Fronteras digitales: comunidades, cuidados y resiliencia La Imilla Hacker La Imilla Hacker forma parte de un grupo de mediactivistas bolivianas. Atraída por el punto de convergencia entre política, tecnología y género, produce el podcast "El Desarmador", un espacio para analizar nuestro relacionamiento con la tecnología a partir de nuestras voces latinoamericanas. Read more “A estas alturas no se discute si una mujer necesita un cuarto propio. Sin embargo, al conectarnos discutimos hasta la náusea sobre cómo deberíamos pintarlo” - anónima, en el IRC, bromeando sobre el Bikeshedding ¿Cuáles son nuestras comunidades en la red? Hacemos tecnopolítica a diario escribiendo código, hackeando otros códigos o comunicándonos sobre qué deberían nuestros códigos hacer. Códigos que corren en la máquina, pero también en nuestra mente colectiva. Con suerte, compartimos un espacio regularmente con personas afines, en colectivos hacker, y cada tanto nos reunimos alrededor de conferencias, congresos, cripto-fiestas o encuentros similares. No todas estas comunidades están bien delimitadas, y en algunas reina una falsa sensación de horizontalidad. Dos sucesos en estas comunidades me mueven a reflexionar sobre cómo las construimos, y cómo respondemos ante el trauma de una agresión. Sobre todo por mi incapacidad para ver reflejada una mirada comunitaria que relacione estos sucesos mas allá de la anécdota. Por una parte, está la noticia de que Linus Torvalds, el “jefe” del kernel de Linux, se tomaba unas vacaciones para aprender empatía. Nos agarró por sorpresa, y sonreímos al ser humano que quiere arreglar su comunicación tóxica. Torvalds siempre fue nuestro genio maleducado, y bien que le aplaudíamos cuando insultaba a los grandes monopolios. De la agresión verbal a la física: en 2016, uno de los miembros del equipo de desarrollo de Tor -y un popular portavoz que mencionaba a Emma Goldman en sus charlas, Jake Appelbaum- fue acusado de acoso y violación hacia varias compañeras del proyecto [ASSAULT]. Estas dos comunidades son a la vez telemáticas -comunidades de desarrollo que se coordinan online- y presenciales -en encuentros regulares y a través del solapamiento diario de personas y colectivos en redes técnicas y activistas. En los dos casos, y recordando a Jo Freeman, hay una primera lectura directa, más allá del conflicto personal: no necesitamos más “estrellas de rock” en nuestras comunidades. No se puede confiar el éxito de un proyecto a una persona central que acumula poder. No es deseable técnica ni socialmente: por el “factor de autobús” [nota 1], y porque la existencia de un rol central amplifica el daño y genera dependencia. Linus y Jake son dos ejemplos de diferentes agresiones que ocurren en nuestras comunidades, y en el resto de la sociedad. Al ser personajes muy visibles, se habla mucho de ellos, pero el machismo, la (trans)homofobia, las agresiones toleradas y la impunidad de los trolls siguen bien arraigados en muchos rincones de la red. La tecnología no hace de estos comportamientos algo diferente, pero unas veces los amplifica, y otras puede ser nuestra aliada. El machismo, la (trans)homofobia, las agresiones toleradas y la impunidad de los trolls siguen bien arraigados en muchos rincones de la red Respuestas frente al conflicto ¿Cómo hacemos frente a la violencia, de forma comunitaria? Cada comunidad establece lo que le resulta aceptable. Últimamente asistimos a una proliferación casi automática de “Códigos de Conducta” en los proyectos de software, destinados a recoger una serie de normas que delimitan qué resulta aceptable al interaccionar en una revisión de código, o qué conductas no son bienvenidas en un evento. Aunque parezca increíble, a los seres que pululan por las conferencias de seguridad hay que explicarles por escrito que lamer el tatuaje de una desarrolladora es una conducta repugnante y no tolerada. En los casos más traumáticos es donde se ve mejor la brecha que atraviesa a los colectivos: de una parte, se da una reacción reformista, que externaliza el problema: corresponde a policias y jueces perseguir, juzgar y castigar. La comunidad redirije el conflicto a las autoridades competentes. Diferir una violación hacia la policía equivale a lavarse las manos sobre el conflicto. Entra aquí también la autocensura: ciertas comunidades “dejan fuera” la polémica (hablar de política o religión en un contexto represivo) como estrategia para seguir existiendo. Es la actitud del consumidor que entra a una sala de conciertos: acá está mi ticket, yo venía por la música. Existe la otra actitud, la que adoptamos cuando estamos en un centro social autogestionado: al cruzar la puerta ya sabemos que entramos en otro territorio, uno donde se rotan los turnos de barra y la limpieza de los baños, pero también donde responder a las agresiones es cosa de todas. Donde el borracho se la piensa dos veces antes de golpear porque son todos