Once Cyberpunk – Posadas underground I El poderoso sol del invierno nuclear porteño bañaba el cemento limpio de la galería del Parque de la Estación. El techo de chapa recibía de lleno el calor radiante del cielo atómico y a los crotos del byte eso parecía no importarles. Desperdigados a través de un segmento de la galería, un grupo de linyeras se aserremolinaba entre montañas de memorias RAM de todas las eras, microprocesadores de cerámica o de silicio y restos de circuitos de dudosa procedencia. Un cyberciruja revisaba frenéticamente una caja colmada de misceláneas electrónicas. Le faltaba una mano y en lugar de ella tenia una prótesis hecha a base de silicatos impresos en 3D. -Eh, amigo, ¿no tenés unos circuitos integrados de silicio?- dijo mirando al aire sin saber a quién preguntarle. Porque tras él había una decena de crotos iguales buscando las mismas cosas. Una serie de eventos obvios llevó a la humanidad a perder el control de la gestión de recursos necesarios para la subsistencia y en cuestión de años, el planeta entero cayó en una crisis ecológica de tal magnitud que la cadena de producción colapsó. Las centrales generadoras de energía dejaron de funcionar. Las ciudades, del día a la noche, quedaron apagadas y en una oscuridad que seguía los tiempos de la naturaleza. Sin electricidad, toda la cadena productiva desapareció y sin energía para 8 mil millones de seres humanos, bastaron tan solo 30 años para que la especie caiga en un estado de crisis nunca antes visto. Pero antes de que eso sucediese las potencias del mundo se encargaron de liquidarse entre ellas. Mientras las últimas centrales eléctricas se iban apagando en el planeta, y la especie entera iba hundiéndose en una larga noche, los estados más poderosos mantuvieron sus sistemas de defensa encendidos hasta el final. Cuando ya nada quedaba por apagarse, cuando las ciudades hacia meses se habían vuelto oscuras e intransitables, cuando ya nada quedaba por perder, los sistemas informáticos entraron en las fases mínimas de energía y se activaron los protocolos de defensa; las inteligencias artificiales que los dominaban entendían que la falta de suministro eléctrico se debía a un ataque externo por lo que la respuesta debía ser inmediata. Europa, Estados Unidos, Oceanía y gran parte de Asia recibieron la lluvia nuclear de sus propias computadoras. En cuestión de semanas, el hemisferio norte desapareció. Buenos Aires no había sido impactada, al igual que el resto del subcontinente suramericano. Mejor aun, debido a lo austral de su posición, la perla del Plata fue la menos menos perjudicada por el terrible invierno nuclear que se sucedió. Aunque al barrio de Once ni las noches atómicas le hicieron mella. Siempre fue un espacio cyberpunk y distópico, inhóspito e inhabitable, con paredes de cemento que se alzan hasta donde uno puede ver; un incesante ir y venir de masas compactas e indeterminadas de individuos de todo tipo le suma un ritmo vivo al paisaje. Nada se queda quieto en el hipnótico vagar de los nómades del tren. Pese a que todo parecía muerto y abyecto, sus esquinas atestadas de basura y crotos resistieron después del cataclismo, haciendo que el barrio pareciese eterno e imperecedero, inmune a todo mal. -No, no tengo nada, viejo- respondió el vendedor al cyberciruja rotoso que se paraba en torno a una caja atestada de porquerías y misceláneas electrónicas. La escena se repetía al infinito porque allí se daban cita todos aquellos que buscaban revivir la computación personal que, junto con el resto de la cultura humana, había desaparecido luego de la hecatombe nuclear. No solo el conocimiento de generaciones humanas se borró en tan solo 40 años sino que además prácticamente todos los animales desaparecieron. El ser humano aprendió a convivir con pocos seres vivos a su alrededor: los árboles, contra todo pronostico, no perecieron ante el sol atómico, aunque sus formas mutaron y las ramas y folllajes se transformaron en raquíticas garras que se alzaban en busca de aire limpio. Porque si bien las bombas no cayeron sobre Sudamerica, si lo hicieron los cataclismos ecológicos que sucedieron: la población quedó reducida al 10% y las grandes ciudades se abandonaron en búsqueda de zonas habitables. El paisaje de cemento y asfalto se transformó en un desierto violento que solo unos pocos se animaban a transitar. La gran mayoría de los sobrevivientes escaparon hacia el sur, esperando hallar condiciones más aptas de vida