando Sarmiento se quiso dar cuenta, se hallaba al galope rumbo al centro de San Juan y a su paso dejaba un reguero de agua y humo. Los vecinos que lo vieron gritaron de terror ante la aparición del Tigre de los Llanos; se creyeron prontos a ser invadidos por la sombra terrible del fantasma de Facundo, que se alzaba nuevamente conforme el resto de la República se hallaba al borde de otra guerra civil. Las ancianas se persignaron, los niños corrieron hacia las polleras de sus madres y los hombres, impasibles, apuraron largos tragos de caña para apagar el miedo interno. Así como pasó Sarmiento con su Facundo, así desapareció, porque conforme el terrible gaucho a vapor trotaba, ganaba más y más velocidad, superando ya ampliamente a cualquier corcel de la patria. Sarmiento, que bien sabía de las bondades del vapor, jamás manejó una locomotora, y mucho menos un gaucho a vapor. Enceguecido por la velocidad, cabalgó y cabalgó. Extasiado por la visión de una pampa que se achicaba a su paso, de un progreso que se acercaba a cada bocanada de carbón, Domingo olvidó la voracidad del Facundo a vapor, y poco pareció importarle el rápido avance hacia los limites de La Rioja, otrora tierra de Quiroga, actuales pagos del caudillo Peñaloza. No faltó tiempo para que esa intromisión en las ancestrales tierras riojanas lo llevaran directamente, sin saberlo, al encuentro del líder gaucho que había combatido codo a codo con Facundo y que ahora se enfrentaba al presidente Mitre. En la inmensidad de los llanos riojanos, tierra de sequedades, desolación y salteadores de caminos, Sarmiento aminoró la velocidad. Comprendió la vastedad de la distancia que había recorrido en tan solo unas horas. Entendió que la pampa había quedado atrás, que aquellas distancias, eternas e inexpugnables, fueron rápidamente surcadas por el gaucho a vapor de las pampas argentinas. Pero debía volver a San Juan, pues el carbón y el agua se acababan, y él portaba la vestimenta típica de las presas de los gauchos: frac, levita y sombrero de copa. A poco de emprender la retirada, el horizonte se tiño de una cortina roja de polvareda y gritos que avanzaban rápidamente hacía donde él se hallaba. Comprendió la situación: estaba ante el final de su vida o ante la ansiada unión nacional, pues acercándose entre la tormenta de tierra y relinchos se aproximaban los gauchos del chacho Peñaloza. Ante la inminencia del choque, Sarmiento decidió frenar y esperar la confrontación definitiva. El Chacho, hombre de pueblo, humilde, creyente, buen padre y general de la Confederación, se hallaba harto de pelear contra un gobierno que avasallaba a las provincias. Odiaba profundamente a Mitre, que imponía su gobierno a los tiros: muchas cabezas rodaron y decenas de pueblos fueron incendiados por las sanguinarias tropas enviadas por el presidente. Se sentía ya vencido, abatido, y recordaba con tristeza aquellos años en que cabalgó junto a Quiroga, el tigre de los llanos, clamándole a Rosas por una constitución nacional que nunca llegaba. Ahora, frente a la posibilidad de nuevas derrotas y deprecaciones, solo buscaba que la paz que los emisarios de Buenos Aires decían traer no se llevara más vidas de las que ya habían quitado. Pero, en medio de esas y otras cavilaciones, Peñaloza tuvo que afinar su ya anciana vista para contemplar a una mole brillante que se interponía en el medio del camino. Calzaba un brillante gorro frigio carmesí, un chiripa dorado que reflejaba las rojizas sierras de La Rioja y se hallaba montado sobre un monumental caballo. Inmediatamente toda la tropa comandada por el caudillo frenó, a tan solo 15 metros del gaucho a vapor. -¿Acaso mi vista me falla, compañeros?¿No es aquella figura, aquel monstruo,la viva imagen de nuestro querido Facundo?- preguntó con miedo Peñaloza, sin esperar respuesta alguna de sus compadres. Sarmiento aprovechó la confusión de Peñaloza y dejó que este siga en sus cavilaciones, sin temor a ser descubierto ya que la mole del gaucho a vapor tapaba por completo su figura. El Chacho se refregó la cara con su poncho, pidió una bota de vino, dio un trago largo y luego, con la misma bebida, se enjuagó los ojos y dijo: -¡Compañeros, mi vista no me engaña ni mi corazón me miente! Treinta años aun después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar los caminos del desierto, decían: ¡No! ¡No ha muerto! ¡Vive aún!¡Él vendrá! ¡Y es cierto, mis paisanos! ¡Facundo ha vuelto en estos momentos de tanta tristeza y congoja para llevarnos nuevamente a la gloria, en busca de la verdadera unión nacional! Sarmiento, decidido ya que este era el momento bisagra que había buscado durante toda su vida, el momento bajo el cual la cuestión del gaucho podía ser solucionada de una vez y para siempre, se alzó sobre el Facundo de metal y gritó a los cuatro vientos: ¡Sombra terrible de Facundo, yo te evoco, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas te levantes a explicarnos las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! ¡Únanse a mi, lobos de los llanos riojanos, y marchemos triunfales hacia Buenos Aires! Domingo tiró de sus poleas y sogas y salió despedido como un demonio del desierto. Atravesó a la tropilla de Peñaloza y se escabulló hacia el horizonte, rumbo al Fuerte de Buenos Aires, para exigirle al presidente Mitre dinero para construir más gauchos a vapor. Peñaloza y sus gauchos vieron que el Facundo era un demonio de metal y quien lo manejaba era nada mas y nada menos que el loco Sarmiento. Pese a este desengaño, el caudillo era un hombre de honor y si tenía que seguir al espíritu metálico de Quiroga manejado por Rosas, Mitre o Sarmiento, lo haría. Ensilló su caballo y se preparó para marchar hacia Buenos Aires tras la sombra terrible del Facundo a vapor.