Ese verano nuclear había llegado particularmente pronto para lo que Andrés recordaba, aunque allí el paso del tiempo carecía de sentido y de medición. Sobre todo para quienes como él habían nacido dentro de los refugios de los tacurúes misioneros, enormes hormigueros modificados por los vientos nucleares que llegaron tras la evaporación integra de la selva amazónica. Aquellas viviendas de las hormigas, que otrora podían alcanzar el metro de altura con diámetros máximos de 40 centímetros mutaron en estructuras gigantescas. La radiación de las cuatro estaciones atómicas trastocaron a los insectos, que si bien no crecieron en tamaño, si lo hicieron en sus ciclos reproductivos, por lo cual las viviendas que debían alojar a las nuevas crías tuvieron que aumentar exponencialmente de tamaño para poder albergar más individuos en la colonia. A medida que los habitantes de Posadas morían por la falta de energía eléctrica y alimentos en estado, las hormigas ocupaban más y más espacios públicos. Sus bestiales construcciones alcanzaban hasta los 10 metros de altura con diámetros de más de 6. La dieta de estos voraces insectos mutaron y fueron alimentándose de todo lo que encontraban: vegetación nuclear, animales muertos, cadáveres de seres humanos, todo lo que caía en esas voraces fauces era devorado, transformando a la ciudad de Posadas en un páramo desértico con tan solo raquíticos y desnutridos árboles que apenas lograban vegetar. Pero conforme la radiación y las estaciones atómicas avanzaban y los humanos caían en el olvido, incluso los árboles mutaron. Bebiendo el agua de la putrefacta cuenca del Paraná, la vegetación se transformó: por un lado, consecuencia directa de la radiación, pero por otro, para defenderse del nuevo agresor, que ya no era el ser humano sino las voraces hormigas nucleares. La savia que recorría los capilares vegetales cambió a una baba tóxica que envenenó a las hormigas y a sus descendientes: en tan solo semanas todos los hormigueros quedaron vacíos y la ciudad se sumió en una virtual inmovilidad. Fue ahí que los sobrevivientes de la antigua capital misionera ocuparon los abandonados y gigantescos tacurúes. La vida en la Posadas nuclear era terrible. Las altas temperaturas, los vahos radioactivos del Paraná, las terribles y mortíferas plantas y árboles mutantes hacían pensar que los antiguos peligros del monte volvían pero de forma apocalíptica. Pequeños grupos de personas que vivían escondidas en sótanos y se alimentaban de los restos de la civilización anterior se armaron de picos y palas para abrir boquetes, galerías y habitaciones en los tacurúes, que resultaron ser refugios frescos, sólidos y resistentes a los embates de los vientos y lluvias nucleares. Andrés fue uno de los primeros en nacer y crecer en los hormigueros. Cumplió 20 luego de haber sucedido 40 años desde el cataclismo. Pocas personas recordaban cómo era el mundo previo y él claramente no tenía noción de una época anterior. Para Andrés lo normal era vivir bajo tierra y salir fuera poco tiempo para buscar herramientas o semillas en buen estado que pudieran cosechar dentro de las chacras subterráneas. Pero sí le parecía que este verano era particularmente peor que otros. Sobretodo estando a la vera de la antigua costanera. El gigantesco monumento de Andresito Guacurarí, otrora brillante y reluciente, alzándose sobre el rio Paraná, se hallaba tenido de un verde repugnante y se elevaba sobre charcos oscuros, densos y burbujeantes de lo que fuera aquel maravilloso río. Nadie sabía a ciencia cierta si esos charcos eran profundos o bajos. Eran tan densos que ver a través de ellos era imposible; y ni hablar si se quería intentar tocar el agua. Eso significaba una condena segura. Tampoco nadie sabia qué había en la costa del Paraguay, ¿seguiría existiendo la ciudad de Encarnación? En medio de la cuenca del rio se alzaba una espesa neblina verdinegra que no dejaba ver absolutamente nada: el puente que unía la ciudad paraguaya con Posadas tampoco era del todo visible y mucho menos transitable: se hallaba repleto de autos y cadáveres en descomposición, restos de otra era. ¿Habrán quedado varados intentando escapar? El Paraguay era un mito difícil de creer, tan difícil de creer como la idea de una costanera repleta de gente caminando, haciendo ejercicio o vendiendo