los cuerpos los que enfrenta. En el caso de Appelbaum, hubo una apuesta inicial por un proceso de justicia comunitaria y transformativa: antes de hacer la denuncia pública, las supervivientes de sus agresiones le brindaron la oportunidad de someterse a un programa personalizado para evitar que se repitiera su comportamiento. Existe una diferencia radical de planteamiento entre tomar los asuntos de la comunidad como algo propio, o rebajarla a un conjunto de personas que interactúan bajo la tutela disciplinaria del estado-nación. Luego está el mecanismo de la expulsión y el veto. Cuando una organización decide vetar a alguien de por vida, está amplificando la respuesta, pero también hay que preguntarse cuál es su respuesta más allá del castigo: cómo esa misma comunidad responde a sus propios conflictos e impide que se enquisten en el futuro. Habría que mirar no tanto cómo una comunidad castiga la agresión, sino más bien cómo se conjura. La hipótesis implícita es que una comunidad funcional hace circular el privilegio, distribuye el poder entre las personas que lo integran, utiliza la diferencia de experiencia para animar y emponderar a las personas menos experimentadas, y crea un ambiente agradable y cooperativo en el que todas sus integrantes se sienten recompensadas. Existe una diferencia radical de planteamiento entre tomar los asuntos de la comunidad como algo propio, o rebajarla a un conjunto de personas que interactúan bajo la tutela disciplinaria del estado-nación La cuestión aquí es cómo transformar una estructura nociva en una comunidad sana. En este sentido, las normativas y los códigos de conducta son herramientas, no un objetivo final. Una comunidad burocratizada puede indicar una fase disfuncional del grupo: podría ser más apropiado disolverlo, o apartarse de una vez [nota 2]. De nuevo, Jo Freeman ya denunciaba hace décadas esta “cultura de las estrellas”, a la que llegamos por la dinámica de comunicación de masas. Quizás lo que está en crisis es la misma concepción de la “comunidad horizontal” de la que pensamos que formamos parte. Cuando nos vemos atrapadas en unos juegos de poder invisibles, o en una dinámica inquisitorial dentro de los “comités de conflicto”, quizás ha llegado la hora de cambiar de comunidad [nota 3]. Micropolíticas en los espacios de la cultura hacker Un ejemplo donde existen estas dinámicas son los “espacios hacker”, hackerspaces y hacklabs. Las personas que los conforman se conciben como una comunidad bien definida, que se nuclea en torno a la curiosidad y el aprendizaje colectivo sobre las tecnologías, generalmente con acceso a un lugar físico compartido donde ocurre este compartir de saberes y experimentación. Existe una cierta circulación entre estos colectivos, sin llegar a estar federados. Podría dar la sensación de que el hackerspace local forma parte de un movimiento global de “hackers”, “makers” y otros entusiastas de la tecnologia. Es innegable que el movimiento de los hackerspaces surge de un lugar de privilegio. Como tal, ciertos valores están muy enquistados. Según el caso, viene siendo habitual que, después de un par de intentos, decidamos que no es nuestro papel el descolonizar ni des-machistizar estos espacios, y que salga más conveniente una estrategia de forjar alianzas feministas, colectivos propios, y espacios no mixtos. Los cambios ocurren, aunque toman su tiempo. La comunidad del infosec da un poco menos asco que antes. Mientras unos colectivos deciden ser policías de sus propios canales y espacios, o al tiempo que el proyecto GNU publica su “guía para una comunicación amable”, una rancia meritocracia y unas prácticas encubridoras siguen siendo práctica habitual en muchas de las tradicionales comunidades “hacker” de Latinoamérica. Cuando tenemos que señalar repetidamente lo inaceptable de un discurso homófobo, por ejemplo, estamos perdiendo nuestro tiempo porque no hay nada que merezca la pena defender en ese espacio que lo tolera en primer lugar. Cuando una compañera deja de ir a las reuniones del hacklab -digamos en La Paz, Bolivia-, porque vive en el suburbio y es más riesgoso para ella atravesar la ciudad tarde en la noche; cuando se delega a la chica retocar el CSS en una hackaton; cuando son las chicas las encargadas de la parrillada de fin de año... asistimos a un fracaso de nuestra tecnopolítica colectiva, y acumulamos evidencia de que es un frente perdido aquí y ahora. De nada sirve pelear por el lenguaje inclusivo en un manifiesto el dia del Flisol, o tener un Código de Conducta estándar en nuestros repositorios, si luego dejamos pasar deserciones invisibles como esta. Cuando tenemos que señalar repetidamente lo inaceptable de un discurso homófobo, por ejemplo, estamos perdiendo nuestro tiempo porque no hay nada que merezca la pena defender en ese espacio que lo tolera en primer lugar. Descolonizar la problematización Por cómo, dónde y cuándo se problematiza, las “soluciones” nos llegan, en muchos casos, de forma condescendiente, y desde el mismo estómago de la Bestia Capitalista. Cuando se trata de filtrar contenidos, es un grupo de occidentales blancos en San Francisco que dirimen los conflictos sobre qué contenido es adecuado en YouTube. Cuando se trata de organizar una respuesta global a las agresiones, es desde el norte que se redactan las políticas y se diseñan correctivos que viralizar [nota 4]. Si hablamos de construir espacios donde estar cómodas, en nuestro entorno, quizás sean los IGTs, junto con los intentos de la comunidad de Tor de “venir al Sur”, y lo que se vive en torno al evento de la Cryptorave, los ejemplos que más genuinamente consiguen escapar a esta tendencia. No me malentiendan: agradecemos los gestos desde el norte que impulsan a más chicas a abrirse paso en un mercado mundo supuestamente de hombres. Los RailsGirls, Debian Women, PyLadies y similares. Pero por favor, dejen de enviarnos lideresas que abanderan la cooptación hacia un capitalismo con sonrisas y lacitos morados. Hipótesis: una comunidad con más diversidad genera otras dinámicas de poder, incluyendo los flujos de circulacion de saberes y prácticas, y resistiendo la mediación tecnocapitalista de la actualidad. A la hora de crear un futuro femenino, no necesitamos que vengan acá a darnos becas cuando ojearon el talento de nuestras chicas que ya montaron el enésimo brazo robótico con chatarra reciclada. Lo que necesitamos es que nos dejen en paz con nuestros procesos comunitarios. Eso incluye dejar de exportar sus dinámicas internas y sus corrientes hegemónicas: necesitamos aliados globales en la pugna contra el virus del machitroll, pero no necesitamos otro hashtag, ni las ondas expansivas de los conflictos en sus comunidades. Ser dejadas en paz, aquí y allá, incluye no ser forzadas a posicionarse en una reparación que ni nos va ni nos viene, pero sí erosiona nuestras comunidades. Acá, las más de las veces, ni siquiera nos llega la plata para pagarnos el pasaje y alojamiento a los eventos globales donde ustedes reproducen su drama ante una audiencia borrosa en Twitter. Cuidado, como decia una amiga, con el síndrome del cóndor: aquellos que sólo se encuentran en las cumbres, desconectados de todo lo que ocurre en la calle y en las cloacas, donde siempre ocurren otras cosas que quizás consideremos más importantes. En algunos lugares, como el suburbio de mi compañera la exiliada del hacklab, no necesitamos comitear un código de coducta en el repo ni pedir a la organización que expulse a nadie: ya se ven por la calle los muñecos de trapo colgados de las farolas, anunciando que ladrones y violadores no son bienvenidos. Se nos reconoce y respeta cuando caminamos de noche, en grupo, encapuchadas. No es defendible el linchamiento de la turba, pero la justicia comunitaria no precisa de redentores. Viene funcionando muchos años, y no siempre es amable ni “buena onda”. Una comunidad con más diversidad genera otras dinámicas de poder, incluyendo los flujos de circulacion de saberes y prácticas, y resistiendo la mediación tecnocapitalista de la actualidad. En defensa de las membranas No se confundan: las mujeres en las comunidades tecnopolíticas no somos entes débiles que haya que proteger. Hay un error esencial en todo el discurso de los “lugares seguros”. Claro que cultivamos espacios agradables, y seguiremos haciéndolo, pero simplemente porque necesitamos ser dejadas en paz para hacer aquello que vinimos a hacer: aprender, compartir, emanciparnos. No queremos ruido ni desgaste rebatiendo el enésimo comentario estúpido en nombre de su libertad de expresión. Los sistemas abiertos estuvieron bien en la infancia de internet. Una vez que el mercado de masas vino a comérselo todo, se trata de supervivencia, y todo sistema vivo necesita una membrana en primer lugar: permeable con las amistades e inexpugnable para los patógenos. Una membrana que defiende el lugar interior, nuestra habitación propia, del ejército de zombies que emiten ruido no deseado y desechos tóxicos [nota 5]. La palabra “comunidad” está cada vez más vacía. Ya sabemos que los facebook, youtubes o airbenebés no son ninguna comunidad, pero llevo mi desconfianza también hacia el espejismo de la comunidad en los grupos de desarrollo y los eventos sobre tecnología. El hecho de que nos juntemos no asegura, de entrada, que compartamos nada muy significativo. Si tenemos una casa en el ciberespacio, ésta debe comenzar a edificarse por los cimientos: el encuentro, el contacto, la confianza y los cuidados. Y la libre determinación de a quiénes reconocemos como nuestras iguales y con quién queremos, o no, seguir construyendo. Seguimos. Necesitamos ser dejadas en paz para hacer aquello que vinimos a hacer: aprender, compartir, emanciparnos. No queremos ruido ni desgaste rebatiendo el enésimo comentario estúpido en nombre de su libertad de expresión.