entre una naturaleza que imaginaban idílica, sin saber realmente qué había sucedido más allá del conurbano. Un grupo de sobrevivientes, reducidos a su propia suerte en un mundo colapsado, se congregó en torno al Parque de la Estación, que con sus galerías y viejos galpones ferroviarios servían tanto como punto de acopio como refugio. Milan era uno de los tantos que había llegado allí por meras cuestiones de azar; la realidad es que se hallaba caminando hacia otra parte de la desértica y ardiente Buenos Aires. No mucho había cambiado desde el invierno nuclear. La ciudad permanecía intacta solo que terriblemente deshabitada. El cambio en las temperaturas mundiales terminó de quemar el Amazonas y la vida se tornó muy dura para todos. Las ciudades se transformaron en grandes cementerios putrefactos, pues millones murieron en cuestión de años y sus cadáveres quedaron dispersos por todos lados. Barrios enteros se pudrieron donde estaban: casas y departamentos, clubes y hospitales, cualquier techo habitable se transformó en la tumba de muertos que se descomponían sobre mausoleos de cemento, ante el voraz ataque de las cucarachas y alimañas radioactivas que habían sobrevivido. Nadie quería vivir en una ciudad repleta de carne muerta con criaturas carroñeras por doquier, por lo que prontamente los pocos porteños que sobrevivieron comenzaron un éxodo masivo hacia tierras que ahora resultaban totalmente desconocidas: nadie sabia que sucedía más allá de la propia percepción del mundo. Todas los países, todas las zonas del mundo, todo había caído en una desconexión total, retrocediendo al mundo previo a la revolución industrial. Milan llegó al Parque de la Estación por casualidad. Ya no sabía si huía de la ciudad o si simplemente vagabundeaba de departamento en departamento, habitación en habitación, cuartucho en cuartucho. Solo iba y venía, y desde que lo hacía así, no veía a ser humano vivo desde hacia al menos año y medio. La última persona que vio fue a su madre que murió cuando él cumplió 20 años. Desde aquel entonces, se dedicó a vagabundear por la ciudad, ya que no conocía otra cosa más que las cuadras del barrio donde se había criado y al que su madre lo retenía férreamente. Milan era un hijo del cataclismo y como tal, no había conocido otro mundo mas que el que su madre le mostró a través de libros y viejas historias. Ella no le dejaba salir por nada del mundo, ni aunque fuera un hombre, pues se excusaba en su mala salud para retenerlo dentro; le hablaba de los primeros años del colapso, cuando él todavía estaba en su vientre, y cómo los sobrevivientes se masacraron entre si. El colapso mundial trajo la caída total de los Estados, y pese al primer momento de algarabía de algunos viejos ácratas y anarquistas, esto solamente aceleró la debacle. Ya no había ni estructuras ni recursos humanos para mantener el mundo tal como lo conocíamos. Una nueva hora de oscuridad se inició y Milan fue hijo de ella. Al encontrarse de golpe con una aglomeración de gente reunida en pequeños puestos, atiborradas sobre el suelo, desparramados por el cemento y las chapas ardientes, Milan tuvo un colapso mental, una parálisis de las emociones que lo frenó en seco. ¿Que hacia tantísima gente? ¿Había otros humanos vivos además de él? Su madre le había dejado intuir esa posibilidad, pero durante su vida solamente salieron del palacete de Belgrano para buscar alimentos, y nunca jamás se encontró a alguien. Con el tiempo ambos fueron descartando la idea de sobrevivientes en otras partes aunque como ella era oriunda de Santa Cruz, eventualmente solía reflotar la idea de que en el sur seguramente hayan sobrevivido mejor a las corrientes radioactivas. Cuando falleció y Milan decidió vagar hacia el sur, imaginaba que tal vez pudiese reencontrarse con algún perdido humano que haya pasado su vida oculto en las miles de viviendas libres que habían en la ciudad. Mas ni en sus mejores sueños imaginó tanta cantidad de gente congregada. Habrían allí unas cincuenta personas de todas las edades. La gran mayoría eran hijos del cataclismo. Pero también había adultos y ancianos de la era previa al colapso; eran ellos quienes aun mantenían vivos los conocimientos del tiempo pasado. Aislado el ser humano, cortado ya sus lazos con la sociedad, todos los saberes adquiridos tras miles de generaciones estaban por desaparecer. Porque si bien quedaba el conocimiento acumulado en libros y bibliotecas, no faltaba mucho tiempo para que el