chipa kavure. Era imposible. Todo estaba muerto, abyecto, putrefacto, en decadencia y retroceso. Y todo fue siempre así, no había otra posibilidad. La célula del tacurú a la cual pertenecía le pidió que vaya a la Antigua Estación en búsqueda de herramientas. Necesitaban fierros y restos de metal, cualquier vara, palanca o pequeña viga era necesaria para ir apuntalando nuevas cuevas. Normalmente Andrés recorría los viejos corralones, pero ya había revisado en varios y nada encontró, por lo que decidieron enviarlo a esa parte de la ciudad. “En algún sector del edificio hay un museo ferroviario, de los trenes, vos no sabes qué son pero te vas a dar cuenta cuando llegues ahí, traéte todos los fierros que puedas” le dijo el viejo Corvalán, el tallerista de su tacurú. Andrés se encaminó hacia el edificio, bordeando la costanera y esquivando todo lo posible las plantas y árboles mutantes que extendían el follaje como lianas perversas que buscaban atrapar transeúntes desprevenidos... como si hubiese tantas personas circulando. La costanera era un cementerio vacío: hacia tiempo que los pocos cadáveres que quedaron fueron devorados por la naturaleza. Caminar por allí entre tanto silencio era una experiencia terrorífica. Pero había que hacerlo. Ensimismado en sus pensamientos esquivaba las palmeras y gomeros nucleares que parecían ser los únicos que estaban al tanto de su presencia. El cielo, cubierto de nubes que iban y venían, parecía acompañar el tétrico danzar del follaje atómico. Si sumábamos los vapores que surgían del Paraná, marearse o alucinar eran dos estados a los que no se podía escapar. Pero Andrés era un hijo atómico. Su cuerpo recibió del vientre materno pequeñas dosis de radiación y eso lo dotaba de una resistencia que solamente tenían quienes habían nacido luego de la hecatombe. Por eso él era el explorador y forrajero, ya que su cuerpo estaba dotado de una natural resistencia al ecosistema nuclear. Pero no dejaba de ser una tarea ardua. No por lo cansador de recorrer y recorrer a pie -con suerte en bicicleta- la ciudad muerta, sino por el hecho de verse solo, completamente solo y ver cómo el resto envejecía, y con eso, la muerte, una muerte horrenda y tórrida, con la carne descomponiéndose o la piel derritiéndose tras décadas de absorber los vapores radioactivos; y tras la muerte, la soledad y la amargura de ver cómo todos mueren mientras unos pocos sobreviven. No es que hubieran nacido muchos hijos atómicos luego de la caída del mundo. La soledad era terrible, y caminar por una ciudad muerta sintiéndose el último hombre en la tierra era aún peor. Por eso, cuando vio una silueta saltando entre lo que parecía ser un algún abandonado vehículo del museo ferroviario (“¡lo vas a entender cuando estés ahí” le había dicho el tallerista Corvalán) no pudo evitar ponerse a correr como un desquiciado. Andrés ingresó a los tumbos a la estación, sin darse cuenta de lo que hacia, olvidándose completamente de los peligros que significaba ingresar a un edificio abandonado de la vieja costanera de Posadas. Las cosas no eran como el pasado que rememoraba su madre, donde se podía pasear por allí. Uno simplemente no vagaba por la ciudad sin ton ni son, porque si bien la ciudad era un cementerio radioactivo a cielo abierto, también era un campo minado de peligros nucleares: infinidad de lianas verdiazules crecían sobre las abandonadas rejas, puertas y ventanas. Estas plantas parecían haber ganado cierta conciencia nerviosa, lo cual hacia que se camuflaran sobre huecos, rendijas y grietas para luego salir contra sus presas una vez que estas se acercaban. Rápidamente cuando quiso cruzar la derruida puerta del abandonado edificio una brillante y radioactiva liana del Paraná enganchó su pierna, tumbándolo de lleno en el piso; las luces se apagaron, el cielo se ennegreció y Andrés cayó inconsciente en el atestado suelo de lianas que se arremolinaban para desgarrarle el cuerpo. Soñaba con fuegos fatuos que quemaban su cuerpo y esparcían los restos por sobre los cuatro puntos cardinales de la patria, aunque para él la patria no era otra cosa mas que su tacurú y las bellísimas chacras subterráneas, repletas de pequeñas ventanas que dejaban ingresar haces de luz para que la fotosíntesis pueda realizarse. Para él la patria eran las galerías de sus