analfabetismo total sea la norma. Muchos, como Milan, ni siquiera habían visto una computadora andando, ya que al nacer ninguna se encontraba operativa. Otros directamente las habían olvidado. El ser humano se adapta rápido a los cambios, así como planea su autodestrucción, se acomoda y convive con las consecuencias. Si dependió absolutamente de los sistemas de cómputo en el 2020, se olvidó de ellos tan solo 40 años después. No era para menos. Había que ocuparse, primariamente, de sobrevivir, sea como sea. Además sin la posibilidad de encenderlas y sin la necesidad de resolver tareas mediante computadoras, poco sentido tenía en siquiera acordarse de ellas. Pero no todos las habían olvidado. Grupos de sobrevivientes que habían sido técnicos, hackers, activistas o entusiastas de la informática, aun en los tiempos tan complejos que la humanidad atravesaba, veía a las computadoras como un elemento crucial para la reconstrucción de la especie. Creían incluso que era el momento clave para crear una computación al servicio de la comunidad, un renacimiento de la electrónica sobre las bases de todo lo que había fracasado en el mundo previo, una informática que estuviese al servicio del pueblo y no de las corporaciones que llevaron al mundo al colapso. Aquí y allá, desconectados y anárquicos, células informáticas esparcidas comenzaron a surgir de entre el polvo y la oscuridad. Muchos se congregaron en torno al otrora Parque de la Estación, aprovechando sus galerías, galpones y su concurrida aglomeración de gente que iba y venía como si de una gran feria medieval se tratase. Pero, además, había un motivo más por el cual el predio resultaba interesante: allí todavía quedaban estaciones de teletipo, antiguas máquinas conectadas a las viejas lineas de telégrafo que corrían en paralelo a las vías del Ferrocarril Sarmiento; en los tiempos previos a los sistemas informáticos estas líneas eran utilizadas para comunicarse de punto a punto con las distintas estaciones del tren. Con el avance de las telecomunicaciones el telégrafo fue quedando obsoleto para dar paso a comunicaciones digitales. Pero las líneas no fueron retiradas sino que quedaron allí, tendidas sobre la pampa infinita que se proyecta por toda la nación; algunos tramos se hallaban totalmente intactos, otro estaban dañados o cortados pero debido a la sencillez del sistema podían ser simplemente arreglados como se emparcha un cable que se quiere prolongar. Quienes tenían este conocimiento en mente vieron el Parque como un espacio ideal para comenzar sus investigaciones y reconstrucciones; entendían que la mejor forma de revivir al mundo era volviendolo a conectar con el resto del país. ¿Qué pasaba más allá del conurbano?¿Había quedado algo más allá de Buenos Aires? Las preguntas parecían ser de fácil respuesta: bastaba con salir y explorar, pero los vientos nucleares eran mortales y nadie se quería arriesgar a andar por una pampa atómica atestada vaya uno a saber de qué peligros. La mejor forma de explorar el mundo era mediante las líneas de telégrafo… pero para eso faltaban computadoras donde conectarlas. Por eso había allí en el parque decenas de cybercirujas que cargaban a cuestas atestadas mochilas repletas de componentes electrónicos. Pese a que la ciudad estaba atestada de equipos que quedaron en oficinas, casas o fabricas, ellos se movían de aquí para allá con sus mochilas, carros y bolsas repletas de microprocesadores, memorias RAM y circuitos de todo tipo. ¿Por qué lo hacían, habiendo tanto material para rapiñar? Era una decisión programática a la que todos habían llegado por sus propios medios, incluso antes de conocerse entre si. Todas las computadoras que reposaban en cuartos abandonados habían sido creadas en los 30 años previos al colapso bajo los mandatos exclusivos de las corporaciones tecnológicas. Eran equipos potentisimos, si, pero con consumos eléctricos voraces. En una era donde la electricidad era un sueño utopico, recuperar equipos de esas características no tenía el más mínimo sentido. Por eso los cybercirujas del Parque cargaban consigo con computadoras antiguas de una era previa a las grandes corporaciones, donde la informática era de bajo consumo electrico pero de capacidades más que suficientes para las necesidades actuales de la comunidad de sobrevivientes. II En una manta atestada de porquerías electrónicas Milan se encontró revolviendo entre una pila de transistores random de todas las eras: Z80, 8080, chips de sonidos, bloques de RAM y una interminable parva de relucientes circuitos integrados de los mas variopintos colores. Todo estaba desperdigado en cajas y más cajas que atestaban el piso de la galería, proyectándose a través de los 30 metros que ofrecía como reparo ante el abrasador sol nuclear. Al comenzar a manosear esos componentes, Milan recordó la pila de revistas y libros que leyó sobre computadoras, porque si bien jamás había visto una funcionando, sabía mucho sobre ellas. A sus 10 años su madre entró al hogar luego de una excursión por alimentos, cargada con bolsas y latas de conserva pero, también, repleta de enciclopedias y publicaciones sobre informática. Esto, le dijo señalando una pila de papel, son computadoras, objetos de la era anterior. Quiero que leas, aprendas, memorices y sepas absolutamente todo lo que hay que saber y lo que pueden enseñarte, porque algún día vamos a hacer nuestra computadora. Así fue que en la mente de Milan todos esos componentes que iban y venían de mano en mano y dedo en dedo, tenían un nombre en su cabeza, una referencia, un número de página en una revista o libro. Una turba de linyeras electrónicos se arremolinaba entre las distintas cajas y Milan seguía sin entender cómo había tanta gente viva reunida en un mismo lugar. Desde Belgrano hasta llegar aquí, no vio alma alguna, ni siquiera cucarachas o ratas nucleares. Todo era desolación, todo parecía muerto y abandonado, hasta que al llegar allí se encontró con un oasis electrónico. Una cuarentena de personas intercambiaban electrónica que ya era obsoleta y anticuada en los tiempos previos al Invierno Atómico. Él jamás había visto microprocesadores o circuitos, más allá de lo que pudo leer en esos libros o revistas. No entendía gran cosa sobre computadoras, porque era difícil ser un autodidacta aislado de todo, pero comprendía que allí estaba sucediendo algo importante. Así que simplemente se dejo llevar por toda esa marea de gente. -Ehh, pibe, vas a querer eso o no- le dijo un cyberciruja, codéandole fuertemente mientras metía la mano en la caja. Porque a mi esos Z80 que tenés ahí me sirven. Milan se dio vuelta para responderle, pero no hizo falta palabra alguna ya que el cyberciruja manoteó el pilón de fríos microprocesadores de 8 bits y se dirigió directamente al dueño del puesto. El cyberciruja era alto, flaco y desgarbado. Tenía una barba prominente del color ocre del sol nuclear, y su rostro estaba cargado de las inclemencias del mundo: no se podía dislumbrar si era joven o un anciano raquítico. Sobre el labio, reseco e hinchado, descansaba una pipa hecha de viejas placas de computadoras; el cyberciruja la cargaba nerviosamente con un polvillo grisáceo que sacaba de un frasco. Esto, -dijo mirando al vendedor, olvidando que Milan existía- son memorias RAM quemadas y trituradas. Alimentan el espíritu tanto como esos relucientes Z80 que tenés ahí. Los necesitamos, todos los que tengas. Encontramos un nodo de lineas telegráficas y nos hacen falta un par de chips para construir una computadora para conectarlas. Dame todos los Z80s que tengas, sentenció el cyberciruja. El mantero era un anciano decrépito y repulsivo, con la piel reseca colgándole sobre los huesos como tiras de cuero viejo y quemado. La nariz aguileña y ganchuda sobresalía sobre la escuálida cara, como un gran garfio que sostenía la poca carne que quedaba en ese rostro. Miraba al cyberciruja fumando esa extraña mezcla con cierta repugnancia y luego posaba los ojos sobre el joven rostro de Milan, que miraba todo tan extrañado y sorprendido como todos los sobrevivientes que llegaban al Parque. No era la primera vez que le tocaba encontrarse con un recién llegado y, mucho menos, con un cyberciruja que fumaba circuitos integrados obsoletos. -Lo único que saben hacer ustedes es fumar porquerías y luego venir a pedirnos más circuitos. Así no es la cosa. Además yo trabajé en el ferrocarril desde antes de la noche nuclear y si alguien sabe de lineas telegráficas ferroviarias soy yo, así que si querés conseguir Z80 para fumártelos, inventá otra excusa drogadicto electrónico de mierda, dijo el mantero, que tomó todos los chips y placas y los guardó donde estaban, alejándolos de las manos del cyberciruja. El cyberciruja se quedó estupefacto ante la respuesta del viejo decrepito, que pareció revivir ante el primer atisbo de transacción comercial perjudicial para él. Escaseaban los procesadores de 8 bits y no eran fáciles de