hormigueros y no la podrida y peligrosa ciudad de Posadas, pero en el sueño, todo su cuerpo se difuminaba a través del éter, sobrevolando los cielos y llegando a rincones que jamás imaginó. ¿Había montañas? ¿Qué era una montaña? Volando sobre el infinito, el cuerpo ardiente y etéreo de Andrés recorría cadáveres de ciudades monstruosas, "esta es la capital del país" le pareció escuchar desde las lecciones en la escuela del tacurú. ¿Cómo se llamaba? ¿Buenos Aires? ¿Existe un "aire" que sea bueno? ¡Ridículo! "Se llama Buenos Aires y tenemos que llegar hacia allí, che" le decía alguien entre gritos y sacudones. Abrió los ojos, aturdido y con la vista nublada. Inmediatamente un grito de alegría rompió el silencio de la capital muerta. "¡Juipitaura, estás vivo, che, te despertaste! Pensé que te habían envenenado esas porquerías" le dijo un anciano descascarado que se encontraba semi arrodillado a su lado. El rostro del viejo mostraba los claros signos de una vida bajo el constante asedio de los rayos nucleares que flotaban en la brutal atmósfera del post cataclismo: piel seca y grisácea, globos oculares completamente blanquecinos pero con una visión sin alteraciones y una delgadez macabra. Quienes sobrevivieron a los primeros años de la caída fueron, a su vez, los que peor la llevaron; mas aún si no habían vivido resguardados en los tacurúes como Andrés y su familia. Jose formaba claramente parte de aquellos sobrevivientes que quedaron aislados como ermitaños o ácratas que vieron el colapso de todo y lograron sobrevivir escondiéndose o encerrándose en departamentos o altillos bien guarecidos de alimentos. Posadas se había convertido en el infierno en la Tierra; las altísimas temperaturas que sobrevinieron a la quema total del Amazonas y la interrupción de la cadena de suministros hizo que toda la estructura social colapsase. Algunos eco terroristas e indigenofascistas auguraron que era la vuelta de la ley de la Selva, el ascenso del Monte Nuclear. Mientras Andrés recuperaba sus funciones básicas, Jose le explicaba que casi muere: las lianas lo habían volteado y su nuca dio de lleno contra el asfalto hirviente. Él escucho la caída y corrió a salvarlo, pero poco no lo logra. "Esas hijas de puta no te largaban, pero por suerte estaba bien equipado...hace tanto que no veo a nadie, ¡y tan joven! ¿acaso la gente sigue teniendo hijos? ¿acaso sigue existiendo gente?" Jose perdió la mirada en el aire, como buscando entre viejos archivos guardados hace tiempo atrás en su cerebro; esos ojos blanquecinos se movían hacia arriba escarbando vaya uno a saber en que. "Desde que todo cayo, no he visto a nadie mas con vida...cómo es que estás tan saludable? ¿Dónde estuviste escondiéndote." La conversación giro en torno a los tacurues, a los hijos nucleares que como Andrés habían nacido en esta nueva era donde el ocaso del hombre era una realidad palpable. Jose asentía en silencio, entre el estupor y el terror, ¿cómo podía ser que hubieran sobrevivientes que lograron rehacer la vida gracias a la ocupación de esas masivas estructuras? Jose asentía sin decir nada ante las maravillosas historias que aquel joven le contaba: todo lo parecía entre idílico y catastrófico. ¡Una comunidad organizada de sobrevivientes, produciendo sus alimentos y herramientas! Simplemente era increíble, imposible de creer. "Eso es" exclamó sobresaltado Jose, cuando Andrés le contaba sobre la organización de los tacurúes. "Precisamente me encontraba acá para salir cuanto antes de este ostracismo atómico que se me clava en lo mas profundo de mi ser". Jose le contó muchas cosas a Andrés, sobre su pasado, la familia y amores que supo tener, como vio la muerte en todo su esplendor; el barrio se hundió en la barbarie y el salvajismo. La lucha por la búsqueda de alimento, la radiación que derretía la piel de las personas y la falta de energía terminó con todo lo que él conocía. En su encierro por la supervivencia, cuando notó que ya no había casas incendiándose ni gritos de desesperación, salió del escondite y vagó por el centro posadeño, saltando de casa en casa como los antiguos habitantes del Paraná solían hacer. En una de esas recorridas en las que conseguía preciada comida enlatada, dio con el Radio Club de Posadas. El cadáver que descansaba sobre la puerta de entrada no le asustó en absoluto.