obtener, por lo que no todos estaban dispuestos a soltarlos así cómo así; el viejo parecía saber de qué estaban hablando y no pensaba largar esos preciados circuitos integrados tan fácilmente. Al escuchar Milan esa charla, la cabeza le hizo clic. Si bien no entendía qué carajos era una linea telegráfica, logró oír lo suficiente: querían armar una computadora. Él tenía todo el conocimiento necesario para construir una. Lo había leído en aquellas viejas revistas, manuales y enciclopedias de informática que su madre había rescatado. Para eso lo había estado preparando y quizás por eso había salido de la comodidad del palacio en Belgrano. Milan vio cómo el cyberciruja se fue hacia otros puestos refunfuñando y puteando por lo bajo y se sintió obligado a seguirle el paso, aunque no tuvo el coraje de frenarlo para hablarle. Atravesó una muchedumbre de vagabundos digitales, que revolvían con mugrosas y callosas manos cajas, tuppers, bolsas y montañas de resplandecientes placas de circuitos integrados, chips, memorias RAM y cuanta porquería informática existiese. Atravesó aquella turba de crotos sin dejar de sorprenderse por la cantidad de gente que había en un mismo lugar, en estos tiempos en donde la vida en comunidad parecía haber quedado presente solamente como un viejo recuerdo, como si de un cuento oral o una leyenda urbana se tratase. Mas maravillado se sintió cuando vio al cyberciruja no ya negociando por partes de viejas computadoras sino parado sobre una oxidada carcasa de metal, diciendo: - Tenemos que encontrar las lineas de telégrafo y conectarnos a la red. Es posible hacerlo y de esta manera explorar qué hay más allá- dijo el cyberciruja ante la mirada absorta de un grupo de no más de 4 personas. Dos de ellas eran mujeres curtidas que habían estado durante más de 3 años viajando entre Buenos Aires y sus alrededores. Ellas sabían que atravesar el cordón exterior del conurbano era imposible, ya que las ciudades se iban perdiendo a través de la pampa eterna, que se había transformado en un páramo de muerte y desolación. Avanzar más significaba atravesar distancias insondables a pie, sin alimentos ni agua, sin saber siquiera si en la próxima ciudad habría alguien o solamente el mismo silencio que imperaba en toda la capital. Lanzarse a la aventura de esta manera ya no tenía sentido porque nadie sabia muy bien qué sucedía por fuera del radio del área metropolitana de Buenos Aires y arriesgar vidas, con las pocas que había, no era conveniente. -He estudiado libros y viejos planos ferroviarios -prosiguió el cyberciruja-. Hay viejas lineas de telégrafo que aun corren por sobre las vías e incluso debajo de ellas. Algunas de ellas tienen su terminal de recepción en las estaciones de cabecera. Con una computadora conectada en un extremo y un programa que envíe pulsos hacia la red, podríamos calcular las distancias y armar un mapa. Si tenemos mucha suerte, quizás alguien nos conteste. No creo que seamos los únicos iluminados que pensamos esto. Y si nadie nos contesta, no importa, esto nos servirá para ir levantando estaciones teleinformaticas e ir así reconectando nuestro mundo, terminó de decir, casi en un delirio mesianico. Una de las mujeres se adelanto y abrió una pequeña bolsa de arpillera, soltando el contenido en el suelo. Un puñado de circuitos integrados cayó, y sobre ellos, el plato brillante de una vieja antena de telecomunicaciones. -Ustedes los hombres siempre buscando lo complicado, ¿por qué no usamos antenas en vez de cables? -dijo la mujer llamada Barbara, mirando de reojo a los presentes. Pero apenas habló, pareció retractarse, porque alzó su vista al cielo y contempló lo obvio: la contaminación de los vientos nucleares y las 4 estaciones atómicas rompían y distorsionaban cualquier señal radiofonica. No obstante la mujer prosiguió retractándose pero ofreciendo todos los chips y circuitos que había conseguido tras años de vagabundear por el borde exterior del conurbano. Conseguir electrónica antigua ya no era sencillo. Todo lo que estaba al alcance eran los últimos modelos de placas para minar criptomonedas o romper sistemas criptográficos de comunicación. Potentes, si, pero imposibles de utilizar hoy en día, no solo por el voraz consumo eléctrico sino por el total desconocimiento respecto a cómo modificar esos circuitos. Ya no había Internet para preguntar cómo se podía hackear algún procesador. Todo ese conocimiento desapareció cuando la infraestructura eléctrica se apagó. Solamente quedaba el escaso saber popular que se diluía entre los pocos sobrevivientes y los viejos manuales de informática que hablaban sobre las instrucciones y los planos esquemáticos de procesadores y circuitos diseñados en los años 80. Barbara había podido hacerse de varios de ellos tras haber dado con la cueva de varios viejos coleccionistas. Por suerte habían muerto, pues si hubiesen visto cómo esas preciadas computadoras de 8 bits se redujeron a una centena de chips desmembrados de sus placas y carcasas, montarían en la mayor de las cóleras. Prontamente, el resto del grupo se vio interpelado ante la actitud de Barbara y comenzaron a soltar sus preciados chips, placas y circuitos integrados varios. En cuestión de minutos el suelo se vio atestado de misceláneas electrónicas y algunos curiosos se acercaron para negociar, pero eran echados a los gritos y empujones. Milan no pudo pasar mucho mas tiempo desapercibido y el líder de los cybercirujas notó de su presencia, dándose cuenta que el muchacho era el mismo que se había quedado idiotizado con unos Z80 en las manos. -¿Vos acá de nuevo che? ¿Qué mierda querés? ¿No estarás esperando la oportunidad para robarnos algunos chips, pendejo de mierda?- dijo el cyberciruja mientras lo fulminaba con la mirada. El cyberciruja se acercó y lo agarró por los hombros en una actitud amenazante. Pero Milan no escuchaba, sino que se hallaba absorto contemplando la pila de microprocesadores de 8 bits: grises, negros, de cerámica o de silicio, los había de todas las eras y colores. Y los conocía a todos, a cada uno de ellos, pese a que jamás los había visto ni utilizado; Milan sabía exactamente cómo se llamaban, cuáles instrucciones podían ejecutar, que se necesitaba para hacerlos andar, qué pines había que conectar y cuáles no, porque él había leído sobre ellos en todas las revistas y manuales que su madre religiosamente le brindaba. Comenzó a recordar las páginas de las publicaciones, los gráficos y las esquemáticas, recordó absolutamente todo y su cerebro, joven y permeable, comenzó a realizar conexiones que jamás se hubiera imaginado. La mirada se le perdía tras las finas patas de aquellos relucientes y brillantes transistores y un brillo eléctrico salió disparado al aire desde aquellos tímidos ojos. Sin temor y con voz firme, Milan exclamó: - Ese que está ahí es un Z80 a 4.5 MHz, el otro es un 6502 revisión b, el de allá es un Motorola 68000… más allá tenés chips de RAM de 16 y 64 KB, y esos plaquetones que tiraron en la esquina sirven para todos esos procesadores- dijo frente a un grupo de cybercirujas que quedó pasmado ante el repaso preciso que Milan hacía de los componentes que se hallaban dispersos por el suelo. El líder, que se presentó y se disculpó, se llamaba Ernesto. Un tanto nervioso, buscó la forma de salir bien parado de la situación, para no quedar pegado ante tal arrebato de ira. -Disculpá pibe, dijo Ernesto, pero como imaginarás, estamos acostumbrados a personas que se acercan y manotean chips de la fuente, viste cómo son, se acabó el mundo pero aun así te quieren punguear algo para llenar sus pipas, realmente nos merecíamos la extinción pero por alguna razón seguimos acá. Veo que sabes mucho de circuitos integrados así que ¿por qué no nos ayudas a ordenar todo este quilombo de porquerías electrónicas? Con un rápido ademán de gestos y una precisa oratoria organizativa, Ernesto puso al grupo a trabajar, mientras rellenaba la extraña pipa con más chips triturados. Las dos mujeres se llamaban Barbara y Emilia y provenían de los bordes exteriores del suereste del AMBA. Habían llegado a la capital nuevamente porque entendieron que no era posible adentrarse mas lejos. Como buenas cybercirujas que eran, llevaban siempre consigo su mochila con miscelánea electrónica que fueron recolectando en sus viajes. Ambas dos, otroras técnicas operarias en una fábrica de transformadores en Beriso, entendieron rápidamente que necesitaban reinformatizar el mundo para garantizar la superviviencia de la especie. Sin computadoras, el ser humano se hallaba mas aislado que nunca. Gracias ellas podía indagar mas allá de los limites que el invierno nuclear y el desierto atómico imponían. Ideas similares tenían Juan y Salvador, muchachos de 20 años que, al igual que Milan, habían nacido cuando el mundo entero ya llevaba 2 décadas colapsado. Pero pese a eso, y al igual que Milan, profesaban una fascinación y conocimiento informático pocas veces antes visto. Los sobrevivientes que nacieron luego del invierno nuclear se educaron con la escasa información que había a disposición y conocieron sobre las computadoras en libros y revistas, que no fueron ningún impedimento para despertarles una fascinación absoluta. Frente a todo ese desorden que comenzaba a ordenarse Ernesto organizaba mentalmente los pasos a seguir. Había que armar una computadora y para eso se necesitaba tantos componentes como fueran posibles pero, fundamentalmente, conocimiento técnico. -Tenemos, dijo Ernesto incluyendo a todos, que armar una computadora que nos sirva de interfaz para conectarnos a través de las lineas telegráficas. Debe ser lo más simple ya que no poseemos fuentes de energía confiables, solo tenemos unos pocos bidones de nafta y un viejo grupo electrógeno; con eso nos debería alcanzar para alimentar a una computadora que envíe un pulso eléctrico a través de las lineas telegráficas y que mediante un software nos permita realizar un mapeo. Con eso podremos delimitar qué puntos pueden ser seguros para explorar y posteriormente levantar otra posta de teleinformática. Milan, Juan y Salvador, que eran quienes más frescos tenían los conocimientos técnicos, se unieron en el suelo y comenzaron a mirar los procesadores y memorias que tenían a la vez que realizaban garabatos en una hoja; Barbara y Emilia discutían respecto las estaciones de tren que podían seguir teniendo lineas de telégrafo mientras Ernesto iba y venía trayendo componentes. Sin muchas directivas, todos comenzaron a trabajar porque sabían precisamente que se debía hacer y cómo. Los tres cybercirujas jóvenes lograron en unas pocas horas diagramar en papel un prototipo de computadora que pudiese conectarse a una linea telegráfica utilizando un simple cable de cobre. En papel, dijo Salvador, todo funciona perfectamente pero la parte difícil es llevar esto a la vida real. A Milan esto no le generó ningún inconveniente. Pese a que Milan no había socializado mas que con su difunta madre, ahora se desenvolvía fluidamente con Salvador y Juan charlando sobre qué procesador convenía, dónde resultaba mejor poner los chips de RAM y cómo sería el software que diseñarían. De todos ellos, Juan era el cerebro matemático, y mientras Milan y Salvador debatían sobre cómo reducir el consumo eléctrico del circuito, Juan se perdía en abstracciones lógicas. Aunque jamás utilizó una computadora, entendía a la perfección cómo funcionaban y podía programar a mano, a la vieja usanza, en lápiz y papel sin tocar teclado. Ernesto veía a los jóvenes dibujando garabatos en hojas y papeles y pensaba que quizás la radiación del invierno nuclear había hecho más inteligente a las nuevas generaciones, no había otra forma de explicar cómo esos jóvenes entendían una tecnología que jamás conocieron y de la cual apenas tenían nociones básicas. Barbara se acercó al grupo y miró, igual de absorta, cómo esos tres jóvenes divagaban respecto al equipo que debían armar. Tomó alguno de los papeles, llenos de tachones, dibujos, números y fórmulas extrañas, y los miró intentando comprender. En su pasado como operaria en la fábrica de transformadores trabajó en la producción de fuentes para todo tipo de dispositivos; desde heladeras y hornos industriales a equipamiento para datacenters y centros de cómputo de gran envergadura. -Muchachos, dijo Barbara con tono burlón e inquisitorio, ¿no les parece que todo ese diseño desperdicia un montón de electricidad? Podemos utilizar alguna máquina de teletipo como base y con un par de chips ya tener una terminal funcionando, entiendo que quieran ver una computadora desde cero pero, ¡es un gasto que no nos podemos permitir! Barbara era una mujer enorme, alta y de espalda ancha que imponía miedo con solo mirar ese rostro curtido por los vientos ardientes de los anillos exteriores del conurbano. Todo el cuerpo mostraba heridas por el invierno nuclear: la cara, quemada y brillante; las manos enguantadas para ocultar una piel que se resquebrajaba tras años de vagabundeo atómico. Pero pese a todo este aspecto, los muchachos no le tenían miedo, porque Barbara hablaba desde la seguridad y la confianza, buscando al igual que ellos, la forma de organizarse ante todo este desastre. Ernesto estaba dándole largas pitadas a la pipa de circuitos integrados, dejándose llevar por las inhalaciones de chips carbonizados, mientras oyó en el aire a Barbara. Se acercó al grupo y miró los esquemáticos que los muchachos habían armado y, entre la sorpresa y el encanto, estalló en carcajadas frenéticas. -¡Ustedes son unos putos genios! -gritó- pero la vagabunda de los bordes exteriores tiene razón: es un diseño muy complejo y podemos simplificarlo si conseguimos una máquina de teletipo; son básicamente máquinas de escribir eléctricas pero que permiten la transmisión de datos: podemos armar una computadora en torno a esas terminales. Pero hay un problema: no tenemos una terminal así. Emilia, a diferencia de Barbara, no tenía el rostro carcomido por la radiación ni la silueta imponente; era más bien una mujer de cuerpo pequeño y maneras gráciles, que de alguna forma había llevado bastante bien el invierno nuclear. Algunos cuerpos, por razones desconocidas (misterios evolutivos, quizás) pudieron adaptarse mejor a los cielos atómicos. Se hallaba ensimismada en si misma, revisando papeles y manoseando chips sin ton ni son; pero al escuchar la conversación se acercó a ellos. -Cuando vagamos por el conurbano con Barbara -dijo Emilia no sin cierta timidez- encontramos varias terminales de teletipo escondidas en los sótanos de algunas estaciones de tren importantes; estamos a unas pocas cuadras de la terminal del viejo Ferrocarril Sarmiento, ¡seguro que ahí haya alguna máquina! Ernesto no estuvo de acuerdo con que Milan vaya junto con las mujeres hacia la estación de Plaza Once, la cabecera del ferrocarril. Tenía miedo. Claro que tenía miedo: el mundo era un lugar extraño e inhóspito, y así como habían construido un espacio seguro en el Parque, eso se diluía rápidamente y tan solo 4 cuadras más lejos todo era desolación y silencio sepulcral. Así era toda la ciudad, un sarcófago enorme a cielo abierto: bien podías no hallar mas que muertos disecados y putrefactos tras décadas, pero también podías encontrar la muerte ante algún derrumbe producido tras años de abandono. No obstante los peligros lograron convencer a Ernesto y partieron en búsqueda de una máquina de teletipo, mientras los demás trabajaban sobre el dispositivo que enviaría los pulsos a través de la red de telégrafo. El grupo avanzó a través de la desierta calle con rumbo a la estación de Once con una tranquilidad plena; estaban muy cerca, tanto que apenas se movieron ya veían la silueta del edificio que en otras épocas era un hervidero de gente. Al menos tres millones y medio de personas pasaban por ahí diariamente en los días previos al colapso; manadas de personas iban y venían constantemente, alimentando un enorme ecosistema de manteros, linyeras, vendedores ambulantes y comerciantes de toda índole que vivían gracias a lo que la estación traía y llevaba. Era un mundo fuera del mundo de la ciudad, un planeta habitado por sus propias reglas y habitantes, con un ritmo propio, caótico y violento, bello y decadente. Mas todo eso ya no existía y Once se alzaba por sobre un cielo ocre, con calles vacías repletas de recuerdos de otras eras: remolinos de basura volaban en las esquinas, luminarias caídas y oxidadas atravesaban la avenida donde se emplazaba la estación, colectivos detenidos eternamente – muchos de ellos estrellados contra los frentes de los comercios – algunos muertos desperdigados por aquí y por allá. Barbara miró todo esto y río para sus adentro pensando que en realidad no mucho había cambiado. La imponente mole de granito se alzaba impoluta e imperecedera. Más de 200 años hacía ya que el edificio había sido construido y ni siquiera la mampostería parecía estar dañada. Gracias al invierno nuclear, las palomas había desaparecido y con ellas, la erosión constante de los edificios producto de los excrementos corrosivos y los nidos que arman en cada recoveco edilicio que encuentren. Frente a la estación estaba la Plaza Miserere, el nervio del barrio donde se daban cita trabajadores, crotos, faloperos, pastores evangelistas y cualquier vagabundo que no tuviera donde ir. Ahora era un páramo de cemento ardiente deshabitado y tenebroso. Un aire tétrico y de putrefacción se alzaba sobre aquella vieja plaza, donde ya no quedaban ni restos de la humanidad, pues ni siquiera había cadáveres ni basura en ella. Barbara y Emilia se hallaban idiotizadas contemplando la hipnótica y desértica plaza, hasta que Milan les gritó, desde la entrada de la Estación: -¿¡Qué están haciendo?! ¡Vengan!¿No ven que hay luces encendidas? Las mujeres se voltearon y, efectivamente vieron que desde la entrada de la estación un tenue hálito de luz se proyectaba desde adentro.